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Narrativa
Huacos familiares

Las niñas y los perros somos parte del reino animal

Daniela Dávila

Número revista:

Huacos

Mi relación con mi cuerpo es una permanente e incesante relación de usos y desusos. Mis primeros recuerdos del cuerpo tienen la marca del “amor” descontrolado que mi padre sentía por mí. Mi papá me golpeaba hasta agotar su rabia por no terminar la sopa, por enredarme el cepillo de mi madre en el cabello o por no acabar los deberes antes de salir a jugar. Mi historia es la de muchas otras niñas del mundo que sufrieron violencia física como parte de su crianza. Hace poquito me dijo que él hizo todo lo que hizo porque no sabía cómo ponerme “a salvo”. Yo te quería proteger, me dijo. Decidió, entonces, que mi cuerpo no olvidara nunca que estaba en peligro. En su peculiar forma de buscar mi salvación me llenó de moretones, sangre y dolor las nalgas, las piernas y la espalda. Yo lo reconocía cuando al bañarme con mis primes, mis tías o abuelas reaccionaban entre el asombro y el miedo. Su reacción me hacía pensar que tenía un moco en la cara o que me había salido cola de puerco.


No hace falta tener alguna enfermedad mental, un trastorno o ser un monstruo, para ser violento. Padres y madres golpean a sus hijes para corregir, educar, controlar y, como dice mi padre, hasta para cuidar. El castigo correctivo, los golpes, la violencia emocional estuvieron normalizados durante siglos, porque se hacía “por nuestro bien”. En esa posición de poder, adultocéntrica y patriarcal, les hijes les pertenecemos a les padres y madres. Las infancias son objetos, no sujetos. No tenemos la edad o el entendimiento para que se nos pregunte si queremos terminarnos la sopa antes de que nos arrastre un grito o nos caiga un coscacho.


A mi cuerpo no lo he entendido aún del todo. Me permitió recordar lo poco femenina que trataba de ser para que mis pares me reconocieran como igual: apta para saltar cochas, para la cacería de lagartijas y bichos; veloz en la bicicleta, ágil para escapar en los timbrazos de las puertas ajenas, para caminar sin zapatos por las piedras y saltar muros. Y, de repente, en pleno apogeo de mi pandilla de niñes salvajes, mi cuerpo menstruó para recordarme que había nacido en este cuerpo. Esa tarde, sentada en el inodoro de mi casa, lloré diciéndole a mi madre y diciéndome a mí misma que no quería sufrir por amor, que no quería ser mujer, que no quería tener sexo, que no quería ser madre. Pensaba en las perritas en celo y luego de parir: solas, con sus desdichadas tetas, hinchadas y colgantes.


Más tarde, mi cuerpo me ayudó a pertenecer. Me equipó de la fuerza, la agilidad y el talento para dedicarme varios años de mi vida a clavar estocadas y fintas con mi florete. Comencé a sentirme orgullosa de la asimetría que el esfuerzo prometía: una pierna más ancha que la otra, un brazo más desarrollado que el otro. Unas heridas de guerra que ya no eran producto de los golpes de mi padre, sino de mi propia valentía en la pista de esgrima. Mis moretones, esas marcas, eran por fin decisión mía.


Luego mi cuerpo se empecinó en desaparecer; seguro que estaba cansado y necesitaba unas vacaciones. Y tanto desapareció que incluso dejó de menstruar por casi un año. Se hizo alérgico al azúcar, al hornado y a las parrilladas con amigues. Y me obligó a reconocer que quizás sí quería sufrir por amor, ser “mujercita” y quedarme embarazada de todos los hombres con los que salía por primera vez. Una búsqueda que, años más tarde, escupiría toda la violencia contenida de mi cuerpo para replantearme mis formas del amor.


