Narrativa
Ger Villeneuve
René Peraza
Número revista:
9
Hubo una época en que todos le creíamos sus historias. “Viajé hacia esta parte del mundo, estuve aquí, conocí a tal persona”. Incluso, estábamos dispuestos a escucharle decir: “Sé lo que dirán, que soy un tipo de mundo, pero no es así”. Su falsa modestia nos alegraba y le alentábamos a contar todo lo que él quisiera. Así, sin más, sin rechistar, sin pruebas. Todo era tan verdadero para nosotros, los que íbamos a desahogarnos al bar después de una jornada laboral insoportable. Tan monótona y miserable era nuestra vida que necesitábamos un relato que nos distrajera de la rutina; no hacía falta que fuera verdad, solo que fuese una buena historia.
Ger Villeneuve, como le conocíamos, era un chicano, un joven fornido, cabello crespo y corto, vestía pantalones casuales, camisas formales, siempre fajado, gozaba de mucho estilo. Su familia llegó después de la crisis financiera de los ochenta, les decepcionó que su presidente no defendiera el peso como lo había prometido, como si fuese un perro. A nadie se le habría ocurrido que mudarse a un país donde su raza es vista como delincuente era una mejor idea que quedarse a sufrir la devaluación de la moneda.
La familia Villanueva no tenía dinero para pagar una visa, un pasaporte, muy apenas podían solventar la vivienda y la comida. Por ello decidieron lo que muchos, cruzar de forma ilegal la frontera. Lo hicieron no sin problemas, no sin sufrir un ataque de pánico a la hora de estar encerrados en la parte trasera de algún camión con las jaulas de animales, oliendo a mierda a todas horas, no sin que su guía, al que le pagaron dólares para que no hubiera ningún inconveniente, los entregara a la policía de migración, a ellos y a muchos más, y los abandonara a su suerte en algún terreno baldío donde había sureños armados protegiendo su territorio de la escoria que representaban los latinos. Apuesto a que Ger nunca contó, en alguna de sus historias, que sus papás tuvieron que dejar a un paisano ensangrentándose para que no les tocara también a ellos una bala.
Lograron asentarse en un barrio latino, alcanzaron una vida no llena de lujos, pero sí cómoda, de tal modo que la mujer Villanueva dio a luz a su primer y único hijo, Gerardo. El pequeño varón nació norteamericano, toda la familia se consiguió papeles; cómo lo hicieron, nadie lo sabe, pero así sucede: alguien conoce a alguien que conoce a alguien y, al fin, das con esa persona que tiene la facultad de brindarte un documento de identidad. Aquella era la oportunidad de los Villanueva para crearse un nuevo rol en la sociedad, ser otras personas; sin embargo, ellos querían seguir siendo ellos mismos, no les avergonzaba ser quienes eran ni de dónde venían. Eso conllevó problemas para Gerardo, quien tuvo ciertas dificultades de identidad. Siempre se preguntaba: “¿Cómo puedo ser americano, si mis padres son latinos? Si soy americano, no puedo ser latino”. Sus operaciones lógicas no tenían falla, eran simplistas, de acuerdo, pero no fallaban, de modo que las acciones que debía tomar tenían que estar acorde a ese pensamiento: “Soy americano”.
Conozco a Gerardo de hace tiempo. Su arrogancia es conocida por muchos, su pensamiento nacionalista es tan aplaudido por los vecinos. “Ese sí es un americano”. Siempre me pareció detestable. A los demás no, porque no había necesidad. ¿Cuál era la urgencia de cuestionar sus ideas y sentimientos políticos? Que si Clinton, que si las panteras negras, que si etcétera. Solo a mí me importaba la verdad, me importaba lo que sucedía en el país, o al menos eso creía, pensaba que eran mis ideas. “Al menos yo sí tengo ideas propias”, le gritaba a la gente cuando me llamaban comunista. Como si cualquier idea que tuviésemos fuera nuestra, salida de la nada, yo repetía lo que leía de algún académico con tendencias anarquistas y ellos lo que las televisoras sostuvieran. Repetimos, moldeamos la idea con nuestras propias palabras y ya está, se convierte en algo propio.
