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Cuento

La mancha humana

Alfredo Noriega

Número revista:

7

Nada dura, y sin embargo nada pasa tampoco. Y nada pasa precisamente porque nada dura

Philippe Roth, La mancha humana



Llegué a Bruselas con la ilusión de cambiar de vida. Era verano, o lo que allí llaman verano. Estaba agotada. Aquella luz tenue del fin de tarde acompañada de un viento apenas perceptible me dio la impresión de que la ciudad era el espacio acogedor que necesitaba en aquel momento de mi vida. Por lo menos, un lugar en el cual caminar no sea un sinónimo de temer.


Mi perro estaba muerto y enterrado. Jorge, en la clínica. Y yo lejos. Por fin.


Quizás es mejor corregir desde ya: no es que quisiera cambiar de vida, peor aún con ilusión. Me equivoqué comenzando así. Sería más justo decir que quería seguir mi vida con el orden y las ganas que la habían caracterizado, hasta cuando en enero decidí aplicar a la beca para estudiar en Louvain-la-Neuve (esa universidad jesuita que para los ecuatorianos tiene un significado particular, ya que Rafael Correa estudió allí, así como un par de sus ministros y otros tantos de sus principales asesores) y, tras un proceso harto complicado, la obtuve, dándome, aunque no a Jorge ni a nuestro perro, la ilusión de un cambio —esta vez no me equivoco utilizando esta hipérbole—.


Aunque él no lo dijera, buscábamos una alternativa al Ecuador. Estábamos agotados por la lucha política, la corrupción, la mentira y el engaño permanentes.


Los amigos, los allegados, los buenos y los malos, todos estábamos hartos; irse por un tiempo parecía una salida digna; una beca era un paréntesis antes de volver a la pelea que es el Ecuador.


Considerando el compromiso exigido de volver al país a trabajar por un tiempo largo, situación que no estaba dispuesta a sobrellevar, había decidido no aplicar a las becas del Estado, las del SENESCYT, mucho más atractivas en términos económicos que la propuesta por los belgas, que significaba una pérdida del cincuenta por ciento de mi salario en la Universidad. En ese momento me parecía un despropósito, tomando en cuenta nuestra posición política —la de Jorge y la mía—, y también porque después de un doctorado es difícil saber adónde una va a parar.

Ahora, todas esas consideraciones, morales y económicas, me resultan tiradas de los cabellos. El individuo que cada uno de nosotros es no le debe a nadie su pinche existencia.


Aproveché el vuelo a Europa para quedarme unos días donde mi amiga Valentina, en Barcelona. Fue como estar en un Quito festivo, pero sin borrachos que le anduvieran metiendo la mano a una, y sin esas calles tenebrosas donde cualquier silueta provoca un sobresalto.


La noche, víspera de mi partida, salimos de bares. Los ríos de gente nos llevaron de uno a otro hasta terminar de madrugada en una playa, recostadas al cielo estrellado en un universo de alegrías recientes y cómodas. Estaba feliz, aunque Jorge estuviera enfermo, aunque el perro hubiera muerto, aunque la familia se hallara lejos.


Me sentía dichosa en esa noche barcelonesa mirando el cielo rumbo a Bruselas. Valentina, algo borracha, se volvió hacia mí y me dio un beso. En la boca, se entiende, si no, no merecería ser contado. Yo no la esquivé, también estaba algo borracha, y la noche merecía un final así. Nos besamos un rato, sin ansiedad, como algo natural. Después fuimos a su casa e hicimos el amor.


Por la tarde tomé el avión a Bruselas.


Un amigo de Jorge me recibió en su casa, a la que llegué en taxi con mis dos enormes maletas.


Vivían él (Koen), su esposa (Amanda) y su hijo (Pedro), en un apartamento cerca de la Comisión, donde él trabajaba como jefe de la seguridad. Era un rubio gigante y tatuado. Con Jorge se habían conocido en una expedición a la Antártida, donde él había ido para filmar y Koen como experto en supervivencia. Desde entonces eran amigos, y aunque la distancia no les había permitido ejercer la amistad, tanto el uno como el otro se consideraban hermanos.


Al parecer esas aventuras te unen para siempre. Sellan lazos, dicen.


Cuando salió la beca, Jorge lo llamó y no tuvo que insistir para que Koen me recibiera.


Llegar a casa de desconocidos no siempre es fácil. Por más que estos sean adorables personas. La idea era quedarme allí hasta conseguir un lugar donde vivir, y como se dice, estar a mis anchas. La vida en casa de los Mertens González estaba ritmada por el niño. Se levantaban temprano para llevarlo a la guardería, de la que Pedrito volvía a mediodía. Por la tarde, Amanda salía con él, por regla general al parque de Viaduc, aunque a veces bajaban al parque Real o iban al del Cincuentenario, que, como su nombre lo indica, fue inaugurado como parte de las celebraciones de los cincuenta años de la creación del país, en 1880, por el genocida de Leopoldo.


