top of page
Image-empty-state_edited.jpg

Cuento

La doble vida de las arañas

Abril Altamirano

Número revista:

8

Volvió a suceder. ¿Aló, Martina? ¿Sí? ¿Me escuchas? ¡Que volvió a suceder, te digo! ¡Chist!… calla, no grites y escucha, que tengo poco tiempo. Sé que no me creíste la primera vez. Es una locura, pero tienes que creerme.


Vos te acuerdas de la telaraña en el vano de la puerta del cobertizo, ¿cierto? Sí, esa telaraña enorme que papá quitaba con la escoba y a los días volvía a estar grandota como si nada. ¿Te acuerdas? Al sacar las bicis entrábamos casi gateando, para que no se nos enreden los hilos en los pelos. No, Martina, no estoy reclamándote por la herencia. Ya sé que la casa es tuya, incluido el cobertizo. ¡Cállate un poco y escúchame! Cuando te conté lo de la bañera no estaba del todo segura. Pero hoy sí, hoy te juro que la vi bien bien, y estaba más serena porque sabía que era ella.


Seguramente no sabes, pero yo de niña les tenía fobia. Me cagaba del miedo cada que papá me mandaba a ver sus herramientas al cobertizo, por eso te daba mi postre del almuerzo para que vayas vos y te quedes calladita, porque a mí me decían pendejo por todo y si encima de pendejo, cobarde, pues te imaginas… Vos eras chiquita y no entendías nada, y no te ahuevonabas por nada porque no sabías lo que era el miedo. Una tarde nos peleamos no sé por qué y papá nos encontró jalándonos de los pelos. Como siempre la castigada fui yo, y papá me mandó al traer el cabestro del cobertizo para darme unos buenos golpes en las nalgas. ¡Qué no me interrumpas, te digo! No me estoy quejando, ya sé que a vos también te castigaban de vez en cuando. Así eran esos tiempos, no estoy hablando mal de papá. Es la verdad.


A la final fui, con los ojos de papá clavados en la espalda. Crucé el patio y me quedé helada ante la puerta de madera sin saber qué hacer, sin poder dar un paso. Ahí estaba la cosa esa, una tela finita y lechosa moviéndose apenas por el viento, y yo sentía la mirada furiosa de papá sobre mí como si me quemara. Justo cuando me armé de valor para cruzar el umbral, mis ojos se toparon con la araña. Me acuerdo tan clarito, he pensado tanto en eso desde lo de la bañera que ahora el recuerdo es nítido. Estaba oculta entre los brotes de hiedra, al costado del marco izquierdo de la puerta, cerca de la esquina. Negra, negrísima, encogida con las patas largas, flaquitas y peludas enredadas entre las ramas. No sé cuánto tiempo me quedé ahí parada mirándola. De repente sentí la mano de papá sobre mi hombro y di un brinco.


Debió verme tan espantada que no me gritó, y creo que en seguida se olvidó de nuestra pelea. Se puso de cuclillas a mi altura y alzó la cabeza en busca de lo que yo había estado mirando. La araña seguía inmóvil en su escondite sobre nosotros. Entonces, para curarme el miedo, papá me contó por primera vez la historia de las arañas. Ya, de eso sí te acuerdas, porque luego te la conté yo mil veces.


Las arañas tienen ocho ojos para verlo todo, y todo me lo cuentan. Esta de aquí me cuida los tereques del cobertizo, así, yo me entero si los peones se llevan algo y no lo devuelven. Es parte del escuadrón de las del patio y ellas me cuentan de ustedes, de cuando juegan, si le molestas a la ñaña, si le jalan la cola al Toño o si se hacen daño. Para eso tienen ocho patas larguísimas, para ir corriendo a toda madre a avisarme. Las de dentro de la casa, esas pequeñitas que saltan si te acercas demasiado, son mis espías más eficientes y me chismean cuando ustedes no le hacen caso a la mami. Además, son las mejores guardando secretos. Les gusta escuchar, sobre todo cuando se ponen a tejer. Si te encuentras con una, cuéntale las patas una a una y verás que cuando llegues a la octava el temor se habrá ido.


