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Cuento

La cloaca

Ana Lucía Granizo

Número revista:

7

“La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.”

Clarice Lispector



Me gustaba viajar en la noche, el aire gélido del Chasqui entrando por la diminuta rendija de la única ventana que papá me dejaba abrir. Achachay, decía, hoy cae helada. Yo pegaba mi mejilla al vidrio tratando de contar los árboles de pino que —según papá— arruinaron el clima de Latacunga. Después del páramo todo se convertía en una pintura borrosa. En la entrada de Salcedo girábamos a la izquierda y, en pocos metros, desaparecía el pavimento y nubes de polvo se levantaban a nuestro paso, nos daban la bienvenida. Por la pequeña rendija entraba el olor a tierra, mierda de vaca y eucalipto. Con los ojos entrecerrados, yo maldecía la neblina que cubría a las estrellas. En ese lugar, la mayoría de noches no conocían la luz.


No importaba cuánto nos esforzáramos, nunca pudimos sorprender a mi abuela con nuestra llegada porque, a pocos metros de la entrada de la casa, el canto de los perros nos envolvía. Por el camino de chamba, el carro avanzaba con lentitud y dos, cuatro, seis pares de patas se pegaban al vidrio helado; eran caricias en mi mejilla.


Antes de que papá apagara el auto, yo divisaba a mi abuela Inés con una gran linterna en su mano. Para los ladrones, mijita —me dijo una vez—, todo tipo de vagabundo anda por aquí. Pero yo nunca vi uno, solo huirachuros, gorriones, tórtolas, canarios y las gallinas de la vecina que venían a nuestro terreno a comerse los cutzos de las nuestras. Cuando las veía venir percibía un aire de pelea que me contagiaba; lentamente me acercaba, les gritaba chi-chi-chi y ellas salían corriendo despavoridas. A veces sentía que yo era una gallina, no como las de mi abuela, dueñas de todo el terreno, sino como las de la vecina: escuálidas, intrusas y miedosas. Cuando me sentía así, corría al baño, me veía en el único espejo que había en la casa y me decía chi-chi-chi, durante horas. Luego, para apaciguar mi temblor, salía a buscar a las gallinas de mi abuela. En mi mano llevaba el puñado de morochillo que ella me había pedido que les entregase horas antes. Me acercaba rogando que el hambre les hiciera ignorarme lo suficiente como para sentarme a su lado e imitarlas, pero apenas me veían se alejaban.


Una noche, esperé a que todos se durmieran y me acerqué gateando a la puerta de la casa, mis manos tanteando la baldosa helada y las paredes de ladrillo. Una vez ahí, me levanté del suelo y retiré la aldaba con la intención de dirigirme al árbol de aguacate donde ellas dormían. Me aproximé sigilosamente con la linterna de mi abuela, deseando que su luz no interrumpiera el sueño del resto. En el campo, la oscuridad y el silencio se entretejen en un manto agridulce. Si el balance se fragmenta, nuestra primera reacción es yacer donde sea, temblorosos.


Al pie del árbol noté que cada gallina estaba encogida en una rama diferente: sus ojos abiertos, esperando. En el centro, lo que parecía un balón de fútbol era una gallina grandota. La luz de la linterna apenas quebraba la oscuridad impenetrable, solo eran visibles unos cuantos picos, patas, plumas, crestas como la cordillera y ojos inmóviles. Mis pies en punta estaban pegadísimos al tronco, mis manos se sostenían de las ramas inferiores y mi cuello alargado intentaba cubrir toda distancia posible para divisar a la gallina del centro. Mi respiración agitada era una fricción de metal destruyendo el aire solemne que, sin darme cuenta, se había generado. Con el cuerpo pegado al tronco, me ubiqué debajo de la rama gruesa de la gallina gorda. Unos centímetros nos separaban y yo me sentía más parte del grupo que nunca. Le voy a poner nombre, me dije, le voy a poner mi nombre.


Por unos segundos me sentí poderosa, me sentí en control. Era un rito de iniciación, una orden, un llamado a ser parte de ellas.


Sentí que algo caía sobre mi frente, algo espeso. Pensé que era mierda de gallina. Me pasé la mano por el rostro y, bajo la luz que empezaba a parpadear, el color rojo temblaba entre mis dedos, parecido a los ojos de algunas gallinas, la cresta de otras y la sangre de todas. Retrocedí un par de pasos y noté que lo que en un principio me pareció una gallina enorme, en realidad, eran dos. Una estaba encima de la otra, comiéndosela.


Mis pies estaban clavados en el sitio y sentí los ojos de todas las gallinas clavados en mí. El ambiente ritualístico se hizo más fuerte, como si mi presencia fuera la cumbre de la ceremonia. No entendí lo que sucedía, hasta que la gallina del centro clavó sus ojos sangre en los míos. De mi unión con ellas no quedaba más que un recuerdo sordo, ahogado por el vacío que solamente puede generar el miedo. Más que nunca, yo me sentía como la gallina de la vecina, muerta bajo sus patas.


En mí, la quietud incontrolable era producto del miedo, en ellas, era fruto de la anticipación característica de una larga espera llegando a su fin. Sus miradas inquebrantables no revelaban nada, como si el siguiente paso dependiera de mí. Cada segundo venía acompañado con un silencio filoso que me lastimaba, hasta que la gallina gorda, rompiendo brevemente el contacto visual, agachó su cabeza y atrapó un trozo de carne en su pico. Más que una enseñanza, era una rememoración de un acto recurrente. Miré brevemente la mano con la que me había limpiado la frente, restos de sangre todavía adornaban mis dedos y consideré su sabor.


Un sonido ahogado desde el interior de la casa interrumpió nuestro contacto, alguien se había despertado. El ruido de cosas chocando entre sí y pasos cada vez más frenéticos indicaban que, en medio de la espesa oscuridad, alguien buscaba y no encontraba algo. Me están buscando, pensé. Pero las pisadas nunca se dirigieron a mi cuarto. Minutos después el sonido se detuvo, pero el ambiente de ritual ya se había disuelto.


Ningún ojo sangre me observó regresar a la casa. Una vez en la cama, intenté sacudir el frío nocturno entre las mantas y coloqué la linterna bajo mi almohada. Pensé que no pegaría un ojo en toda la noche, pero horas después me desperté extrañada. Los rayos de sol, intrusos, se filtraban por las cortinas, pero mi cuerpo seguía congelado. Sin preocuparme por usar zapatillas salí al patio. Las gallinas se habían ido. El árbol donde dormían ya no estaba.


Vagamente, recordé una conversación que tuve con mi abuela días atrás. No sirve de nada tener un árbol que no da frutos, me dijo. ¿Y las gallinas?, le pregunté. Ese árbol porta más muerte que todo este terreno en la noche, me respondió. Con la mirada fija en la sangre que había goteado a la base del tronco, escuché a mi abuela preguntar por su linterna y percibí, a lo lejos, el sonido familiar de sus pasos sobre un terreno verde y fértil.

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