Los europeos tienen la manía de darnos lecciones de humanidad, cuando las bestias mayores del mundo nos vienen de sus entrañas. Aquello que en nuestros días desarticula una buena parte de nuestras sociedades, el racismo, por ejemplo, no es sino una consecuencia del colonialismo y la esclavitud; al igual que la crisis climática se debe a la industrialización desenfrenada de occidente.


Ellos continúan civilizándonos, y nosotros los seguimos, embobados.


Cuando Amanda iba al parque del Cincuentenario, Koen les daba el encuentro allí, se quedaban un rato en la zona de los juegos o deambulaban por los senderos recogiendo hojas o palitos, que Pedrito se metía en los bolsillos o usaba de espada en luchas imaginarias. Sus vidas parecían deslizarse por el camino de las bondades y el amor.


Mis primeros días en Bruselas fueron de trámites. Había llegado con una visa de estudiante y tenía que proceder a la inscripción universitaria para después presentarme a la comuna a pedir mi residencia.


Evidentemente, para poder conseguir un departamento necesitaba mi inscripción, para poder tener mi inscripción, necesitaba tener un domicilio, para poder tener uno, necesitaba una cuenta bancaria, que solamente se puede pedir, precisamente, si se tiene uno.


A lo que hay que añadir la barrera del idioma. Mi francés transformó cada encuentro burocrático en una pequeña secuencia de cine mudo. Gracias a los Mertens González pude abrir una cuenta bancaria y los nudos empezaron a zafarse.


Me doy cuenta de que escribí que sus vidas “parecían deslizarse por el camino de las bondades y el amor”.


¿Qué sabemos de los otros? ¿Cuándo los extraños se vuelven parte de uno y uno de ellos? ¿Cuándo un ser que amamos se vuelve otro?


Yo ocupaba un altillo en su casa, con baño propio, por lo que, en cuanto terminábamos de merendar, un poco para no molestarlos más de lo que ya los estaba molestando, subía allí aduciendo mis “investigaciones”, con la intención de dejarlos en paz. Al día siguiente, a veces me los cruzaba. Por regla general, cuando ponía mis pies en la cocina la única que estaba allí era Amanda, ocupada ya en los “quehaceres domésticos”.


Ella llevaba tantos años en Europa que ya había perdido ese lado que tenemos los latinoamericanos, conversones, preguntones y hasta efusivos. Me daba la impresión de que cargaba a cuestas una gran determinación, incluso cuando pasaba un trapo sobre los anaqueles de la cocina. Algo parecía profundamente sucio, difícil de limpiar, complicado de hacer brillar.


Manías, supuse, hasta una mañana en que, para decirlo de algún modo, por primera vez hablamos. Sería al séptimo día de estar donde ellos, cuando empezaba a ser urgente una solución que me colocara lejos de aquel espacio transitorio.


—Estoy harta —me dijo dejando caer sus brazos, pero sin dejar caer el trapo, como si aquel gesto la atara a la vida o, por lo menos, a su vida.


—Te puedo ayudar —le dije.


No era una pregunta, era una afirmación mía, y sincera.


—No —respondió, como si no entendiese lo que le acababa de decir—. No —repitió, dándose la vuelta y apoyándose sobre el mostrador de la cocina.


Vi que apretaba con sus dedos el trapo, sería mejor decir, lo apretujaba, se vengaba sobre él de algo, crispando sus manos.


—Perdón —dije—, no ayudo suficiente.


—No —insistió ella, pero esta vez levantó la mano del trapo hacia mí.


Yo supuse que me estaba pidiendo silencio, por lo que me quedé callada, sinceramente, sin saber qué hacer, por dónde huir. Al cabo de unos segundos, tomé la decisión de dejarla sola en la cocina; de todas maneras, yo ya estaba lista para salir.


Esa noche, volví con la buena noticia de que había hallado un departamento compartido con una colombiana, y así se acabó mi tránsito por la vida de Koen, Amanda y Pedrito, hasta que ocurrieron los acontecimientos que voy a contar.


Sin embargo, antes, pienso que es necesario hablar de lo que me pasó a mí, pues, aunque no tenga que ver directamente con el propósito de esta historia, tiene que ver con mi historia, que es, de alguna manera, la que cuenta para mí.


Desde ya, supongo que es necesario explicar lo que le ocurrió a Jorge. Y al perro.


La verdad sea dicha, pensaba que no había tragedias sino probablemente vidas con aristas o sin aristas; buenos o malos encuentros, suerte o mala suerte. Naciste aquí y te tocó esto, naciste allá y te tocó aquello. Ser inconformes es esencial para darle una vuelta a aquel determinismo, aunque muchas veces ni con eso se puede. Correa, sin ir más lejos, quiso inculcar en el país aquello de la meritocracia, mientras que, por otro lado, él y sus secuaces se llenaban los bolsillos con la plata que quizás hubiera podido cambiar nuestro destino. Quien lo sustituyó en la presidencia, con aquel nombre de revolucionario, “Lenin”, no solamente fue peor, sino que ha sido el arquetipo del miserable, el sepulturero de cualquier utopía.


