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Cuento

JACK

Abdón Ubidia

Número revista:

4

Mamá oyó los gemidos. Venían del lado del jardín. Fue a ver qué ocurría.

─¡Jack! ─dijo.


Corrimos hacia la verja que daba a la calle. Estaba irreconocible. Arrastraba una soga rota atada al cuello. Flaco, sucio y cojeaba de una pata.


Le abrimos la puerta de barras de hierro forjado. Hizo un amago de saludarnos, de uno en uno, y se arrastró hasta la caseta de madera que nadie había movido desde que se lo llevaran.


Había vuelto desde un lugar lejano.


Ni siquiera era nuestro. Los vecinos, cuando se marcharon, nos lo encargaron.


─ Ya volveremos por él. No les va a molestar. Aunque es muy raro. Se hace amigo de todo el mundo y tiene la mala costumbre de saltar las verjas y escapar hacia la calle. Pero siempre vuelve. En un par de meses regresaremos por él.


Pero no regresaron y no supimos nada de ellos como en dos años.


Algún pastor alemán le había dado el tamaño y la nariz. El resto venía de cualquier lado. No muy lanudo y las orejas caídas. Y la costumbre incontrolable muy suya de salvar la verja del jardín y volver horas después para devorar la colada que mamá le preparaba con los huesos de res o puerco que quedaban del almuerzo.


Se volvió mi custodio fiel. Por las mañanas, me acompañaba hasta la entrada del colegio.


Y, en las tardes, cuando iba a verme con mis primos en la casa de la abuela.


Y a veces, si yo estaba con el lobo dentro, es decir, si quería estar solo para escribir mis desesperados poemas de amor, dedicados entonces a Pity, una jovencita vecina, me seguía en silencio hasta la quebrada cercana.


Entonces ya estaba seguro de mi destino de poeta. Había nacido con el alma lacerada, escribí en mi mente. Y todos los dolores del mundo me vapuleaban por dentro.


La primera vez que lo llevé, mientras me adentraba en los senderos entre las profusas chilcas verdes y sigses de penachos plateados y pájaros raros, libélulas, güilli-güillis, y las preñadillas que aún nadaban en los riachuelos que bajaban de la montaña, lo vi correr y volver con una raposa y dejármela, como regalo, a mis pies.


Estaba preñada.


La ira estalló en mi corazón. Le grité criminal, asesino, hijo de puta, le insulté entre espumarajos de rabia y alcancé a propinarle una buena patada antes de que huyera.


Pensé que no lo volvería a ver más. Pero no. Al filo de la quebrada me estaba esperando y volvimos a casa juntos.


No le hablé en tres o cuatro días.


Cuando me animé a tirarle un hueso, Jack volvió a ser mi fiel compañero de siempre.


En una de esas tardes, cuando llegamos al fondo de la quebrada, lo oí gruñir mientras miraba a una guagsa que descansaba en una de las piedras del riachuelo. Tornasolada, más grande que una lagartija, como una iguana enana, era una pieza que Jack podría cazar fácilmente. Pero me miró y se quedó quieto. Había pasado la prueba.


O sea que era cierto. Los perros, más allá de las cien palabras que distinguen, son capaces de comprender también sentimientos muy complejos. Lo decía el señor Delfín, mi profesor en la primaria. Creía que solo había una sicología, la animal, y que los humanos apenas participábamos de ella como una especie más. Por propagar esas ideas terminaron sacándolo de la escuela. No sabían que, por ese tiempo, el futuro Nobel, Konrad Lorentz, ya decía lo mismo.


Entonces empecé a contarle a Jack mis angustias de amor. Pity tenía mi edad, trece años. Era rubia, los ojos amarillos, las piernas algo gruesas, pasaba frente a mi casa, los brazos cruzados, los libros sobre el pecho, el uniforme impecable, una leve sonrisa en la cara radiante, pero con esa inconfundible dignidad de colegiala seria que la volvía inaccesible. Estaba de moda Tammy, la canción de Debbie Reynolds que cantaba en castellano creo que Susana del Río. Sentado al filo de la quebrada yo gritaba la canción, medio astillada con los gallos que me salían, porque estaba cambiando de voz entre los otros cambios corporales y espirituales que me trastornaban la vida:


Murmura la brisa/ templada del río/ Taammy, Taammy/ Tammy mi amor…


Pity era Tammy para mí. Entonces Jack, a mi lado, se ponía a ulular un aullido agudo.


─Somos un perfecto dúo de lobos ─le dije y él pareció asentir con un giro de cola.


El principal impedimento para que lograra acercarme a Pity era su hermano, un muchachón largo y hosco. Me las tenía juradas, como decíamos en esa época.


Le conté a Jack. El señor Delfín decía que los perros tienen un olfato que es diez mil veces superior al del ser humano y que son capaces de oler, sin equivocarse, nuestras emociones más recónditas. Que su lenguaje no está hecho de palabras sino de olores. Y de emociones.


Quién sabe qué olores percibió, mientras le contaba mis tristezas.


