Cuento
La búsqueda es un encuentro
José David Gómez
Número revista:
7
Era una mujer dulce, de aquellas que son capaces de detenerse en medio de la calle para ver cómo una flor le ha abierto una herida al pavimento a punta de pura tenacidad. Era una mujer tranquila, de las que se esconden de la lluvia solamente después de haberla sentido en las manos, de aquellas que toman el sol recostadas en el césped de cualquier parque con una sonrisa clara y los brazos abiertos. Era una mujer simple, amaba con firmeza a su novio y lo llenaba de largos besos tibios y pequeñas palabras de amor.
Creía, con la inocencia de la hebra, que alguien había tejido con dedicación y rima el universo. Era una mujer de a diario, de las que bajan de los buses antes de llegar a la parada para andar y compran el periódico de vez en cuando para sentir que se vive mucho peor allá afuera que aquí adentro.
Aquel día se despertó con una picazón en las manos, era una sensación dulce como de náusea en la punta de sus dedos, como si las manos fueran a escupir o vomitar las texturas que contenían quién sabe desde cuándo. Se despertó en la madrugada con una pregunta como traída de un sueño: ¿dónde está el alma? Acarició cada palabra en sus labios, las saboreó con calma y supo que no podía volver a dormir sin responderla. Lo tomó como un pequeño reto que le planteaba su mente, como un juego de búsqueda que le alegraría la jornada.
Se levantó e inició su travesía con la paciencia que solo tienen los árboles: revisó minuciosamente cada rincón de la habitación, cada aguja del reloj, buscó entre las páginas de los libros, buscó en los versos más bellos, en el fondo del basurero, buscó en las manchas de las cobijas, debajo y encima del colchón, miró al techo con una lupa (y sin ella) por un largo rato, miró en medio de las ventanas y de reojo por si la venía siguiendo por atrás. Nada.
La habitación estaba limpia, vacía, hueca. Prosiguió en el baño, registró cada detalle, nada se salvó, desde la pasta dental hasta el agua caliente (pues sabía que en la fría no podía estar); con tristeza se lavó las manos, se vistió y salió de su casa sin comer ni revisar la cocina, pues si hubiera estado ahí ya se la hubiera desayunado o cenado sin saberlo.
Mientras caminaba revisó debajo de las piedras (donde solo encontró el mar), en las raíces de las casas, en las plumas de los pájaros, en el rostro de las monedas y en el aroma de tres mujeres. Pero nada.
Llegó a la oficina y con calma buscó en las tazas de café, en el teclado, en la tinta de todos sus esferos y en los dos agujeros del papel. Esperó y buscó de nuevo en el hastío de la tarde, en los pliegues de su pantalón, en sus recuerdos de la niñez y en sus sueños de la semana anterior. Nada, otra vez. Salió opaca de la oficina, caminando cabizbaja por la calle hasta que un relámpago iluminó su mirada. ¡Lo tenía! ¡Ya sabía dónde estaba!
Empezó a correr, llegó a las 5:17 a la casa de su novio, que la recibió con alegría. Se tomaron de la mano y ella lo llevó directamente a su cuarto sin hablar. Lo acarició con vehemencia contenida, lo desnudó con una dulzura inmensa mientras imaginaba una flor destrozando el pavimento, descubrió aromas en su cuerpo (muchos de los que él jamás supo), le dibujó otra piel con besos y aliento, lo hizo quebrarse una y otra vez sobre sí mismo como el océano; olvidó por un momento quién era antes de esa tarde, antes de esas manos, antes de esos ojos que lo miraban con un brillo extraño, hermoso y lejano.
Cuando todo terminó él se sumió en un sueño profundo donde no había imágenes, lo cubría una náusea dulce por toda la piel, como si no fuera suya, como si la hubieran reinventado. Ella lo miraba con enorme calma, pero miraba más allá de la piel, más allá de los ojos cerrados y el aliento pausado. Lo que buscaba era el alma.
Recogió tres cobijas y dos almohadas y lo cargó al jardín, donde una hermosa luna vigilaba la noche. Lo recostó sobre la cobija que reposaba sobre el césped húmedo y lo besó en la frente por última vez. Con la paciencia de una florista o una poeta, le fue deshojando pétalo a pétalo la piel, avanzando lentamente en su labor, retirando todo lo que cubría como un adorno inútil el alma.
Debía estar en algún lado entre la sombra interna de los huesos y la piel deshojada. La noche se llenó de un aroma a rosas quemadas y conforme avanzaba se sentía más intrigada de cómo se vería el alma. Las estrellas miraban atentas y la luna brillaba. Se sorprendió con la blancura de los huesos, sobre todo porque no había rastro alguno del alma. Los limpió y miró dentro de cada uno. Tanteó lo que quedaba de la blancura y se asustó cuando llegó al último sin encontrar nada.
Desesperada se levantó y, mientras recorría el jardín, la verdad la golpeó: la había encontrado, pero no como pensaba, no en él, sino en ella. El alma estaba en ella, en la náusea de sus dedos, en la búsqueda de sus ojos; era la búsqueda, era el anhelo. Un anhelo de salvación de lo carente de alma, el anhelar un alma de lo sin alma, el fantasma que crean los vivos para crear un tiempo por fuera del tiempo, una vida que no es vida, una muerte que no es muerte.
Se sintió más sola que nunca. Sintió que no había telar, que no había hebras ni tejedor, solamente estrellas muriendo, solamente preguntas como incendios, solo la belleza inútil de las flores, la resistencia de lo vivo, la necedad del amor quebrando el universo como una flor inútil quiebra el pavimento. Se acercó a él y empezó el camino de regreso: le juntó la blancura ocultando las sombras, pintó cada hueso de rojo y los cubrió con todo lo que encontró en el orden en que lo encontró, pétalo por pétalo lo vistió de piel. Juntó un poco de tierra, le dio la forma de una esfera y colocó en el centro una semilla. La sembró junto al corazón de él, donde más le dolía en las noches de frío y al mirar las estrellas.
Antes de despertarlo, lloró.
Lo despertó besándolo por primera vez en la frente y con el dedo (que se encontraba ya tranquilo) le señaló el cielo nocturno sangrando luz por cada pequeña herida. Él sonrió, la abrazó con firmeza y mientras miraba esos pequeños incendios a lo largo de todo el firmamento, sintió algo crecer en la oscuridad de su pecho: sintió el rumor de una semilla agitándose, algo como la luz de los postes en las calles titilando en medio de la niebla, como una torpe promesa de que no habría más tristeza; era la vida preparándose para la lucha siempre perdida, era su alma hecha a mano.
Era la flor que algún día le abriría el pecho -que le atravesaría el pavimento-; era su pequeño puente al otro lado del tiempo.