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Cuento

Los ángeles de la muerte

Gabriel Ortiz Armas

Número revista:

4

Empezó la jornada a las ocho, en el restaurante costeño cerca del parque. No tomó el desayuno, pues ella solo iba a vender los dulces que su mamá le había encargado.


—Cómpreme —repetía a cada comensal, en cada mesa.


De todos los que estaban ahí, se acercó a un hombre joven, de saco oscuro, pantalón gris y mirada profunda.


—Compre los dulces.

—No, gracias —le respondió, con una sonrisa de pena.

—Apure, para la novia —insistió.

—No tengo.


Se marchó del restaurante sin decir nada, a seguir importunando a las personas en el parque. Al fin y al cabo, era solo uno más de todos los que no comprarían ese día.


Dieron las once de la mañana y el sol no asomaba entre las nubes. Parecía haberse tomado el día de descanso. Ella paseaba ofreciendo sus dulces y ahora, también, galletas. Se paró a la salida de la iglesia y siguió con su sermón.


—Cooompre los dulces —repetía a los que salían de misa.


Entre la gente distinguió al joven del restaurante, ahora con pantalón negro y el mismo saco oscuro. No le dijo nada, a él ya le había arruinado la comida. Sin más que pensar, continuó en su sitio hasta la última misa de la mañana. A la hora del almuerzo reunió una parte de las ventas y compró unas papas, que amagaban un plato fuerte.


Luego del almuerzo volvió a su oficio. Ya casi no tenía dulces, pero le quedaban las galletas y le habían chantado un paquete de gomitas. El día iba para largo, así que se dirigió al café, que nunca fallaba en las ventas gracias a la gente pretenciosa que compraba sus bebidas carísimas por apariencia. En las mesas de fuera estaba el muchacho, otra vez, usando camisa y sin el saco oscuro. Ahora le vendía un dulce porque le vendía.


—Cómpreme los dulces —dijo con ese tono casi cantado, resultado de la repetición.

—No nena, no tengo para eso —el joven cerró su cuaderno.

—¿Por qué trae lápiz, borrador y el cuaderno? —preguntó ella, como estrategia de marketing.

—Dibujo. Eso que traigo es todo lo que necesito —respondió, conmovido por su interés.

—A ver, dibuje.

—¡Eh! No es tan fácil, pero déjame tratar… —en realidad, no sabía qué dibujar.

—¿Qué es eso? —la niña se inclinó sobre la mesa para ver de cerca los garabatos.

—Es la palmera de enfrente, pero, si ves bien, hay un pajarito a punto de lanzarse al precipicio. Lo que él no sabe es que vuela, y su instinto no lo dejará caer al suelo.

—Aah —no había más para decir a tan rara explicación. Volviendo a la venta le dijo—. Compreee las gomitas.

—No tengo, gracias.


Se fue. De nuevo el plan había fallado. Sin embargo, el resto de la cafetería agotó los dulces y la mitad de las gomitas. Solo faltaban las galletas, con media tarde de sobra. Anduvo por la feria y por las cuadras cerca del parque. Al caer la noche, y faltando solo dos fundas de galletas por vender, fue a las comidas rápidas de por ahí.


Entrar era un riesgo, olía tan bien que era capaz de gastarse sus ganancias. Lo hizo siguiendo su performance de venta. Vendió una galleta antes de darse cuenta de que el joven, ahora con un abrigo negro y de aspecto diferente al que recordaba de la mañana, estaba otra vez ahí. Se espantó un poco al pensar que tal vez la seguía, nunca se topaba con alguien cuatro veces el mismo día.


Se acercó, temerosa, dispuesta a gastar su última oportunidad, y comprobó que era el mismo.


—Compre las galletas —replicó por última vez.

Él miró la caja casi vacía y le dijo:

—A ver, dame una.

Estaba hecho, se había consumado la última venta del día y aún era temprano.

—¿Ya acabó de dibujar? —preguntó ella, esta vez con verdadero interés.

—Sí, ¿quieres ver?

—Bueno.

—Mira —el joven abrió su cuaderno.


Lo que había en la hoja la espantó tanto que echó a correr, arrojando su caja vacía. Las líneas la seguían, el color la perturbaba y la figura grabada en su retina la hizo entrar en pánico. Lloraba, las lágrimas le nublaban los ojos mientras el trazo se metía en su cabeza y sentía la mirada del joven sobre ella. Corría tan rápido y estaba tan alterada que no se percató de la puerta de cristal. Los vidrios la bañaron como granos de azúcar que caen en el café.


Comenzó a sangrar, manchó la entrada del local y el pavimento hasta que se desplomó. Yacía inmóvil mientras la gente no podía siquiera ver tal escena. Ahí estaban la caja vacía, sus mejillas húmedas y el dinero que había ganado, pintado de rojo y desparramado sobre el suelo. Su cuerpo no lo soportó y el chorro que emanaba de ella le fue arrebatando el color y la temperatura. Aún hay pedazos de vidrio con su sangre y sus lágrimas, pedazos que grabaron el dibujo del joven en medio de la acera.

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