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Narrativa
Huacos familiares

Historia de un cuerpo gestante

Reyva Franco

Número revista:

Huacos

No sabía que estaba embarazada. Así comenzaba a contar cómo me enteré de que esperaba a mi primer hijo cuando ya tenía seis meses de embarazo. En las reuniones donde había padres y madres, cuando llegaba el momento en que comienza a hablarse de partos, yo solía decir: Es que estaba de viaje y no me veía mucho al espejo. Esa frase siempre provocaba risas fáciles y dos de cada tres personas recordaban algún episodio del programa aquél en el que las mujeres se enteran de que están embarazadas cuando ya están en trabajo de parto.


Con esta premisa, sentían que les estaba dando permiso de interrogarme a ver qué tan ingenua podía ser: cuando me preguntaban si no tenía el periodo en ese tiempo, yo respondía que siempre he sido irregular. Si querían saber si no notaba los cambios, yo les decía que nunca había estado embarazada para saber cómo se sentía. Hasta yo misma llegué a preguntarme por qué no escuché a mi cuerpo, cómo todo ocurrió sin que fuera consciente. No sabía qué esperar porque no sabía que estaba esperando.


Lo cierto es que había estado escuchando lo que me decían desde afuera y lo aceptaba como verdadero. El médico me había dicho que tenía ovarios poliquísticos, que con esa condición era muy difícil que quedara embarazada, que tal vez necesitaría tratamiento. El Dr. V., que así se llama el ginecólogo, continuaba su discurso convencido: Si una mujer ovula solo una vez al mes, imagina las posibilidades casi nulas de quedar embarazada de forma natural. Esa idea sembrada por el propio especialista y dos pruebas de embarazo extrañamente negativas, me convencieron de que no era posible lo que estaba pasando en mi interior. Las voces de afuera parecían más razonables.


Sin embargo, había otra voz que se oía fuerte. En el tiempo en que no era consciente de que estaba embarazada, a veces sentía muchas ganas de llorar; otras veces una alegría innombrable, veía las cosas de otra manera, más lúdica, también sentía mucho ímpetu para emprender viajes y proyectos, me sentía acompañada, con todo lo necesario para comerme el mundo. De hecho, puedo decir que todo lo que pasó ese año salió de forma extraordinaria, me sentía imparable y las oportunidades de moverme aparecían por todas partes; me sentía con suerte, como cuando estás de racha, apuestas y ganas una y otra vez.


En julio de ese año entregué el trabajo de grado y terminé la maestría en literatura infantil. En agosto me avisaron que me había ganado la beca de la estancia de formación en Bibliotecas Públicas Españolas. En septiembre, fui con G., mi esposo, a la Fiesta del Libro en Medellín para la exposición de los 10 años de nuestro libro Perro Picado. En octubre finalmente me fui a Granada a pasar tres semanas conociendo cómo funciona la biblioteca de Andalucía y aprendiendo todo lo posible de esta experiencia para aplicarla, después, en mi trabajo en el Banco del Libro.


G. llegaría a España durante la última semana de mi estancia para viajar juntos a Barcelona. Mientras estuve en Granada, cada fin de semana viajé a un lugar diferente. Fui en autobús a Sevilla a reunirme con mis amigos de Caracas, que también estaban con becas del Ministerio de Cultura español. Ese fin de semana no pude hablar con G. Tardé en enterarme de que, mientras yo no estaba, mi suegro había sufrido un accidente cerebrovascular en la madrugada del Día de los Difuntos. Apenas tres días después, el martes, G. me avisó que su papá había muerto. Fue muy doloroso estar tan lejos, no paraba de llorar, no podía levantarme de la cama. Sentí un vuelco en mi interior, sí, lo sentí físicamente, un latido muy fuerte en todo mi pecho, una taquicardia que sonaba a dos tiempos. Ese mismo latido me hizo levantarme al día siguiente y continuar con la vida. Sentía algo que me sostenía aún con todo lo que estaba ocurriendo en Caracas, a pesar de la distancia, a pesar de no poder regresar y estar con mi familia. Me quedé viviendo esa vida paralela, queriendo que al regresar nada de lo que había pasado fuera cierto.


