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Cuento

Fiodora y las moscas

Daniel Félix

Número revista:

8

You can't overwet. You see when something is wet, it’s wet. Same thing with dead: like once you die, you’re dead, right? Seinfeld


Salgo acicalá’ de pie a tope porque puede ser que con el culo mío te tope... Karol G.



1


¿Qué cuerpo es este?


Conjuro de miedo; memoria de rodillas sin piso; voz que arrastra pensamientos, deseos, nave del azar a destiempo.


El sudor, los jugos, los huevos, los senos. El olor del sexo y los sobacos. La soledad del humo. El miedo, una superposición de máscaras, nombres, voces y moscas.


Desear del miedo agarrado del brazo, el vientre, las manos, sus manos y las mías, nuestros cuerpos y otros cuerpos; voces que son máscaras; piel, nalgas, piernas. Cuerpos y moscas corriendo de la próstata al pezón, del implante al muslo, de las clavículas a los brazos y las manos. Este cuerpo.


Yo, Fiodora: máscara de miedo, paño de culpas, caos de necesidad sobre carencia.


Lo miro. Le pongo mi cara de seriedad, de desconocimiento, le pongo mi rostro menos máscara como si pusiera en su boca mis genitales, mientras mezclo las barajas y lo miro y le hablo de estos miedos.


Raruto me escucha otra vez, atravesando tinieblas, persigue mis palabras como un ratón, mirando a través de mi ropa, esmerado en la treta de volver a mis sabores derramados en su ombligo; me mira con su bigotillo lánguido y su sonrisa lenta, mientras mezclo el mazo de cartas y las barajo amén de sus terrores.


Raruto se pierde entre mis palabras y se pregunta por qué me trajo consigo, y busca en mis ojos unos genitales que no son suyos ni míos.

Su fortuna en tres cartas.



2


Lanzo la primera: el Deseo.


Me arde el culo, pienso, naturalmente. Los senos pesan como si alguien inventara los nervios inexistentes en la silicona. Siento en el labio la anunciación de un herpes.


Miro a Raruto, le sonrío, como una mosca probando suerte. Es la última vez, juro, que uso la aplicación de citas. La última vez que persigo el miedo. Los packs. Esa mierda que tiene de todo para lo poco que queda por hacer.


Nunca humanos, siempre inhumanos.


Por la red consigues lo que quieras: puedes comprar drogas, armas, putas, travas, tragar porno hasta hacerte mierda el ano, encargar implantes, cambiarte de nombre, género o llenarte el cerebro de moscas.


La red devora todo, me devora, devora este miedo y vomita esta máscara. Los packs, me digo, la posibilidad de recibir, sin necesidad de explicación, la foto de un miembro monstruoso. Un saludo, nena. Como si el falo escribiera torpemente su nombre en la pantalla:


Ra-ru-to.


Fotos del muro. Me gustas, me escribe. ¿Podemos vernos?, me tienta. No podemos. Sí podemos.


Nota mental: llevar en la cartera pastillas para la resaca.


Raruto escribe. Me ofrece fiestear como nunca. Le digo que en el agua potable hay más droga de la que él pueda imaginar. Y de mejor calidad, le digo. Acepta que las drogas están muertas, que son reliquias de nuestros ancestros los psicólogos y que todo el mundo sabe que el azúcar refinado es más dañino.


La lluvia relampaguea. Las bandas rondan todavía las calles, hombres y mujeres comeperros, ratas y gatos. Simio mata simio.


Raruto escribe: somos un extraño viaje de un asiático en hongos. Río. Imagino un ejército de asiáticos marchando en bolas: testículo derecho, testículo izquierdo, una sinfonía de nalgas.



3


Lanzo la segunda carta: el Universo.


Habíamos quedado a la salida de su trabajo. De pensarlo ya estaba mojado. Un hombre con trabajo. La tenía dura mientras lo esperaba bajo la lluvia, a la salida de su oficina.


Salió desprendiendo fuego de sus ojos.


—Raruto…


Volvió a ver. Tras su rostro, solamente referido por una fotografía de perfil, me reconoció:


—¿Fiodora?


Se acaloró. Sentí su vergüenza:


—Disculpa —dijo sin saber qué decir—. Olvidé la cita. Es un mal momento…


Trató de explicarse mientras emprendíamos la marcha.


—Me explicas en el camino.


—…sabes —me iba diciendo mientras caminábamos—, es la primera vez que utilizo la aplicación de citas. En realidad, yo trabajo… —se corrige—, trabajaba… Hasta hoy... El cerdo de mi jefe. Esos cerdos controlan todo. Cabrones…


Bordeábamos una galería cubierta. La zona comercial permanecía viva, sin bandas, ni travas, ni hogueras, ni escombros. Un residuo tranquilo de un mundo viejo.


—…el cabrón entró a mi despacho y me dijo que me vaya, que habían decidido prescindir de mi trabajo.


—¿Pueden hacer eso? —pregunto mostrando interés. No tengo puta idea.


—No tenemos nada parecido a un contrato. Los bastardos encontraron a alguien más que les cobra menos. El cerdo me quedó mirando con su sonrisa —me dice, pero antes de que lleguen sus palabras, puedo verlo a través de la lluvia:


Su jefe, bajito y encorvado, calvo, lentes y voz chillona. Raruto arde, se transforma, de su boca salen moscas que vuelan hasta el techo, lo cubren y bajan por las paredes.