Sus padres le dieron el nombre de Gerardo, pero en este país no se pronuncia como ellos los hubiesen querido, “Jerardo”, más bien “Yerardo”, pero eso no tiene ninguna lógica con este idioma; por tanto, los vecinos lo bautizaron como “Gerard”. “Un nombre bastante inglés”, comentaba el carnicero mientras le apuntaba con el dedo índice y una sonrisa, como señalando que era un muchacho de clase. Bueno, el muchacho se la creyó y a todos les decía que su papá era inglés y su mamá… era simplemente su mamá. Los papás de Gerard, incluso él, tenían una pinta latina que se notaba a larga distancia, pero de repente, la mayoría se creyó el cuento de que tenía ascendencia inglesa. Quizás ahí empezó todo, ahí se gestaron las grandes anécdotas que narraba; en realidad nadie lo sabe, porque de un día para otro, el muchacho inglés desapareció del radar por un tiempo. Ni pista de él, solo de sus padres, que envejecían como todo el mundo lo hacía, que sufrían de racismo como todo aquel que no era de la especie, que tenían trabajos precarios como todo aquel que vive en este país. Así era, nada cambiaba a excepción de Gerard, que volvió a aparecer en la campaña electoral de un presidente multimillonario al que le gustaba tuitear cosas obscenas sobre las mujeres.
Llevaba veinte años sin saber de Gerard. Lo olvidé. Éramos niños cuando nos conocimos, nuestros padres eran amigos; ambas familias cruzaron el país de forma ilegal, eso era una historia, un secreto e, incluso, un sentimiento compartido. Al chico Gerardo lo conocí antes de que se convirtiese en inglés y que negara la existencia de su madre en sus historias; al parecer, para él, su madre era aún más latina que su padre y, como consecuencia, tenía que sacarla de su genealogía, si no, la verdad sobre su sangre inglesa se revelaría ante todos y lo despreciarían por ser uno de tantos.
Era un tipo cualquiera, hacía lo que hacíamos todos: asistíamos a la escuela, hacíamos los deberes, jugábamos en la calle, crecíamos, todo eso que no tiene ninguna importancia. Así vivíamos nuestra vida. Pero Gerard se daba el lujo de mencionar su ascendencia. La mayoría sabía que mentía, pero no importaba, sus historias eran inmejorables: su padre, al que casi todo el barrio conocía, era ministro de Gobierno, pero “por cuestiones de oposición política tuvo que desembarcar en América, ya sabes, la guerra fría y esas cosas”. Si requeríamos precisión de parte suya, soltaba datos como: “Fue en la época de Reagan, ya sabes, la Guerra de los misiles y esas cosas”. Ni siquiera estudiaba Historia para darle verosimilitud a la anécdota, pero eso no era lo sorprendente; lo que en verdad llamaba la atención era notar cómo todos le miraban con los ojos y la boca abiertos, casi soltando baba.
Para construirse su imagen de Tío Sam, deportó a una familia que recién llegaba al país. Gritaba pestes sobre ellos: “Malditos indigentes, pedazos de mierda”. Una vez, se los cruzó en la calle y les escupió. “Aquí no hay lugar para ustedes, fuckin´, wetbacks. Fuckin´ latinos”, despotricaba como si él no tuviese algo que ver con ellos. Peor aún, los atacaba en nuestras caras, como si nosotros defendiésemos sus ideas. Veníamos del mismo barrio, pero nada de eso parecía importarle. “Tuve que hacerlo para mantener limpio este país, nuestra zona. Alguien tiene que poner un alto, poner un orden”, se justificaba. Yo le replicaba: “¿Por qué no deportas a tus papás, si también son wetbacks?” Silencio incómodo. “Vaya que no tienes sentido del humor, ¿eh?”, contestaba.
Cuando lo volví a ver parecía mejor que nunca, como si los años hubiesen pasado en una buena forma, añejado a su manera. Se hacía llamar “Ger”, un nombre escandinavo, porque resulta que de aquel lugar era su madre, quien vivió la persecución nazi, y le puso por nombre así para conmemorar su lugar de origen, “Ger Villeneuve”. Sobre el apellido nunca dio razones, pero, sin duda, mejoró sus genes y su imaginación.
Mis amigos y yo asistíamos al bar más cercano al finalizar la jornada y ahí fue donde lo vi por primera vez después de algún tiempo, en la barra del local, rodeado de dos o tres personas. Ellos reían, simpatizaban con él. Aún tenía el toque para hacer babear al público con sus anécdotas.
