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Cuento

Hombrecitos

Jenniffer Zambrano

Número revista:

2

Los hombrecitos son tantos que me los encuentro en cualquier parte de la casa y, como son diminutos, en varias ocasiones los he pisado sin darme cuenta, y he hecho llorar a más de un hombrecito. Sus lugares preferidos son los rincones más pequeños y oscuros en los que antes solo existía polvo. No les gusta dejar espacio sin conquistar, ni desaprovechan las oportunidades de apoderarse de todo lo que encuentran; por lo que, al abrir los ojos en las mañanas, lo primero que veo es a ellos saltando sobre las sábanas y jugueteando con los mechones de mi cabello. Pero, por más pequeños que sean, a veces son más fuertes que yo. Como en los días en que mis pasos se vuelven lentos porque ellos se aferran con todas sus fuerzas a mis zapatos y los voy arrastrando por los pasillos y luego por las calles.


Son egoístas estos hombrecitos, a pesar de que les doy todo para que sean felices y vivan en mi casa, a costa de mi carne, sin que deban enfrentar el miedo que les causa el exterior. Porque sí, mis hombrecitos le temen al mundo. A otros hombrecitos que habitan en el exterior. Por eso yo los cuido, los dejo libres dentro de la casa, les permito arrancar el tapiz de las paredes, rayar el piso y botar la comida del refrigerador. Una vez incluso me tocó defenderlos del gato del vecino que entró por la ventana y los persiguió por horas. Así están las cosas por aquí.


Lo bueno es que me acompañan en los momentos de tristeza. Si una noche empiezo a llorar, aparecen todos y se sientan sobre mis piernas, en mis hombros, encima de la cabeza, en las palmas de las manos, sobre mis pechos, sobre mi vientre. Me habitan la piel estos hombrecitos, de manera que yo misma me siento una de ellos.


Lo que no me gusta de ellos es que odian las visitas. No dejan entrar a extraños a la casa, mucho menos a otros hombrecitos. Antes de que ellos llegaran, este lugar pasaba lleno de gente. Solía invitar amigos, hacía fiestas, subía al máximo el volumen de los parlantes a cualquier hora del día. Pero la última vez que traje a alguien a casa, los hombrecitos, enfurruñados, se armaron con todo tipo de utensilios de cocina para lograr su cometido de echar al invitado. Cuando lo consiguieron, los vi saltar y chocar sus manos a manera de festejo por su victoria. Yo lloré y esa fue la primera vez que ellos vinieron a consolarme. Ahora ya no me molesta que los hombrecitos me pidan que duerma temprano y en silencio porque los ruidos los ponen de mal humor.


Dejando eso de lado, vivir con ellos tiene más puntos positivos. Esta noche, por ejemplo, los hombrecitos van a cocinar una cena para ellos y para mí. Mientras estoy preparándome en mi habitación, imagino que se necesitan seis de ellos para tomar el sartén por el mango, cinco para coger la cuchareta y remover la comida y a muchos para ubicarse uno encima de otro hasta formar una hilera de hombrecitos que alcancen la vajilla de la alacena.


Escucho un golpe en la puerta y sé que es la señal de que ya todo está listo. Los hombrecitos me esperan al lado de la mesa. Esta vez se han juntado todos para formar un hombre que me invita a sentar y que me habla en una lengua inentendible durante el tiempo que demoramos en comer. Luego, el hombre pone música y extiende su mano. Bailamos largo rato y la mano del hombre comienza a descender por mi espalda y se estaciona justo al final del escote. Me dejo guiar por él hasta la habitación y, cuando estoy por desnudarme, escucho el ronroneo de un gato, el del vecino, que ha ingresado de nuevo por la ventana abierta. El hombre tiembla. Bajo su traje se ve agitación, grumos que sobresalen deformando su cuerpo. El gato salta encima de él y, al mismo tiempo, el hombre deja de existir. Los hombrecitos vuelven, se dispersan y corren por la habitación, rebotando como pelotitas de goma contra la pared.


Yo estoy cansada de la escena y esquivo al gato y a los hombrecitos hasta salir de la habitación, hasta salir de casa, esperando que al regresar todo esté en calma. Sin gato, sin hombrecitos mezquinos a los que tanto quiero. Ay, mis hombrecitos tan solos, tan tristes, ojalá no sobrevivan a esta noche.

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