Con él, el Ecuador es lo que siempre ha sido, tierra de malparidos.


Jorge había tenido ya un par de episodios maníaco depresivos, y tomaba una medicación que había logrado impedir un rebrote desde que empezamos a salir, dos años antes de la beca. Cuando lo conocí era una seda. De esas personas que nunca se salen de tono, ejercitadas por su ansiedad latente a un autocontrol en toda circunstancia. Me gustó, no solamente por su belleza —que la tiene y para regalar—, sino también porque me daba la impresión de que cualquier desajuste lo resolvía en un segundo, sin chistar ni vanagloriarse, como suelen, por regla general, hacer los hombres.


Enseguida nos cambiamos juntos, enseguida adoptamos al perro de una vecina alemana que se volvía a su país, enseguida nos amamos con locura. Sus penetraciones me quedaban latiendo por largo tiempo, así como su timbre de voz me llevaba a un estado de ensoñación, algo que a los hombres también les disgusta, pues no lo entienden.


Cuando le hablé de la beca, sentí que no se lo esperaba, que en el guión que se había hecho de nuestra relación separarse por tiempo corto o largo no estaba escrito. Me lo dijo francamente.


—No quiero que te vayas.


Le dije que no me estaba yendo, que era por nuestro bien. Las mujeres tenemos ese defecto de pensar en lo nuestro como algo positivo para los otros. Jorge tenía razón, la beca era un asunto mío para mí. Irme, aunque no significara una ruptura, era evidentemente un alejamiento, que ponía entre paréntesis nuestra relación, nuestra vida en común, donde lo único que nos pertenecía a los dos era el perro.


En las estanterías, los libros aún estaban separados en su lado y mi lado, al igual que los vinilos y los CDs. Habíamos comprado algunos utensilios de cocina, aunque básicamente muebles y demás bibelots le pertenecían; eran herencias de su primer matrimonio, pero también de la casa de sus padres. Por ese motivo, si de estética podemos hablar, había una suerte de miscelánea de épocas y estilos; un desván vuelto casa. No es que me disgustara, al contrario, no tener que imponer los gustos, no sentirme obligada a dar una opinión o, peor, que el otro te exija opinión, es algo muy cómodo, que en aquel momento me convenía.


Dejarse arropar, dejarse arrullar, dejarse estar pueden ser sensaciones placenteras. Que las cosas estén predeterminadas y tengan su rumbo nos facilita la vida.


En la Quito de aquel momento, esto era muy apreciable, cuando el mamotreto de presidente que teníamos nos trataba como a retrasados mentales, atacando justamente a aquellos que lo habíamos subido al poder: las mujeres, los indígenas, los obreros, los estudiantes, a quienes por cualquier cosa los trataba de terroristas, dejando a su vez que los eternos depiladores aprovecharan para seguir robándonos. Él, que se erigía en el heredero de Alfaro un siglo después de la revolución que lleva su nombre, nos hundía en su pendejada de revolución ciudadana.


Al cabo de unos días, Jorge parecía haberse calmado y lo de la beca empezó a darle vueltas en la cabeza. No es que me dijera nada al respecto. Dejamos por un tiempo de tocar el tema. Empezó a leer autores belgas, al consabido y mal amado por los ecuatorianos, Michaux, pero también a Weyergans, Monfils y a Nothomb.


—¿Sabías —me dijo— que Cortázar nació en Bruselas?


—No —le dije, seca.


Odiaba cuando me tomaba por una idiota.


—Perdón —dijo, dándose cuenta de que sus ansias de padre protector, o de profesor, nunca le iban bien conmigo.


Debo confesar que lo encontré tierno tratando de darle sentido al, para él, sinsentido de mi viaje. Me habló de los hermanos Dardenne y de que, al parecer, en Bruselas había muchas casas de art nouveau.


—¿Conoces a Horta? —me preguntó, levantando sus ojos de la computadora.


—No —contesté.


—¡Tin Tin! —soltó una noche en sueños.


—El Juan —me dijo— estudió en la Insas, la escuela de cine de Bruselas. Lo invité a merendar.


Merendamos con el Juan, que nos dio a entender que el más bonito recuerdo que le quedaba de Bruselas fue su amistad con un ciego llamado Khaled. Nos pintó una ciudad oscura, fría e, incluso, frívola. Comparándola con París, aseguró; la ciudad en la cual había vivido diez años, y por la cual sí que guardaba un cariño especial, un recuerdo intenso, una generosa nostalgia.


—¿Y Louvain-la-Neuve?


—Un hueco —reaccionó.


Me dejó en ascuas. Dormí mal. Jorge también. Nos levantamos de madrugada y nos abrazamos en la cocina, como si estuviésemos expuestos a una tormenta.


Tuve dificultades con las profesoras de la Universidad Católica y de la Flacso que codirigirían la investigación, ambas atentas a ser bien vistas por los profesores belgas, guardando sus prerrogativas de dominadoras, sin empujar a sus doctorandos hacia la búsqueda de aquel equilibrio, siempre difícil, entre la admiración por los investigadores y su propio ego. No pudieron evitar que mi candidatura llegara a término y fuera aceptada sin reparos por los belgas.