Pero era mentira, Martina, el temor no se fue por más que le conté cientos de patas a la araña negra, y, con el paso de los años, papá se cansó de contarme la historia. El cuento ese lo empeoró todo porque se me metió en la cabeza una idea fija: estaba convencida de que las arañas me delatarían, y papá terminaría por darse cuenta de mi secreto. Claro, Martina, claro que voy a hablarte de eso. Vos sabes que para mí nunca fue fácil. Cada que me encontraba con la desgraciada del cobertizo sabía que papá estaría mirando mi cara de horror a través de la oscuridad enana de sus ocho ojos. Me provocaba tremenda vergüenza y rabia que me descubriera así, encogida y llorosa.


¡Espera! Déjame seguir, que es importante. Luego no era solo la araña negra. Sentía que papá veía cada uno de mis movimientos gracias a sus arañas-ninja desperdigadas por toda la casa, escondidas bajo los muebles, detrás de los cuadros y entre los cajones. Sí, sí, así empezó lo de la paranoia. Soñaba con cientos de arañas peludas que me caminaban sobre la piel. Y yo, mi cuerpo achicado, desnudo en medio del salón, rodeado por miles de ojos. Y papá… Me encontraba en todos los reflejos con espejismos de su mirada acuosa, inyectada de ira y decepción, vaciada de toda su bondad y ternura. Vos me acompañabas al terapeuta, ¿te acuerdas? Papá decía que era una pérdida de plata y dinero, que yo siempre había sido ‘rarito’. Nunca le conté, ¡obvio no! Si se enteraba de que él era el epicentro de mis delirios, le hubiera valido mierda que yo ya estuviera grandecita y habría vuelto a darme de golpes con el cabestro.


Ya no quería ni mirarme en el espejo, temía que mi reflejo me delatara. Por entonces jugábamos al makeover, ¿te acuerdas? Ya, no te hagas, yo sé que te acuerdas. Me prestabas uno de tus vestidos de tul y me ponías esas sombras chillonas en los ojos y rubor en los cachetes. Te la pasabas bomba maquillándome y yo te dejaba hacer. Éramos peques, Martina, no tenía nada de malo. ¡Si lo que quería era lo mismo que tú! Que mágicamente tu brocha me transformara en una de esas modelos bronceadas, de cabello larguísimo y ojos claros de las revistas. No, no lo sabía todavía, porque nadie me había hablado de eso ni lo había visto nunca. Solo estaba segura, sin comprender bien por qué, de que jugar contigo a ser tu ñaña-modelo enfadaría muchísimo a papá. Me entró el miedo y tuve que decirte que ya no quería jugar. Te dije que porque eran cosas de nenas, pero la verdad es que me daba terror que las arañas de papá me vieran así y corrieran a contarle, que él entrara por la puerta de tu cuarto y me limpiara el colorete a bofetadas.


Ah… Querida, yo nunca quise darles vergüenza. Cuando les confesé la verdad sabía que él no iba a aceptarlo, pero creí que al menos tú lo intentarías. Sí, ya sé que no podías hacer nada, no podías ponerte en contra de papá. Pero si tú me hubieras escuchado, si hubieras intentado comprender, tal vez él… Porque seguía siendo tu hermana, Martina, porque fuiste mi cómplice, porque contigo no me ocultaba y porque me querías. Ya, ya, cálmate, para de llorar. Mejor escucha, que se acaba el tiempo.