Quizá fue por eso que, en una mañana de invierno, cuando la ciudad parecía como arrebujada en su niebla, ningún nevado ni monte de la cordillera a la vista, y yo me congelaba en una esquina, esperando a que mi amor saliera para poder verla de camino al bus y, si había suerte, arriesgarme a musitar un saludo que apenas si sería correspondido con una sonrisa no más coqueta que la que prodigaba a los otros chicos que la buscaban, asomó de la nada, de la niebla, del aire, su maldito hermano para amenazarme; entonces Jack se lanzó contra él y lo mordió. Pero, antes de que profiriera mi grito para que lo soltara, dejé pasar unos segundos muy demorados. De algún modo, yo también lo mordía con todo el odio de mi corazón.


Entonces, como en una película mexicana, se configuró, nítida y apabullante, la escena final de la historia de mi amor imposible.


En media calle, Pity ayudaba a su hermano herido mientras yo leía en el fuego amarillo de sus ojos, ese verso que tanto me atemorizaba: Nunca jamás, nunca jamás.


El cielo blanco, el barrio blanco y solo dos zarpazos amarillos desgarrando mi rojo corazón, escribí en mi mente.


Mohínos, nos alejamos de ellos en silencio.


Apretándose una pierna, el hermano se daba modos para anunciar su venganza.


Esto ocurría meses después de que Jack volviera de su largo secuestro, yo lo calificaba así. Era toda una historia para escribirla algún día.


Dije que los vecinos que nos habían encargado a Jack, volvieron para llevárselo. Lo habían regalado a un pariente que necesitaba un perro grande para su casa de hacienda, al pie de la mole azul y blanca del Cayambe. Y, sin más ni más, se lo llevaron.


El vacío de su ausencia solo fue redimido cuando Jack, luego de meses, escapó de su encierro y volvió a casa, todo estropeado y enfermo, luego de trotar casi cien kilómetros.


Hoy, medio siglo después, lo recuerdo. A decir verdad, nunca lo he olvidado. Es como para preguntarse, qué sentido tiene humanizar la historia de un perro de los tantos que tuvimos entonces.


Lo digo bien: humanizarlo como hicimos con otras mascotas que nos dejaron la huella de su cariño elemental y puro. Con cada uno de ellos, un quejido resuena en mi corazón. Un terrier llamado Bijou; Asdrúbal, el salchicha, quizá el más inteligente de todos; Kalinka, la poodle de rizos negros, Pinocho, el pequinés blanco. Y una fila de gatos que heredaban el nombre de Retazo (Retazo I, II, III, etc.). Y no importaba si fuesen romanos o angoras. Porque ya su nombre estaba sellado por una película argentina que la abuela había visto en su juventud.


Peña, el escritor, había dicho que la vida se medía en gatos. Yo generalizaría el concepto y diría que se mide en mascotas. Sin que importe la especie. Así, cuando, en las largas reuniones familiares de los domingos, antes de que muriera mamá y dejáramos de vernos, cuando algún hermano hablaba de la pata Daysi (bautizada así por los dibujos animados de Disney), estábamos recordando bien una era histórica de nuestra infancia, una suerte de capa geológica de nuestras vidas.


A la de Jack, correspondía el recuerdo del barrio Las Casas, la villa con el porche embaldosado, el jardín con el naranjo, el limonero, el capulí y el rosal de la verja; el patio trasero y el nogal, el higo, la quinua a la que llegaban los jilgueros verdes por las tardes; el callejón de los geranios rojos en donde aprendí a manejar la bici. Y mamá y papá vivos y sanos. Y, a unas cuadras, la casa de la abuela y la tía abuela y la tía soltera y el tío, perfecto lugar de encuentro para los primos de mi edad.


Muy amorosos todos, pero inservibles para entender mis cuitas. En mi familia, el sexo no existía, ni las tragedias existían porque nadie se había muerto aún, con excepción del abuelo, hacía mil años. Y, por cierto, los adolescentes no se enamoraban.


Con mis hermanos mayores ni los primos tampoco podía contar, no fuera a cumplirse la pesadilla que me atormentó durante semanas: que uno de ellos, el más guapo besara a Pity mientras estrujaba con violencia sus jóvenes senos.


Así, mi único confidente era Jack.


Le recitaba mis versos cada vez más tristes. Y, con su aullido, me ayudaba a cantar:


Taammy, Taammy


Tammy mi amor.


Los dos sabíamos que la tragedia anunciada no había terminado aún.


Terminó cuando Jack, envenenado, agonizaba en el jardín.


La historia de Tammy agonizaba con él.


El niño que ha visto la muerte espejear en los ojos de un animal querido, ya no necesita saber nada más sobre la muerte.


Su reflejo maldito se repetirá, a lo largo de los años, mientras los mayores de tu tribu se van hundiendo en las sombras.


Cuando empecé este relato, creí que iba a contar la historia de un perro, una niña elusiva y quizá de una familia querida. No fue así. Pronto me di cuenta de que todo amor es profundo. Al final, me di cuenta de que solo había hablado del amor.

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