No quiero repetir lo que ya todos sabemos: el mundo universitario está tan infestado de cucarachas como cualquier otro, aunque sea probablemente el lugar donde las luchas ocurren casi exclusivamente a nivel del ego. Debería decir, del egocentrismo. Quien tenga el menor problema de autoestima no podrá sobrevivir en ese mundo, donde se pasa una buena parte del tiempo lidiando con rencillas de fotocopiadora.


—Están celosas —concluyó Jorge—. Tu belleza las mata.


Me daba rabia que él siguiera llevando esos líos al terreno de lo sexual, pero debo confesar ahora que tenía, probablemente, razón. Mi frase, veo, está llena de precauciones, pues, aún tras lo ocurrido, me cuesta.

Nos es difícil darnos por vencidas, reconocer que la cuestión de género todavía (otra vez un adverbio) nos marca. Mientras seamos como somos, esto seguirá siendo lo que nos enfrenta. Me refiero a los ecuatorianos.


A Verónica y a Betty no les placía mi manera de ser, peor, que le hubiera abierto las piernas a Jorge. Jorge, no lo he dicho, es un artista muy conocido en Ecuador, incluso en América Latina. Jorge, tampoco lo he dicho, es de esos hombres que dan ganas; como dice mi amiga Carlita en ese español tan quiteño: “A él sí que le diera”. Y yo le di, tragándome lo que se me antojó. Cuando se me antojaba, no se vaya a creer.


Sin darnos cuenta, la beca se tornó real, volviéndose papeleos, pasaporte, boletos de avión, llamadas telefónicas, fechas y cambio de fechas, porque las primeras nunca son las buenas, conversaciones definitivas, visitas a la tía, últimas reuniones con estos y los otros, intempestivas llegadas de mis padres con paquetes cuyos contenidos me dejaron en ascuas, el encuentro con un exnovio que, enterado de mi partida, quería evocar lo nuestro, con aquella arrogancia que tienen algunitos de hacer de sus puntos finales la condición sine qua non de los finales.


Y allí, entre todo eso y otras cosas que ya ni cuento, el perro fue atropellado por quién sabe quién. Jorge encontró su cuerpo caliente frente a nuestra casa, en el Valle de Tumbaco, lo puso en la entrada sobre el rodapié que decía lacónicamente “Bienvenidos”, allí donde solía estarse para recibir el sol de la mañana. Y allí lo velamos larguísimas horas sin poder atinar qué hacer. A medianoche, Jorge agarró una pala y cavó una tumba al pie del aguacate. Allí nos amanecimos, acurrucados los dos, envueltos en una cobija de lana otavaleña.


—No me voy —dije al despuntar del día. Y yo, que no soy para nada supersticiosa, añadí—. No es una buena señal.


Jorge me vio con unos ojos que no le conocía y supe que mis últimas semanas en Ecuador serían un infierno.


No ha sido bueno utilizar la palabra infierno, desdice este relato. Tampoco da cuenta fehaciente de lo que en verdad ocurrió. Sin embargo, no la voy a borrar, pues a veces es necesario dejar marcas de nuestras nimiedades, señales de nuestras desatinadas visiones de lo que somos y de lo que nos pasa.


Jorge, para decir la verdad, se portó como un caballero. Así lo dijo mi madre, y así lo guardo aquí. No porque me agrade esto de la caballerosidad o cualquier otra cosa alusiva a aquellas actitudes paternalistas de los hombres, sino porque lo dijo ella, sin aquellos exabruptos a los cuales ha estado acostumbrada.


Las enfermedades siquiátricas son engañosas, aunque también uno puede engañarlas. Jorge sabía lo que le estaba pasando, y se contuvo. Me hizo prometerle, uno, que me iría pasara lo que pasara, y dos, que no lo olvidaría. Una semana antes de mi viaje, sus padres lo vinieron a buscar y lo internaron. Así de sencillo.


No lo volví a ver.


Estos corolarios no dejan siquiera espacio a divagar, no son aprendizajes, por lo tanto, no ayudan a comprender el mundo.


Desde Bruselas, enfrentada a una nueva vida, me fue fácil no pensar en él, fácil huir.


Ya sé, caigo constantemente en estas afirmaciones rotundas, como si así pudiera explicar los desapegos que provoca irse a otro continente, rodearse de otra gente, meterse en otros ritmos.


Así fue, en todo caso, cómo en esos momentos me hice a la idea de no estar junto a él, quien con uno solo de sus gestos me hacía vibrar entera, quien con su lengua en mi vulva me colocaba al otro lado del espejo.


—Me vas a matar, mi amor —me decía, chupándome, aún con esos dejos de poeta sacrificado en el romanticismo decimonónico, convencido de que el amor lo puede todo.


No lo he dicho tampoco, pero Jorge me lleva el doble de años.


