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Cuento

Las gatas de Licurgo

Kevin Wright

Número revista:

3

Sostiene Heródoto que los misterios de Zeus Esparta y Zeus Uranio otorgan a los reyes Lacónicos el derecho de declararle la guerra a cualquier pueblo.


Una noche de agosto, Jaramillo y yo imitamos aquella potestad y les declaramos la guerra a las ratas.


Ellas habían fundado sus incestuosas dinastías entre las sombras de una casa que Jaramillo había heredado. La propiedad se situaba abandonada en unos arrabales selváticos, aledaños a la vía a la costa.


Nuestra intención era liberar el domicilio de las roeduras y de la inmundicia para que Jaramillo pudiera armarse algún negocio truculento, una fonda o un lupanar.


Nuestro armamento se resumía en una decena de botellas de aguardiente, unos bates de cricket y un palo de golf número nueve que le robé a mi abuelo. No hubo muchas ocasiones para usar nuestras armas; la verdad es que nosotros, los hombres, logramos restar pocas bajas a esa tropa repulsiva y roñosa. Las gatas nos relegaron a la irrelevancia. El mismo Jaramillo, no sé de dónde, las había traído: una docena de gatas callejeras, de pelajes mestizos, con colas y orejas partidas.


Apenas soltamos las ataduras del bolso de lona, se desparramaron como tinta en la oscuridad. Sabían que esa era una noche de muerte: una guerra lóbrega y sigilosa. Buscaban enardecidas a las ratas, a quienes despreciaban tanto que se rehusaban siquiera a topar una vez muertas.


Las felinas gozaron de jugar cruelmente con aquellos cuerpos obscenos y regordetes, deleitándose con los chillidos y los estremecimientos nerviosos de las crías rosadas que las ratas abandonaron ni bien intuyeron las primeras bajas sufridas entre sus rangos.


Eventualmente, las roedoras se quedaron sin escondites y, las que eran demasiado gordas para escapar, empezaron a batallar desesperadamente en las esquinas y en los recovecos entre las paredes y el piso.


Si bien las gatas parecían invencibles al principio de la campaña, las heridas que recibieron se fueron acumulando. Esto no disminuyó su entusiasmo sanguinario, pero eventualmente redujo su número.


Había entre nuestras mercenarias aguerridas una felina vieja y melenuda que apodamos “La Leónica”; la llamábamos así por su hábito de hostigar a las más menudas, para que quepan en los espacios estrechos de la casa. En vez de lanzarse al cuello de sus víctimas, la Leónica partía sus cráneos hincando los caninos en las cavidades aurales.


—Algo de Jaguar tiene La Leónica— decía Jaramillo, mientras se deleitaba con el crujir de un cráneo partido en pedazos.


Nosotros los hombres nos teníamos que contentar con dar misericordias a las ratas que encontrábamos hipando en la oscuridad. Le di buen uso al número nueve del abuelo, estampando esos cuerpos cerdosos contra la pared.


Las gatas, dignas hijas de las leyes de Licurgo, se rehusaban a morir como sus ratas ilotas: no nos permitían sacarlas de su miseria. Llevaban sus cuerpos gravísimos hasta las últimas consecuencias y morían confundidas en un amasijo gris de garras y dientes.


La noche se escurría, y Jaramillo se estaba aburriendo de reventar botellas de aguardiente contra las cabezas que osaban asomarse desde las paredes. Yo observaba a mi compañero y sentía disgusto por nuestra soberanía compartida que osaba beneficiarse de la naturaleza suicida de las felinas. Envidiaba a las gatas y su honrosa y desalmada actitud de predador; me hubiera deleitado de ser tan veloz, tan sigiloso y tan dispuesto a dar muerte. Tuve que contentarme con hacer de sacerdote y entregué al inframundo a nuestra brava tropa secreta.


Nos deshicimos de los cuerpos que pudimos hallar, enterrando en una fosa común a las gatas sobre un montículo de cuerpos enemigos. El hedor comenzó cerca de la madrugada, cuando ya solo quedaban La Leónica y una de sus tenientes. La humedad aumentaba y el zumbido de cientos de moscas, que buscaban los cuerpos perdidos de las ratas entre las paredes, dio a esa casa un auge de trinchera.


Los sonidos raspantes sobre la madera habían cesado y las dos gatas que quedaban, moribundas e impacientes de la batalla, siseaban amargamente. Hastiado y mal dormido, me excusé dando el pretexto de alimentar a las gallinas.

En el gallinero encendí un tabaco, procurando sacarme de encima el olor podrido de rata muerta.


Mientras el sol acechaba ferozmente el ocaso, asomando su melena radiante por sobre el monte, la Leónica apareció desde la puerta principal y se echó sobre las gradas del pórtico; larga y greñuda, a punto de morir.


Conmovido, entré en el gallinero y me robé un polluelo. El bultito de pelusilla dorada se estremeció en mis manos mientras las gallinas alzaron protestas cluecas. Me acerqué al pórtico. La Leónica clavó sus oscuros ojos en los míos. Comprendí entonces por qué los egipcios, gente agreste y supersticiosa como la de los arrabales, adoraron al mero felino. Le tendí con cuidado a nuestra generala, aquel cuerpecito tibio y suave, para honrarla por sus servicios aguerridos de predadora, despiadada e impía. Su hocico, torcido y terrible, conmovió las blandas plumas con un aliento entrecortado.


La Leónica observó al polluelo con menosprecio. Se negó aquel trozo de carne, cerró los ojos y cedió, entregándose a un largo y misterioso sueño. Es difícil imaginar una muerte más serena. Lo último que la demasía de su alma retuvo de nuestro mundo fue el albor del sol naciente y el olor de la carne suave.

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