Día tras día lo veía, mis colegas se le acercaban. ¿Qué hacer? Era un tipo excéntrico, gritón, con un lenguaje soez que, al parecer, agradaba a los demás. Yo hacía como que no lo conocía, me repugnaba tan solo verlo aparentar algo que no era. Sé que él me veía, ambos nos advertíamos y hacíamos como que no nos conocíamos.
Solo necesitaba un trago y un escucha para comenzar con su relato. Cuando todo se ponía interesante, “ya me tengo que ir, dejé mi cartera en casa y no tengo con qué pagar más”. “Ey, calmado, yo invito la siguiente ronda”. Y así sucesivamente. Era un narrador nato, parecía guionista de serie televisiva, conocía el momento perfecto para cortar y enganchar al espectador. Era genial, hay que admitirlo.
El tipo se convirtió en el producto exitoso de América, incluso podría vender su historia a una empresa de streaming y sería como la continuación de Ana Frank, ¿qué habría dicho Ana si hubiese llegado a este hermoso país? No hay necesidad de preguntárselo, porque aquí está Ger; su familia huyó de los nazis, llegó a América, se hizo de dinero, ¿cómo, Ger?, “con una empresa de textiles. You know, stuff like that. Eran tiempos díficiles, harsh times, pero el país nos abrió los brazos y aquí estoy”.
“Mi madre era de Praga”, contaba, “tenía muchos bienes, su padre se los heredó; él fue un artesano que se construyó a sí mismo, perseveró y creó una fábrica de guantes de cuero. Alcanzó lo que muy pocos. Incluso…” —esta parte la relataba como susurrando, como si fuese un secreto del que nadie podía enterarse— “…vistió las manos y los brazos de la realeza, desde guantes para empuñar el cetro hasta guantes de ópera. Mi abuelo era un genio”.
Mira por dónde revistió la historia de su abuelo, cuando, en realidad, tuvo mejor destino el patriarca de los Villanueva. Este, que en palabras de Ger fue un sastre, luchó junto con otros para instaurar el sindicato de la petrolera más importante de su país. Esa es una de las pocas anécdotas que contaban los padres de Ger, y la narraban con orgullo y pasión, sin caer en el patrioterismo. Eran felices sabiendo que uno de sus ascendientes había luchado por mejores condiciones laborales: varias generaciones tienen una enorme deuda con los que lograron semejante hazaña.
Claro que Ger jamás iba a contar esto, él siempre argumentó que los sindicatos eran de lo peor que le podía suceder a un país. “Gente que holgazanea, que se enferma. ¿Quieren protección? ¿Quieren dinero? Gánenselo. ¿Quieren más? Trabajen más duro. Un sindicato solo funciona para que los empleados cobren su dinero sin trabajar. Yo tengo mi casa, mi auto; lo tengo porque me lo busqué, porque, ¿cómo le dicen ustedes?” le dirige la palabra a uno de sus interlocutores, sin que este supiera a qué se refería. “¡Chingando!”, se le ilumina el rostro, “porque le chingué”. “Para ser un inglés-escandinavo-etcétera, bien que conoce la palabra chingar”. “Sé de palabras, tengo un vocabulario muy amplio, no necesito visitar países para conocer su cultura”.
Alguna vez leí que ser chicano no precisaba de fronteras ni nacionalidades, sino que era un estado del espíritu. Ger lo olvidó de inmediato, ni siquiera lo consideró. Se prestaba a ser otro, alguien opuesto a su familia, se identificaba con un sueño que no era el suyo; el estado de su espíritu sus colonos, pensaba y sentía desde esos territorios, desde esas geografías imperiales a las que aludía.
“No soy judío, ni lo pienses. En realidad, a mis padres no les gustaba la idea de un señorcito con bigote dominando toda Europa, por eso se fueron. Para ellos fue fácil, fueron inversionistas en la MGM, iniciaron con el proyecto y ayudaron a edificarlo. ¡Sabías que MGM no significa Metro Godlwyn-Meyer, sino Mayer Gantze Mishpoje, «toda la familia de Mayer»? Así es, fuimos parte de la familia, por eso tengo dinero, bueno, tuve, porque el estudio, como ya sabes, está en bancarrota, ahora lo quieren comprar otras empresas”. Suspira. “Fueron otros tiempos”.