Aquello, en nuestro lindo Ecuador, motiva sarcasmos rancios y cuentas mal hechas.


Valentina vino a visitarme en Bruselas, se estuvo tres días con sus noches y la pasamos de maravilla. Aproveché para hacer esas visitas de rigor de un recién llegado a las ciudades europeas, cuyos vientres cargan una suma impactante de obras de arte. Quedé maravillada ante los cuadros de Van Eyck, de Bruegel y de El Bosco. Mi escaso conocimiento de los pintores flamencos no me impidió maravillarme ante esas obras de un mágico hiperrealismo. Visitamos el espectacular museo dedicado a Magritte, el museo de Instrumentos de Música, e, incluso, el museo de armas, ese trastero del ejército belga, tan hermosamente anacrónico, en el parque del Cincuentenario.


Tomadas tímidamente de la mano, Valentina y yo deambulamos por las calles y fuimos en el tranvía a ver un concierto de Motorama, en el Botanique. Momentos graciosos y de gracia, pues ambas sabíamos que nada de aquello era cierto, o, como se dice de las parejas imposibles, tenía futuro.


Mis reuniones con el grupo de investigación de la universidad comenzaron bien, incluso, muy bien. Tuve una cita, a solas, con el profesor Perilleux. Para decir la verdad, tuve que contener mis pulsaciones ante su innata belleza, sus palabras sensatas y, aunque no me guste decirlo, su autoridad. Todo parecía ir sobre ruedas, hasta que un día recibí una carta de la universidad diciéndome, en suma, que había infringido las reglas alquilando un apartamento fuera de la ciudadela universitaria. Según ellos, al ser una becaria de la institución, debía domiciliarme en las residencias universitarias, en suma, pagarles a ellos la renta. Una manera de retornar lo invertido a la universidad. Dormir allí, comer allí, irme de bares allí, gastar mi dinero en Louvain-la-Neuve. Absurdo como está escrito. Tonto y totalmente ilegal. ¿Quiénes eran ellos para obligarme a residir en un lugar específico?


No sabían con quién estaban tratando. No, en todo caso, con una lame culos como las profesoras de la Universidad Católica y de la Flacso. No como la tracalada de estudiantes extranjeros becados, dispuestos a bajar los ojos ante las manos dadivosas de los jesuitas. Fui a ver al presidente del sindicato de estudiantes, un uruguayo. Así empezó mi batalla judicial con la universidad, que duró tres años y que terminé ganando, siendo indemnizada. Paso todos los detalles de la pelea porque, como lo dije antes, este no es el propósito de la historia. Lo que interesa, comienza ahora.


Aunque hay un detalle, mis profesores son LOS expertos en mediación y violencia psico-social, en acoso simple y soplado. Unos pobres hijos de puta, quienes merecerán mi desprecio por el resto de sus vidas y de la mía. Todo lo que han escrito ha dejado de tener sentido. Cada una de sus palabras son y siempre fueron burbujas de aire, su hipócrita manera de ser y estar en el mundo.


Amanda volvió a aparecer en mi vida de manera inusual, en un bus que nos subía del centro a la plaza Flagey, adonde yo iba para tomarme una cerveza con Kosma, un escritor a quien había conocido recientemente. Yo estaba instalada en el fondo del bus, uno de esos en acordeón que dan la impresión de ser gusanos de hierro. Cuando llegamos a la altura de la Catedral Saint Michel, nuestros ojos se cruzaron. Mi cara esbozó una sonrisa, de esas que llevas guardadas siempre para otorgársela a las personas y situaciones amigables. Ella giró el rostro, huyendo de aquel contacto. En la siguiente parada, en Bozar, se bajó. El bus arrancó, pero a través de la ventana la vi en la vereda hurgando algo en su cartera.


Normalmente no hago lo que voy a contar, no me dejo llevar por lo que se mal llama “la intuición”. Detesto dejarme guiar por aquellos exabruptos que la gente ha endilgado como una reacción meramente femenina, que explica una supuesta mayor sensibilidad a lo etéreo, por no decir a lo espiritual. Nos dicen siempre “sigue tu intuición”; yo digo siempre, “huye de ella”, no te dejes guiar por esos, dizque, llamados de la energía cósmica. Todo esto, para decir que no me bajé del bus por intuición, lo hice, porque en aquel momento me percaté de que desde que saliera de su casa no los había vuelto a ver, ni a llamar, ni nada, por lo que, de alguna manera, era la ocasión de mostrarle agradecimiento e interés. Kosma esperaría.


Me bajé en la Porte de Namur y emprendí camino en su dirección, hacia la Place Royale, por la rue Namur, sin prisa, diciéndome que, si daba con ella, significaría que mi reacción había sido acertada. Si no, aprovecharía para ir a ver la exposición de Jan Fabre que en ese momento se presentaba en el museo de Bellas Artes, el Bozar. Al poner los pies en la Place Royale, la vi en la esquina del museo de los Instrumentos de Música, inmóvil, como si esperara a alguien, observando a su alrededor en busca de aquella persona.