Mi cuerpo tiene memoria, me recuerda que no existe un dolor que se entierre dentro para siempre, el cuerpo se encarga de sacarlo todo para afuera. Mi padre no era un monstruo, pero me daba más miedo que la oscuridad y todos los monstruos de mi imaginación juntos. Y aún ahora es el fantasma que terapia a terapia me visita para recordarme los cucos, los traumas, los dolores, los guardados bajo la alfombra. Espero que algún día me deje en paz, sacudirlo lejos de mis intimidades. Aunque no estoy segura de que eso se pueda. Y es que mi cuerpo me recordó hace poco, mientras dibujaba las escenas de mi padre sacudiéndome y golpeándome con toda su rabia contenida, que el cuerpo deja de ser nuestro cuando alguien más abusa de él. Lo abandonamos para poder sobrevivir al dolor.


Hasta que quizás, ojalá, empiezas a recuperarlo, rehabitarlo. Once meses después de la desaparición forzada de mi sangre, mi cuerpo, muy astuto, perdonó a mi madre, que fue con quien durante años pude desquitarme y se cabreó como debía, con mi padre. Gracias a eso volví a menstruar y a enorgullecerme del olor de mi sangre y mis calzones manchados.


En 1874, en Estados Unidos, se llevó a cabo el primer juicio que defendía a una niña del maltrato por parte de su madre. Lo curioso es que el proceso lo inició la Sociedad Protectora de Animales, ya que no había leyes que protegieran a les niñes; es decir, el maltrato infantil no era un delito. Esto lo escucho decir en un podcast a la periodista y escritora mexicana Daniela Rea. La defensa de la niña argumentó que, puesto que la niña es parte del reino animal, merece al menos la misma protección que un perro. Y yo lloro, con cierto alivio y satisfacción, por todas las veces que me sentí peor que un perro, porque ahí terminé de convencerme de que no fue mentira, yo no exageraba.


“Ninguna violencia es poquita violencia”, dice Daniela, la otra Daniela. Y es verdad. El castigo corporal y la humillación que suceden en nuestras casas aún siguen considerándose un asunto que pertenece al ámbito de lo privado, lo que deja a les niñes indefenses ante esos abusos. Casi un siglo después de ese primer juicio, en 1959, se decreta por primera vez una ley que regula la vida digna de las infancias en el mundo, pero en ella todavía no se menciona claramente como delito al castigo físico o emocional a les niñes por parte de sus padres. En Ecuador, actualmente el Art. 67 del Código de la Niñez y la Adolescencia especifica que el maltrato que venga de los progenitores o cuidadores inmediatos también es penalizado. De todas maneras, nadie se mete en nuestras casas; en la mayoría de los casos esto es letra muerta.


“¿Qué puede hacer un cuerpo?”, preguntaba alguien en las redes sociales hace un par de días. Y yo comentaba: “Lo que hacen todos los cuerpos: convertirse en polvo”. Me pregunto qué clase de polvo será mi cuerpo cuando ya no pueda agregarle rutas o cuentos, marcas o remellados. No tengo una respuesta. Lo único que sé es que mi cuerpo, que no había sido más que una herramienta utilitaria para definirme ante otres, hoy empieza a ser un territorio vivo, un mapa, un cuento, un testimonio, una historia de muchas versiones y pedazos de mí. De muchas yo, tratando de reunirse, por fin, en una.


*Texto resultado del “Taller de escrituras familiares” de Gabriela Wiener, llevado a cabo en el Centro Cultural Benjamín Carrión , en Quito, en marzo de 2022.



Daniela Dávila Navarrete (Quito, Ecuador, 1992)

Es docente y mediadora cultural. Le interesa la literatura infantil y juvenil como medio para explorar las narrativas que dialogan con infancias libres y que reconocen sus agencias. Reconoce la importancia vital de contar historias y de la escucha afectiva; elementos que construyen una “comunidad indomable” y más tierna. Co-produce el podcast Crónicas al borde, es mediadora de lectura en Picnic de Palabras Ecuador y escribe instrucciones para leer su mundo ilustradas por Carmen Lu Páez.

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