A todos les agradaba el tipo, Ger esto, Ger aquello… Un día decidí confrontarlo. Es un decir; en realidad, me acerqué en compañía de mis amigos. “¿Qué tomas?” le pregunté. “Scotch”. Incluso para eso también se hace el sofisticado, y cómo no, en la bebida se refleja la elegancia y la clase a la que perteneces. Fue un instante, rápido, fugaz, sumamente incómodo, en que nos miramos para reconocernos, aunque también para darnos cuenta de que nos conocíamos, pero no revelaríamos nuestra identidad. Por qué, no lo sé; sin embargo, así fue. Yo me puse nervioso, él también, pero lo disimuló de forma tan perfecta que continuamos con la charla. Una conversación cualquiera, llena de historias inverosímiles que, al menos para mí, carecían de sentido. Con el tiempo, para los demás asistentes del bar las crónicas del escandinavo Ger también empezaron a perder significado.
Ahora somos más grandes. No tanto, pero seguimos en la misma situación, en la misma cotidianeidad. Nadie sabe mucho de él, si tiene familia, si trabaja, dónde vive, si conoció a Joe Dimaggio, si confrontó al sujeto que le arrojó un zapato a Bush, si le dijo “maldito negro de mierda” a Obama, no lo sabemos. Con el paso del tiempo deja de importar la verdad. ¿Qué importa si mentía o no? ¿Acaso sus historias no eran geniales? ¿Acaso no eran un antídoto para sobrellevar el día? Todos sabíamos que era mentira lo que contaba, pero lo escuchábamos con tal concentración que nos olvidábamos de que todo era una ficción. Me imagino a todos llegando a casa con sus esposas: “Amor, ¿te conté la vez que Ger vio en Central Park a Audrey Hepburn? Ya era algo vieja, pero la vio. Fue, creo, en el 95”. “Pero, ¿no murió años atrás?”. “Pues, no sé, pero la vio en alguna época, al menos eso dijo Ger”. Por mi parte, abandoné todas las posturas políticas con las que alguna vez me identifiqué: tumbar el sistema, hacerlo tambalear, stuff like that. Se fueron, las solté, nos abandonamos mutuamente, nunca hicimos sinergia.
Ger era un latino siendo europeo, o viceversa. ¿En realidad interesa el dato? Hizo cosas para encajar en la tribu y lo aceptaron. Yo siempre luché para hacerme un lugar en este país, con esta gente, todo a base de honestidad. ¿De algo ha servido? Puedes sincerarte y decir quién eres, dar tus credenciales, pero al final eres uno más, a nadie le importa si eres o no eres, si hiciste tal cosa o no. Uno siempre ve lo que quiere ver, uno es las historias que se cuenta de sí mismo.
Todos creían lo que les contaba el buen Ger Villeneuve. A mí no me engañaba, me dejé engañar, que es muy distinto. ¿Quién prefiere la verdad en vez de la mentira? ¿Quién basa sus creencias en los hechos en vez de la ficción? No way, es mejor tener algo, reírse del chiste, difundir la anécdota. Todos necesitamos a un Ger en nuestra vida. Cierto, fingió ser quien no era, se cambió el nombre, olvidó su pasado, se construyó una identidad, adquirió un sentido del humor que a otros les gustaba. Hubo un tiempo en que creí que le desmantelaría su teatro. Rabiaba, pataleaba al llegar a casa nomás de recordar lo que comentaba Ger, Gerard, Gerardo, como sea que se llame. No simpatizábamos en nada, tanto en lo político como en lo sentimental éramos incompatibles. Pero un día cedí. No sé muy bien cómo sucedió, pero cedí al suave terciopelo del relato; un día, de pronto, me reía de los judíos, de los negros, de los latinos, de las feministas, de todo lo que contara el maldito europeo, a tal grado que me comencé a sentir más identificado con él que con el país de mis padres. Al fin de cuentas esto es América, la tierra de las oportunidades. Al fin tuve la oportunidad de empezar de cero.
René Peraza Gamón (Zacatecas, México, 1995)
Ha publicado en diversos espacios culturales, desde críticas literarias hasta narrativa. Se ha desempeñado como editor de textos académicos, redactor de discursos políticos, copywriter en empresas de publicidad y docente a nivel universidad de materias como redacción, comprensión lectora, estrategias de aprendizaje y comunicación oral y escrita. Terminó sus estudios en Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas, fundó una empresa dedica al marketing, FOCUS, y actualmente cursa su posgrado en la Maestría de Investigaciones Humanísticas y Educativas (UAZ).