El 6 de diciembre se celebró en la Iglesia de Altagracia la misa para recordar a mi suegro al primer mes de su partida. Llegué unos minutos tarde y cuando terminó la misa, desde la fila de adelante me saludó el tío H., el hermano mayor de mi suegro, muy emocionado. Quería felicitarme por mi embarazo. Yo solo alcancé a decirle, un poco avergonzada, que yo no estaba embarazada, que me había crecido la panza de tanto tomar cerveza en España. Él no quedó muy convencido. Nos fuimos todos a la casa caminando desde la iglesia, hicimos un brindis por el señor J. Con eso tuve, de alguna manera, mi ritual de despedida.


Pero mi familia no podía dejar de hablar de mi supuesto embarazo. Yo decía con pesar que algunas personas no aceptaban que estaban equivocados. El tío, que estaba conversando con mi papá, se dio la vuelta y me dijo que él había visto tantas embarazadas que sabía que estaba en lo cierto. Allí me di cuenta de que yo no estaba tan segura y, al día siguiente, fui a hacerme una nueva prueba de embarazo, la tercera de la temporada. Salió positiva. No lo podía creer. Lo celebramos en los árabes, donde me encontré con G. después de recoger los resultados de la prueba. Llamé a mi ginecólogo y me dijo que fuera al día siguiente a su consultorio para ver en qué momento del embarazo me encontraba. Me hizo una primera ecografía y me dijo que no estaba embarazada, que estaba superrequeterecontraembarazada, que ya no estaba en los primeros tres meses como creía; así que, cuando nos recuperamos del asombro y volvió a mostrarnos la pantalla, me dijo: estos son los brazos, estas son las piernas, ya es todo un bebé hecho y derecho. Al final me preguntó si quería saber el sexo del bebé, como le dije que sí me dijo que era varón, y yo lloraba y me reía al mismo tiempo en shock mientras escuchaba el resumen de seis meses de embarazo, pensando en toda la cerveza que habíamos tomado el bebé y yo en España. Sin saberlo, había sido mi compañero de tragos cuando pensaba que estaba sola durante más de una tarde en los 100 Montaditos.


Entonces recordé de golpe todos los momentos en los que me sentí animada desde adentro: cuando fui en bicicleta pedaleando durante dos horas bajo la lluvia desde Córdoba hasta Medina Azahara; cuando me caí de la bicicleta a la vuelta y con las rodillas sangrantes seguí pedaleando hasta la ciudad; cuando me lancé en canopy en Guatapé; cuando subí en teleférico al parque Arví de Medellín sin mi vértigo habitual; cuando animé a mis amigos a navegar en un bote en la exposición mundial de Sevilla; cuando compré juguetes de Plaza Sésamo en el aeropuerto de Maiquetía al regreso a Caracas.


Había señales muy claras de que ya no era la misma.


Desde que lo supe sentí que me comenzó a crecer la panza y quienes me vieron en esos días no podían creer que una semana antes no sabía ni me veía tan embarazada o, más bien, se sorprendían de que yo no me hubiera dado cuenta.


Tuve consciencia de este embarazo solo durante tres escasos meses. Los seis anteriores, sabía que algo distinto pasaba conmigo y en estos viajes, aun cuando estaba sola, sin saberlo, tenía la sensación de estar acompañada. Fue un largo viaje con mi polizón en la panza. Cuando me enteré, solo faltaban los meses que llaman “de la dulce espera”, en los que crece, desarrolla sus pulmones, deja de ser feto y se convierte en el bebé que nacerá poco después. Parece que allí termina lo más difícil, pero no es así.

*Texto resultado del “Taller de escrituras familiares” de Gabriela Wiener, llevado a cabo en el Centro Cultural Benjamín Carrión, en Quito, en marzo de 2022.




Reyva Franco (Caracas, Venezuela, 1978)

Artista y escritora venezolana residenciada en Quito. Autora de libros-álbum entre los que se encuentran Perro Picado (Camelia Ediciones, Caracas) e Imaginario (Pequeño Editor, Argentina). Ha dirigido talleres en torno a la literatura infantil en Venezuela, Colombia y Ecuador. Es fundadora y directora editorial de Perro Picado Studio, casa editorial para la creación de libros de artista de edición limitada para niños.

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