Crucé hacia ella. Al verme, se sobresaltó. Me pareció escuchar un “¡ay, no!”, o algo por el estilo, que me detuvo en seco. ¡Lloraba! Me espanté, pues, aunque estaba segura de que yo no tenía nada que ver con esa reacción, sus lágrimas me resultaban imposibles de entender y, peor aún, no me sentía armada como para darle consuelo.


Somos lloronas, probablemente sí. Pero muy lejos de que aquello nos caracterice o nos distinga. Eso es lo que quisieran algunos, dejarnos ahogar en nuestros llantos para justificar sus actitudes protectoras, que siempre concluyen, esas sí, ahogándonos, denigrándonos.


Levantó su mano hacia mí con aquel gesto que hiciera en su cocina, pero esta vez, de su mano crispada colgaba un pañuelo. Me acerqué y sin darle ningún chance, sin que pudiera nada, ni supiera ni cómo ni cuándo, la abracé. Una vez más, no para darle consuelo, sencillamente con la intención de que se desahogara, de que soltara la tensión que la atenazaba.


Lloró dejándose sostener por mis brazos.


Durante los días pasados en su casa, puedo asegurar que en ningún momento tuvimos un décimo de aquella cercanía, es más, prácticamente no hablábamos. Pensándolo bien, hasta nos evitábamos, cada una refugiada en sus propios rollos. Yo había aparecido por el lado de Koen, lo que a sus ojos me volvía sospechosa.


Cuando se calmó, empezamos a caminar hacia Les Marolles. Perdiéndonos por las callejuelas terminamos entrando en el mercado de productos orgánicos de la rue des Tanneurs y, como ganadas por gestos cotidianos, hicimos algunas compras, comentando pesos, colores, sabores y precios, ridículamente más altos que en una tienda cualquiera. Volvimos al punto de partida, no a la esquina del museo de Instrumentos de Música, no a esa mirada evasiva en el bus, sino a aquella mañana en la cocina, cuando por primera vez me mostró su desconsuelo.


A partir de aquí, tengo dos opciones, o cuento los pormenores de lo que le pasaba, y me tocará hacer un relato extenso, desde el comienzo de su vida con Koen; quizás antes, comenzando por su educación conservadora o por sus encuentros, que ella calificó de nefastos. O cuento la decisión que había tomado y sus consecuencias.


Cuando uno no está inventando las cosas, es mejor relatar lo vivido en carne propia o aquello de lo cual has sido testigo, caso contrario, nuestras interpretaciones pueden tergiversar los hechos y por lo tanto darles un sentido equivocado.


Admiro esa capacidad de los escritores para desplazarse por lugares tan diversos. ¿Cómo lo logran? ¿Cómo hacen para darle voz a tan variados personajes, ponerlos en tantas circunstancias? ¿Cómo describen épocas que no han vivido?


He optado por lo segundo, pues lo viví y puedo dar testimonio fehaciente de los hechos que voy a relatar.


Nos sentamos en un banco de Place Royal, donde Amanda me contó lo que estaba ocurriendo y la decisión que había tomado, lo uno consecuencia de lo otro.


Antes de revelarlo me advirtió que si yo me enteraba, o peor, si yo la ayudaba, correría el mismo riesgo que ella. Le pregunté si me tenía la suficiente confianza. Como ya lo he dicho, nuestra relación había sido muy sucinta.


—Sí —me dijo—, te vi con tu amiga.


—¿Con Valentina? —pregunté.


—Una chica con la que te besabas.


—Valentina —repetí, pero sin dar más explicaciones. ¿Para qué decirle que lo nuestro no tenía futuro?


Dos horas más tarde, con las tripas revueltas, me comprometí para ayudarla.


Mi situación en la universidad, desde que había contratado a un abogado para que me defendiera, se había vuelto insostenible. Pelear con Louvain-la-Neuve estando dentro era imposible. Por lo que yo también estaba cerrando mi cortísima estadía en el que pudo haber sido mi país durante un mínimo de tres años, para volverse el país de mis despechos.


Esa noche dormí como un tronco. Normalmente no duermo bien, sería mejor decir que paso de la vigilia al sueño con una frecuencia, a veces, desenfrenada, pero tras la conversación con Amanda, la única pretensión de mi cuerpo fue la de desaparecer, desconectarse de todo atisbo de realidad.


Amanecí adolorida, sedienta e inquieta. Inmediatamente se clavó en mi espíritu la imagen de Amanda siendo violentada, usada, desechada y vuelta a usar. Fui a la cocina, en donde mi compañera de piso me recibió con su buen humor habitual, eso que caracteriza a los colombianos en general, y que desdice de nosotros, los quiteños en particular, pues nuestro buen humor está caracterizado por el sarcasmo o la ironía hacia el otro. A mi compañera de piso le gustaba cantar, bailar y, repito, desternillarse de la risa por cualquier cosa; pero ni bien entré en la cocina me devolvió la cara larga que yo le mostraba.


