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Narrativa

Lo que fue el futuro
(fragmento de novela)

Daniela Alcívar Bellolio

Número revista:

9

La pregunta fundamental de los relatos es: ¿cómo sigue esta historia? Entonces creemos que a unas cosas siguen otras, que la vida se sucede, que todos los hechos están conectados, que los acontecimientos, las imágenes, las experiencias, son reales porque hay algo, igual de real, que los vincula. ¿Dónde están esos lazos? Nadie los ha visto, nadie los ha sentido, nadie sabe de qué están hechos. Lo visible y lo sensible nos golpea con toda desnudez, y luego algo, ¿qué?, nos empuja a inventar o reconocer una causa, una linealidad, un sentido. Los hombres engendran su prole, esperan la continuidad, perpetúan sus genes. Pero esos genes son nada flotando en la inmensidad del vacío. Son nada flotando en la inmensidad del todo. Son genes y nada más, nada menos: el germen de una vida equívoca, más desdichada o más feliz. ¿Existe la suerte? ¿Y qué determina en el universo que una vida que aparece terminará, al cabo de los años, de modo violento o pacífico? Decimos el azar, decimos Dios, cada respuesta entraña un punto de vista sobre el mundo, una leve duda que terminará algún día, súbitamente pero con suavidad, como una pavesa se pierde en el negro cielo nocturno. Un hombre, un escritor, le escribe a su hija como dedicatoria en la primera página de su más reciente libro publicado: en la profundidad de tus pensamientos despeinados está la garantía de que no he de morir, aún después de muerto. Poco después, muere. La hija asiste al velorio vestida de rojo, dispuesta a enterrarlo bajo toda la tierra del mundo, y que infinitas capas de olvido anulen su profecía. Su nieta, a quien nunca conoció, descubre un día sus papeles, y a sus ojos llegan palabras, recuerdos, imágenes que el hombre guardó cuando aún se creía inmortal. Todo ajeno. Sesenta años han pasado. Sabe que en ella, de algún modo, resuenan las sentencias del hombre a través de esos papeles arrebatados al olvido. ¿Se ha roto la continuidad? ¿Será capaz este hombre muerto de revivir? ¿Qué es el linaje? ¿Qué es la deuda? ¿Cómo sigue la historia?