Raruto da un salto sobre el jefe-cerdo. Las moscas gritan cánticos de guerra. Raruto golpea dos, tres veces, el rostro del jefe-cerdo caído en el piso. Lo levanta. Le agarra por el cuello. La cabeza del jefe-cerdo choca, dos, tres veces, contra la pared ennegrecida.


Escupe sangre. Salta un diente en una acrobacia fantástica.


—Entonces la puerta se abrió —continúa— y entraron dos cerdos que habían escuchado la bulla. Forcejeamos un rato. No me dejé tan fácil. Soy de huesos duros.


Dejamos la zona comercial y entramos a la verdadera ciudad. Los autos abandonados en las vías, las sombras y los monstruos acechando, el olor de la mugre radioactiva que cubre el globo.


Raruto siguió hablando y liberando moscas en lugar de palabras, distendiéndose y tratando de presentarse nuevamente. «No quiero darte una mala impresión»; me pregunta por mis cosas, lo que hago, «¿bailas?»; me insinúa que le haga un baile en su casa.


La lluvia continúa. Las nubes tragan el humo de la ciudad y lo devuelven contra el pavimento. Por los restos de una avenida vemos bajar una canoa conducida por un salvaje que parece salido de mi imaginación.



4


La tercera carta: la Muerte.


La lluvia es un animal salvaje, un animal sin género que urde destinos y cuerpos y cae contra la ciudad con saña y hambre, y amansa llamas y sombras entre los escombros. Nos mira la lluvia con sus ojos fríos. Siento su voz en el cuarto y me despierto.


A mi lado, Raruto duerme regado sobre la cama, bañado por una luz trémula. La lluvia da contorno a su cuerpo y mi piel recuerda la noche, la ansiedad, el tiempo pasar silbando por nuestros fluidos.


Le veo dormir al lado mío, replegado, inocente, inmóvil. Lo miro sentada al filo de la cama y de la noche, y toco con mi piel su piel, y bailo como un cuchillo por el aire que respira. Raruto, el pecho peludo y bronco, las manos regordetas, el pene rendido, el vientre tenso como una herida por llegar.


Corto con mi filo sus vellos. Se mueve como quien espanta moscas.


Me dejo caer al piso. Lo veo como quien mira por una ranura. Lo poseo con mi pensamiento. Hay cosas que llegan sin forma ni cuerpo; hay roces sin encuentros; hay hambres que no son compartidas; hay que saber llegar y saber salir de las tinieblas; hay que dar las nalgas, qué importa.


Raruto arriba, en la cama. Se da la vuelta y su brazo cae junto a mi cabeza. Tomo su mano con mi lengua y voy subiendo. Se agita y en mitad de mi caricia se despierta. Parece muerto. Veo en sus ojos el miedo, ese animal original. Levanta su culito.



5


Nada más. Sus gemidos clarecen como pétalos. Si del caos proviene la vida, di: del cuerpo emerge el mundo.


Hay días en que quisiera largarme. Botarlo todo. Pienso en largarme de la ciudad y tener una casa en cualquier trozo de campo radioactivo por el resto de tiempo que me queda. Cultivar el suelo flaco. Alimentar animalitos, pastoreando un arenal.


Juego sobre el mesón con las barajas. Tiro las cartas por llamar su atención. Pongo cara de pregunta.


—¿Crees en eso?


—Mi madre me enseñó —me invento—. De niña me llevaba al mercado, donde le prestaban una mesa. Ella se sentaba a lanzar cartas y contar la suerte. Con el tiempo se hizo un nombre. Llegaron más clientes. Entonces, me enseñó el arte de la adivinación.


—No te creo —me dice. A los hombrecitos como él les cuesta seguir el juego. Se sonríe idiotamente y prende un cigarrillo—. A ver, muéstrame.


—Tienes que hacer una pregunta —le explico mientras mezclo el naipe—. Pero antes, sírveme un trago o algo.


—Solo hay cerveza y porro.


El papel aceitoso le recuerda mi mazo. Me lo dice. Fumamos y abrimos dos latas. Extiendo la baraja sobre el mesón y expando el mazo con mis dedos.


—¿Tienes la pregunta?


—¿Una pregunta para las cartas?


Mira las cartas. Bebe un trago de cerveza y me pasa el porro.


Levanta sus cartas.


El Deseo

El Universo

La Muerte


Vuelve a llover, o empieza a llover, ya no lo sé. Las gotas golpean la ventana, como llamándome.


—¿Y? —me pregunta.


El miedo me dice: Fiodora, las máscaras…


—La primera carta está al revés. Es una mala señal.


Una mujer montada en un león-serpiente, a horcajadas, rodeada de siete eunucos con siete espadas.


—El Universo —continúo el encantamiento—, el espíritu, lo que mueve nuestros cuerpos—. También boca abajo, una figura vestida de noche, entre espirales de soles y estrellas. Las malas señales abundan este rincón de la vida.


La última carta, el esqueleto con guadaña, sobrevuela un desierto de cráneos y huesos.


Una mosca zumba en las penumbras. Raruto mira las cartas bien colgado. Bebo mi cerveza y me recuesto. Me rasco las bolas sin displicencia.


El día avanzará como un río crecido por la lluvia.

Daniel Félix (Quito, Ecuador, 1984)

Editor, escritor y periodista cultural. Miembro de la Cofradía y la Mafia Editorial. Escribe para diferentes medios culturales impresos y digitales. Ha publicado libros de narrativa y cómic. Es Jefe de Medios de la Fundación Teatro Nacional Sucre. vicedfelix@gmail.com

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