—¿Qué te pasa, Lucía? —me preguntó, y yo no tuve mejor idea que echarme a llorar con hipos, mocos y todas esas cosas que le dan patetismo a nuestras debilidades.


Una vez más tenía dos opciones, contarle lo de Amanda, o mentirle. Decidí mentirle, pues lo de Amanda había prometido callar. Le conté lo de la universidad. Para tranquilizarme, me dijo que los belgas eran así: neocolonialistas. No utilizó este término, pero en sus palabras, eso era lo que significaba.


—Y los flamencos —dijo— son resentidos.


—¿Por qué? —le pregunté.


—Porque hace un siglo los valones los menospreciaban, y ahora que son ellos los de la plata no pierden una oportunidad para denigrarlos.


—¿A los valones? —pregunté, pues me dio la impresión de que su sintaxis no era clara.


—Exacto —dijo—. ¿Has estado en Flandes?


—No. Bueno, sí —me corregí—, fui a Gand.


—¿Con tu amiguita? —me preguntó.


—¿Con cuál? —dije yo.


—Con la que te vino a visitar, con la que te besabas.


—Pero ¿qué diablos pasa en esta ciudad? —reaccioné— ¿uno no puede besarse con quien le plazca sin que todo el mundo se entere?


—Bruselas es un pueblo chico —dijo mi compañera de piso—. Todo se ve, todo se sabe.


—Sí, fui allí con Valentina, que no es mi novia ni lo será, pues lo nuestro no tiene futuro —le dije, a ella sí, para que quedara claro que los destinos no son una predestinación, sino una simple y llana tolerancia de la vida.


—Ah, ya —soltó ella—. De todas maneras, se las veía bien juntas. Yo de ti, voy donde ese profesor, me lo caliento, y cuando lo tenga con la lengua afuera, lo dejo para que ni con un pajazo se le vayan las ganas.


Me reí. Ella también se rió.


—Cuídate —me dijo—, porque no sabes mentir.


—Te voy a extrañar —le dije yo, y me fui a mis asuntos, que, en verdad, desde ese momento, eran los asuntos de Amanda.


Nos vimos después de que ella dejara a Pedrito en la guardería, en un salón de té con una decoración barrocamente mujeril, lugares de esos que me producen una pena por lo que somos o nos han llevado a ser. Se trataba de un sitio apartado de las calles transitadas del barrio, a donde ni ella ni yo habíamos ido, y a donde nadie de nuestros conocidos solía ir. Llegamos separadas y nos instalamos en una mesa del fondo. La dueña, una británica excesivamente amable, nos sirvió té con unas galletas venidas de Gales. Esta vez no hablamos ni de Koen ni de su plan, hablamos de la vida. De esa que pudo ser y no fue.


Yo le conté de Jorge, y de que cuando nos besábamos me sentía poblada de espíritus. Soy una persona racional, pero valga la oportunidad para decir que él me devolvía aquel lado instintivo (ojo que no he dicho intuitivo) del amor, ese donde las secreciones son lo vital, no las elucubraciones, peor aún los miedos. Estoy haciendo rimas, a pesar de no ser amante de la poesía. Ella me contó de su encuentro con Koen, en una expedición por el Amazonas, hecho todo un Francisco de Orellana, para la cual ella trabajó como asistente de producción.


—Fue mágico —dijo.


—Claro —dije yo, y cambiamos de tema.


Las dificultades eran enormes, financieras y logísticas. Ella disponía de algo de dinero, que había ido ahorrando con los sueltos dejados en bolsillos de abrigos y chaquetas sin usar, con los vueltos de una compra o haciendo chapuzas para “la comunidad”, como se refería cuando hablaba de los latinoamericanos de Bruselas. Nada que pudiera pagar el viaje, peor aún lo que ya estando en su destino necesitaría para sustentar su vida, al menos hasta encontrar trabajo. Yo estaba quebrada, la Universidad nunca me giró la beca prometida hasta que perdió el juicio. ¿Quién podría ayudar?


—La comunidad —sugirió Amanda.


Los latinoamericanos de Bruselas se juntan gracias a sus incontables asociaciones culturales, culinarias, políticas; toda ocasión es buena para organizar una rifa, un almuerzo solidario, una misa en favor de algún compatriota necesitado o de una familia en luto, cuyo difunto espera en un congelador poder volar a su terruño. Los dramas provocan solidaridad y pena ajena, que con una comida o una misa bien dicha se apaciguan. ¿Quién quiere estirar la pata lejos de los suyos? La tragedia del inmigrante: morir al otro lado del charco o ver morir a su gente a distancia. Mi poco tiempo pasado en la ciudad no me había permitido estar en esas, es decir, dolerme por los otros.


Aunque, para recibir solidaridad, la gente debe enterarse del drama.


Se trataba de una mala idea. Amanda no estaba en condiciones de contar a medio mundo que necesitaba esa plata para largarse de Bélgica sin que el padre del guagua se enterase.


—¿Y si mentimos? —propuse.


—No —dijo.


—¿Quién más está al corriente? —le pregunté.