Cuando papá murió y me pediste sacar mis cosas de la casa, fui a buscar lo poco que todavía quedaba de mi época juvenil en el cobertizo, que para esa época era más una bodega abandonada. No habíamos entrado en años, nadie le había pasado ni un trapo a esa puerta a medio podrir. Ahí estaba la telaraña, más inmensa que nunca, enredada entre las matas de hiedra sin podar. Las hilachas descuidadas caían sobre la madera sin llegar a tocarla y se sostenían de frágiles uniones a punto de romperse. La araña espía, guardiana y confidente de papá no estaba a la vista. Pasé la mano por la superficie de madera y sentí cómo se me pegaban los hilos a la piel desnuda del brazo. Tomé el pomo y abrí la puerta.


Fue la última vez que pensé en la araña, hasta esa noche en la bañera. No había pensado en papá ni en vos en años. Me sentía libre y, por primera vez en la vida, completa y feliz. Vos sabes lo que pasó esa noche ¿no? Al menos, lo que te dijeron los médicos de acá. Cuando te llamé ni siquiera esperaste a que te explicara bien las cosas, me colgaste y los llamaste a ellos. Bueno, pues ahora te callas y te cuento.


Me miraba en el espejo sobre el lavabo, esperando que se llenara la tina. Me había quitado ya la ropa y cruzaba los brazos sobre mi pecho, a gusto con el roce suave de la piel y una mejilla apoyada contra el hombro, mientras el cuarto se iba llenando de vapor. Me incliné hacia el espejo para mirarme de cerca las ojeras cuando algo me distrajo en el reflejo. Encima de mi cabeza, en la esquina del techo sobre la bañera se colgaba una arañota de patas largas y peludas. No sabría explicar por qué, pero de inmediato me sentí incómoda con mi desnudez, como si un desconocido se hubiera colado por la puerta y me encontrara descubierta. Intenté cubrirme con la toalla que colgaba del gancho, pero las manos me temblaban sin control y esta fue a parar al piso. Yo no podía quitar los ojos de la araña.


Dispuesta a desafiarla, me subí en el borde de la bañera sin pensar, me apoyé con las manos a las baldosas heladas de la pared y la tuve cara a cara. El chorro de agua corriendo en la tina se volvía más atronador a cada segundo mientras yo trataba de contar las patas de la araña, que no se quedaba quieta y daba pasitos nerviosos de lado a lado. Entonces la miré sin querer a los ocho ojos y supe que era la misma, la araña negra de papá.


Perdí el equilibrio y me caí. Sabes lo que pasó después, no tuve fuerzas ni ganas para levantarme. No pude soportar que papá me viera así, pendeja y cobarde. Por eso te llamé, firmé los papeles y entré por mi propio pie en este infierno. Pues ¿te cuento algo? Hoy la he visto de nuevo. Hoy ha venido y se ha parado en la cruz de madera sobre la cabecera de mi cama. Está viejita, la pobre, con la pelusa de las patas descolorida y despeinada. ¿Y sabes qué ha dicho, Martina? Ha dicho que la perdone, que no quiso lastimarme. ¿Martina? ¿Estás ahí? Ha dicho que me veo monísima, que se quedará acompañándome, colgada de la cruz hasta que el último pelo blanco se le caiga de la panza, y que ella nunca le contaría a papá ninguno de mis secretos.

Abril Altamirano (Quito, Ecuador, 1994)

Escritora y periodista cultural. Coeditora del libro Despertar de la Hydra, antología del nuevo cuento ecuatoriano (La Caída, 2017). Forma parte de las antologías Señorita Satán, nuevas narradoras ecuatorianas (El Conejo, 2017) y No entren al 1408, tributo a Stephen King (El Conejo, 2021). Ganadora de la Beca Mary Wollstonecraft Shelley 2020, otorgada por la Horror Writers Association, y finalista del Primer Certamen de Cuento PEN-Ecuador 2020. Ha colaborado con Casapalabras, Revista Literaria Visor, Espora, Diario La Hora y Revista Mundo Diners. Actualmente trabaja como mediadora cultural y correctora independiente. Es editora general de la revista Elipsis.ec.

bottom of page