Siempre llego tarde a lo que me pasa. Tengo nueve años y un milico cuarentón nos sigue a la distancia a mí y a mi hermana por los campos abiertos del colegio Balsells. Aún tenemos acento guayaquileño, y a las dos nos gusta recorrer esos prados interminables que tienen de fondo las tres piscinas. Nunca en la vida habíamos estado en un colegio con piscina. Nunca en la vida habíamos estado en un colegio tan lindo y libres del miedo a la humillación de ser sacadas de la clase por falta de pago. Ahora, que podemos, con las bicicletas recién regaladas –cintas brillantes rosadas y violetas vuelan con el viento desde los dos extremos del manubrio, y lo que más asombra es su forma de pegarse sin solución de continuidad al profundo verde del mundo– recorremos cada palmo de ese colegio que es como si fuera el patio de nuestra casa. Somos niñas: todo aparece en un presente sin medidas, todo siempre está surgiendo. Así que no puedo saber a ciencia cierta cuándo fue que la figura retaca y solapada de ese militar de bajo rango empezó a asomar por esos paisajes desiertos y nuestros. Pero sin duda debe haber sido poco después de la noticia que rompió, por primera vez desde que llegamos a Quito, la muy nueva ilusión de permanencia: que nuestro colegio, en el que habíamos estado solo unos meses pero ya amábamos, sería vendido a partir del siguiente año lectivo al Liceo Naval. Nada bueno puede durar mucho. Qué irónico. El paisaje es verdísimo y extenso, las hondonadas como prados interminables, en ellas caben mundos enteros de silencio y viento. En Guayaquil nunca conocí la amplitud, todo era diminuto o abarrotado. Ahora todo se extiende, todo aparece con su intensidad gris azulada y verde: es la piscina larga y rectangular que en las tardes, cuando ya todos los alumnos se fueron a sus casas, en esa soledad única de las escuelas después de clases, en las horas muertas en que el silencio parece más total que en cualquier otro lugar del mundo, muestra en su agua inmóvil el paisaje del cielo, las nubes estáticas, la grisura del cielo invernal, todo reflejado también para abajo con el blanco apenas glauco y subacuático de las baldosas cuadradas de las paredes y el fondo. Y solo a veces, por la desgracia de algún bicho distraído, unas ondas ínfimas deforman el panorama sobre el agua y me recuerdan que la vida existe, que el mundo sigue andando, que no todo es este puro reflejar de la luz gris de la tarde sobre el agua impávida de la piscina. También es la otra piscina, la de clavados, redonda y profunda, de un turquesa encendido en los bordes y en el centro un recóndito azul ominoso. Y es la torre de los clavados a la que me subo para ver el paisaje montañoso que se extiende hacia la lejanía, para llenarme de esa brisa fría y tranquila. A lo lejos, mi nueva casa: dos pisos, alfombra roja, ventanales por todos lados, balcón al río. Un extraño y fascinante lavabo color amarillo patito en la cocina: nunca había visto algo así. Brisa suave y helada que me amortigua la nariz, que me hace pensar en las montañas. Muy raro: también me recuerda a mis abuelos, que están en Guayaquil, en el puro y aplastante calor. Ellos aún no saben a dónde fuimos, mi mamá nos sacó de Guayaquil a escondidas, por miedo a la reacción de mi papá. Los extraño pero no pienso mucho en lo preocupados que deben estar. En el fondo, deben saber que el peligro mayor siempre estuvo en las imprevisibles aristas del alcoholismo de su hijo, mi padre. Gateo hasta el borde de la tabla que se comba con mi peso y luego me siento ahí, dueña de mis dominios, pienso, dueña por fin de algo. Desde hace unos días corre el rumor de que se concretó la venta del colegio a los militares, y de pronto me doy cuenta de que desde no sé cuándo emergió de entre las ondulaciones del paisaje la figura tosca del milico. Al principio nos mira de lejos y yo dudo si en realidad nos mira a nosotras o solo espía, inspecciona, hace cosas militares como vigilar lo que pronto dejará de ser nuestro y empezará a ser suyo. Su silueta uniformada es, al principio, nada: una mancha más oscura en el verde de nuestra infancia. Una mancha encasquetada en un paisaje que no requiere ningún casco. Con los días esa mancha se agranda y sus contornos se hacen cada vez más definidos. La mancha humana. La mancha humano–militar. La mancha humano–militar–bigotuda. La mancha de uñas comidas hasta la sangre y ridículo casco metálico sin utilidad. Qué desagrado: huele siempre a cigarrillo el aire cuando se acerca. La cuestión es que no sé cómo una tarde fría y ventosa, el cielo gris y estático, tarde solitaria como todas las tardes después de clases, mi hermana y yo nos metimos a la piscina helada, animadas por la ausencia de adultos. Debimos vernos como dos manchitas de color en medio de un desierto invernal, chapoteando. En eso aparece el cabo sonreído y nos hace la conversa. Que cómo nos llamamos, que si estamos en el colegio, que dónde están nuestros papás. Mezcla perfecta de prevención y buenos modales, en la amplitud de todo lo visible nuestros cuerpos hacen un triángulo solitario, tres puntos coloridos en un despliegue de gris azul, de turquesa blanco: las dos niñas y el militar.

*Cortesía de Severo Editorial (2022).



Daniela Alcívar Bellolio (Guayaquil, Ecuador, 1982)

Escritora, crítica literaria, investigadora académica y editora. Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Becaria de CONICET y del Fondo Nacional de las Artes (Argentina). Miembro del Comité Editorial de la revista Sycorax (www.proyectosycorax.com). Editora general en Editorial Turbina (Quito). Es autora de los libros de ensayos Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias (2016) y El silencio de las imágenes (2017), del libro de relatos Para esta mañana diáfana (2016) y de la novela Siberia (Premio Joaquín Gallegos, 2018; Mención de honor La Linares, 2018). Sus libros han sido editados en Argentina, Chile, Bolivia y España. Vivió en Buenos Aires entre 2005 y 2017. Actualmente dirige el Centro Cultural Benjamín Carrión en Quito.

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