—Solamente tú.


Amanda no se lo había contado ni a sus mejores amigos. Conocían a Koen, y lo querían, según ella. ¿Qué tal si a alguien se le va una frase equivocada, una mínima alusión en un encuentro casual? Le di la razón, pero por qué me había contado a mí, que, de algún modo, tenía una deuda con Koen. El hecho de que me hubiera visto besándome con Valentina no me hacía una persona de fiar, en todo caso, no a mí modo de ver.


Estas, como las otras, son meras elucubraciones, muchas veces uno decide porque sí, sin darse ni cuenta. ¿Cierto?


—Pero ¿por qué yo?


—Intuí que eras la persona adecuada —me dijo.


—Verás —le respondí—, yo te creo y no te voy a traicionar, porque a nosotras nos han vapuleado desde siempre. Pero Amanda, si quieres cambiar de vida, cambia de disco; sino, en cuanto pongas los pies en esa tierra llena de mamarrachos, tu intuición te conducirá a la muerte.


No pude evitar mis alharacas.


Entonces se me vino la idea del préstamo. ¡Eureka!


Yo andaba necesitando plata hasta que me llegara lo de la beca. Era lógico pedirle al banco dinero mientras esperaba el primer giro. A sabiendas de que no llegaría, pero claro, el banco no se iba a enterar. Una deuda que pagar, en dichas circunstancias, no es nada; como ya lo dije, gané el juicio y fui indemnizada, por lo que ese préstamo se pagó con la plata de Louvain-la-Neuve.


En dos semanas teníamos el monto suficiente como para los pasajes y algo más. A partir de ese momento todo se aceleró, Amanda decidió una fecha, que ella hizo coincidir con un viaje de Koen, y un itinerario. Yo misma la llevé a la Gare de Midi, donde cogió el tren a París, y desde donde su avión despegó.


Las historias, incluso las trágicas, deberían acabar así. Dejarían un gusto ni tan amargo ni tan salado en la boca. Serían lo que en verdad son siempre, historias de los otros. Vidas que en últimas no nos atañen, o nos pueden dejar indiferentes sin por ello sentirnos culpables. Dudo si debo contar el final de esta historia. Si tiene sentido en el maremágnum de la tragedia humana, esa mancha que lo cubre todo, que nos impide ser hechos a imagen y semejanza de un ente bondadoso. No sé si merezca la pena, si ayude a soportar la existencia de alguien, si, al menos, dé pistas de consuelo.


La víspera de mi partida de Bruselas me encontré casualmente con Koen. Él subía de la plaza Flagey y yo bajaba a encontrarme con Kosma, el escritor. La mejor estrategia en dichos casos es actuar con la mayor naturalidad. Lo saludé con beso y abrazo, que él devolvió aguado, como si la energía se le hubiera ido para siempre. Cuando le pregunté por Amanda y Pedrito, empezó a llorar como un niño.


—¿Qué pasó? —le dije, con la mayor ansiedad que pude.


They are gone!


Where?


—Who fucking knows!


Koen no habla ni francés ni español. Propositivamente escribo este diálogo en inglés para que se vea que la desesperación no tiene fronteras lingüísticas; no quiero en este punto ser sarcástica, peor aún cínica, pero “los ricos también lloran”.


I’m sorry —dije, y me puse a llorar con él, no a mares, pero con lágrimas sentidas y sinceras; al fin de cuentas, de la gente uno sabe tan poco, y puede menos. No es que la amargura de Koen me hiciera dudar de Amanda, pero esa otra mancha humana, el amor, que entre hipos y lágrimas él confesaba tenerle, carga la perversidad del asesino en serie, nos busca y nos encuentra, pero sobre todo nos abandona cuando se le viene en gana.


Regresé al Ecuador sin pasar por Barcelona, dejándola a esa ciudad ser un espacio afable de mis recuerdos. Y volví a empezar, ya no en Quito sino en Guayaquil, en la Universidad de las Artes, en donde conocí al amor de mi vida, un cineasta que, como Jorge, me lleva el doble de años y es aún más conocido que él, y que, aunque sufre, como todos a los que nos cuesta el Ecuador, no hay que encerrarlo cada dos años en una clínica siquiátrica. Cada cierto tiempo, Jorge, aunque quizás más justo sería decir lo que él me provocaba, me ataca como una ola repentina te puede hundir en el mar de General Villamil.


Amanda le ganó el juicio a Koen porque había grabado sus violaciones. Aunque su huida de Bélgica era ilegal, no hubo manera de obligarla a volver. Es aquí cuando debería acabarse la historia, es hasta aquí que el final tiene sentido y puede hacernos creer en los otros, incluso, en un destino que le dice no al destino. Ese que me apresto a contar en pocas palabras porque para eso no me dan ni las fuerzas ni el alma ni mi humanidad.


Amanda se enamoró de un fulano que a los seis meses los mató, a ella y a Pedrito.


*Relato tomado del libro de cuentos 'Bruselas', publicado en 2021 por Editorial Cactus Pink.

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