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Cuento

La cara pública de Santiago

Gilda Holst

Número revista:

5

A Liliana Miraglia


No sé cómo he venido a parar en este grupo. Esta mañana encontré en mi billetera un papel cuadriculado de color amarillo con una dirección, que es donde ahora me encuentro. Traté de recordar quien me la había dado, pero no he podido. Anoche estuve con Santiago hasta las once y media, pero no se quedó conmigo porque le dolía la cabeza. Lo llamé todo el día sin poder localizarlo. Seguramente él fue el que dejó allí el papel para embromarme. Los rostros son de distintas edades. Los he escudriñado uno por uno a ver si reconozco a alguien, pero nada. Nadie me ha reconocido tampoco; parece que no les importa tener a una desconocida en su grupo. Tampoco sé con certeza si entre ellos se conocen. Cuando llegué a la puerta me dijeron “adelante, pasa” y pienso que es lo más lógico que he escuchado en toda la noche. Yo entré tranquila, pensando tropezar enseguida con la cara de Santiago. Tal vez llegue en cualquier momento. Con el aturdimiento del principio pensé que podría tratarse de cierta clase de secta religiosa. Luego percibí que hablaban entre ellos en grupos de dos y tres, con entusiasmo, muy expresivos en sus gestos y atendiendo la palabra del otro. Me concentré en saber en qué clase de reunión me hallaba. Poco a poco me fui dando cuenta de que cada uno hablaba algo distinto, pero, como dije antes, respetando las reglas de la conversación. Una mujer, al lado mío, decía:


—La vida de adulto me limita, y de niña no gocé libertad porque no estaba consciente de ella. ¿No sé qué opinión te merezca lo que siento?

El hombre al que se dirigía la pregunta contestó:


—Verás, la dureza de los glúteos debe plantearse como un cascanueces.


Más allá, en otro grupo, rezagos de lo que escuchaba desde mi puesto:

—Pensé que iba a sobrar comida, te juro, y de repente pasó el batallón de adolescentes y ni migajas quedaron.


—Mañana mismo me voy de aquí.


—Tiene razón. La pregunta clave de este momento, aunque creo que todo el mundo conoce la respuesta, es si existen los genéricos, se los adquirió alguna vez, estuvieron aquí en el país.


—Todo el tiempo pensando que La Vida (sí oyes el tono, ¿verdad?) está en otra parte. Craso error, querida.


Y en otro:


—Hay hombres que eyaculan, pero jamás se orgasman. ¿Cómo chucha se debe decir? La palabra correcta: verbo reflexivo, parece que estuviera diciendo se masturba; ahora, si digo orgasman, es como si dijera que orgasman a la otra persona. Sí, creo que al orgasmo no se lo debe utilizar como verbo. Bueno, pero usted entiende lo que quise decir, ¿no?


—Quiero decir que no solo sé la ubicación, sino que espero con ansias cuando les toca el turno de florecer. Casi todos lo hacen desde noviembre a enero, pero deja de ser emocionante.


En otro:


—El negocio está en poner un puesto de comida, ya, y tener palanca, claro.


—Con esa ingenuidad masculina apabullante de creer que mirando ardorosamente nos voltean. El síndrome de mantener la viga de guerrero es difícil de sobrellevar. Pobres. Bellísimo en verdad, pero qué pereza conocerlo.


—Hubieras visto el carro. Pasó como un bólido, o sea, que se le fue llevando el brazo. El hombre quedó tirado en la calle, todo ensangrentado y encima gritando: “¡habla serio, hermano!”


El grupo, aunque cada quien tirando hacia su molino, no dejaba de observarme. Entendí que era porque no hablaba; en algún lugar leí y en ese momento me acordé de que un retraimiento o hacer algo distinto crea cierta hostilidad, y la estaba sintiendo. Era como si dijeran: “te hemos aceptado, por tanto, aporta algo”; la cuestión era que no se me ocurría nada. El relativo interés que había tenido un rato antes empezó a transformarse en incomodidad. ¿Qué podía decir? La gente seguía hablando, pero me miraba de reojo. Las manos se me pusieron frías. Decidí hablarle a la mujer que estaba sentada en el suelo. Le toqué el hombro y pregunté:


—¿Has visto a Santiago?


—Si tú crees que pintar un cuadro es fácil, estás muy equivocada.


—A Santiago —repetí— ¿lo has visto? No es muy alto, ojos cafés, entre audaces y tímidos, entre agresivos y dulces. Extrovertido, se haría tu amigo enseguida. Siempre parece que está en espera de alguna sorpresa. Baila muy bien, el desgraciado; es fluido al caminar y le encanta cantar triste.


—Necesitas veinte metros de línea y cinco de interruptores; en su defecto, cinco encendedores y una buena provisión de señales de humo.


—Tiene caras increíbles —proseguí—. Por supuesto que la que más me gusta es la que pone para mí. Irrepetibles caras. Su cara para grupos de cuatro es diferente a la de grupos de diez, de dos, de veinte, de uno.


Con mi participación el grupo se calmó, pero fui yo la que comenzó a sentir un gran desasosiego. Todo esto era una broma; no podía ser de otra manera. Caí en cuenta de que ayer, al llegar un poco más temprano de lo normal, yo fui para Santiago su sorpresa del día. Conversaba con una compañera de trabajo, seguramente planificando todo esto. Recordé que me llamó la atención descubrir en él una cara repetida. Una cara que anteriormente solo la había visto frente a mí. La mujer seguía:


—No sé con exactitud cómo funciona la máquina, pero sí puedo determinar el lugar preciso de sus fallas. Como no sé su funcionamiento, tampoco sé cómo corregirlas.


—Santiago le pondría a usted su cara de horror.


Casi salté al otro extremo de la habitación.


—Sí conocen a Santiago, ¿verdad? Es una persona que ríe con frecuencia. Macuco, barriga tendenciosa a la biela. Deben haberlo visto. Nalgón, pelo oscuro, trigueño, lengua lampiña. Algunas veces el lacio se le riza. Jactancioso, bocón, pero solo a ratos, por lo menos eso es lo que él cree.


—Una balacera es poco para lo que merecen. Un bombazo. Su detonación dependería de una llamada telefónica. Sería lo justo, ¿no? Seguro que explotaría. Tanta cruzadera de líneas, ruidos de cables pelados, falta de ellos. Ietel realmente merece que se le crucen veinte mil compañías privadas.


Fui de grupo en grupo preguntando por Santiago. Sus hombros no son muy anchos, mordaz, hasta grosero, prefiere el arrullo de besos, inventivo, perezoso, tierno, abrupto, ágil.


Cada vez iba adquiriendo la certeza de que lo estaban ocultando y más, que él se escondía detrás de todos ellos. Grité:


—¡Santiago, sé que estás aquí, Santiago!


Comprendí que estaba viendo la cara pública de Santiago, y su cara marginal, simplemente por ausencia o por contraste, angustiosa. Por fin se traslucía algo. Corrí hacia afuera, detuve un taxi, pero al pedirme la dirección no la recordé. Abrí mi billetera y lo único que encontré fue el papel cuadriculado color amarillo. Leí dos palabras: “Santiago” y, más abajo, “Guayaquil”. Sé ahora que estoy mal ubicada, pero es la única dirección que tengo, aunque las caras que más me gustan se repitan y aunque nunca sepa cómo he venido a sentarme en este grupo.

*Tomado de Gilda Holst, obra completa (Cadáver exquisito, 2021). Primera edición en Más sin nombre que nunca, publicado en 1989.

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