Narrativa
Medellín
Santiago Vizcaíno
Número revista:
9
Las palomas atraviesan la calle de forma tan violenta que los tipos que beben el domingo en la 70 las espantan como a moscas muertas de hambre. Hay partido de fútbol en el estadio, entonces aquí es «todo bien». Me pido un caldo de costilla que llega endiabladamente caliente, mientras cada tanto vienen hombres y mujeres a mendigar dinero con cualquier pretexto. Una señora me mira descaradamente mientras su marido bebe una cerveza y piensa, seguro, que El Nacional tiene que ganar. Los hombres somos muy feos y las mujeres muy guapas, dijo el taxista que me trajo del aeropuerto. Los feos se pasean muy orgullosos con sus mujeres sobre el boulevard, como si caminaran sobre la sombra de la noche. Medellín resume el mundo, hace de existir una explosión. En la noche salgo con tres ecuatorianos a hacer turismo sexual. Todos son ingenieros en una rama de la que no tengo ni la más peregrina idea. Hablan de algoritmos y de papers que tienen la intención de publicar. Vamos al Fase Dos, dice uno como si fuera su lugar favorito. Lo conoce tan bien que el tipo de la puerta le dice bienvenido y ni siquiera lo revisa como a nosotros, expectantes, ansiosos, excitados. Hay show continuo sobre una pasarela alta con tubos donde las mujeres suben y bajan como mariposas recién salidas del capullo. La desnudez es un espectáculo que se pasea hasta el amanecer. Pedimos una botella de aguardiente que nos sirve un tipo muy gordo que camina con las manos hacia atrás y lleva una camisa blanca que tiene un bordado del local. Es muy serio. Son doscientos cincuenta mil pesos, dice. Pero no sonríe ni se inmuta cuando contamos los billetes de dos mil pesos, uno a uno, como billetes de un dólar. En la mesa contigua, una pareja observa la acción. En general solo hay hombres y prostitutas. Sin embargo, la mujer admira el espectáculo atentamente. Su pareja habla con una chica sobre la posibilidad de hacer un trío. Ella aprueba. Mira a la prostituta de arriba abajo. La tasa. Nosotros bebemos el aguardiente y brindamos. Las mujeres exuberantes se nos acercan a cada momento para acariciarnos la espalda o el pecho, pedirnos una propina o preguntarnos si queremos ir a la habitación. Animate, papi, me dice una de ellas que lleva el cabello pintado de morado y muestra sus tetas descomunales como trofeos. No, ahora no, le digo, más tarde, cuando me anime un poco. Y ella se va meneando el culo de un lado al otro de manera exagerada. Los ingenieros hablan poco, casi siempre de alguna de las chicas que bailan, de sus piernas o de sus tetas operadas. Me aburren un poco, me aburre su vulgaridad e intento sonreír. Apuro un trago tras otro hasta emborracharme. Tampoco quiero ser el primero en ir con una de las chicas, sería como demostrar que estoy desesperado. Y entonces me contengo porque no he tenido sexo en semanas y llevo varios días en Medellín sin ningún tipo de afecto femenino. Al instante, me doy cuenta de que soy igual de vulgar y que digo afecto por sexo, por follar, por deseo, por morbo. Una vez en Ecuador quise sacar a una puta de esta vida, dice uno de los ingenieros. Iba siempre al mismo chongo todas las semanas y ella me trataba bien, se pasaba hasta horas conmigo, íbamos a la habitación y me la tiraba, pagaba siempre por al menos una hora. Estaba tan buena que se me ponía durísimo y, como andaba casi siempre un poco borracho, no terminaba nunca. Yo veía cómo se corría. Y se corría varias veces, aunque no me lo crean. Y yo me enamoré. Quería dejar a mi mujer y todo. Nunca había estado tan enamorado. A veces iba y le decía: mi amor, porque ya nos tratábamos así, mi amor, quiero sacarte de esta vida. Y ella me respondía: tú estás loco, tú no sabes lo que dices. Tú debes tener esposa e hijos. Así estamos bien. Me gusta cómo lo haces y punto. No te hagas ilusiones. Pero yo estaba encoñado. Muy encoñado. Uno de esos días me quedé a esperarla a que saliera. El sitio lo cerraban a las tres de la mañana. Parqueé mi carro cerca del lugar. Seguro lo conocen. Se llama 122. Todos rieron. Bueno, ese mismo, siguió. Estuve allí aguantando frío como cojudo. Ella salió con el resto de chicas y tomó un taxi. Entonces la seguí. No sabía lo que hacía ni qué quería hacer. Tal vez, saber dónde vivía, si estaba sola, si tenía hijos; ver si yo tenía alguna oportunidad. La cosa es que seguí al taxi hasta el sur. Hasta allí me fui a parar. Cuando el taxi se detuvo, yo también lo hice, una cuadra antes. La miré bajarse y despedirse del taxista. Era una casa de cemento de tres pisos. Tenía una cerca de metal con una puerta con techo triangular, igualmente de cemento. Y eso qué importa, dijo uno de los ingenieros. Anda al punto. Bueno, siguió el otro. Que ella se metió. Y yo me acerqué hasta la casa. Y parqueé en la acera del frente. La luz estaba encendida y ella dejaba justo su cartera sobre el sillón y se quitaba los zapatos de tacón. Era un departamento de una sola planta, con cocina tipo americana, entonces se podía ver todo a través de la ventana que apenas tenía unas cortinas finísimas. Se podía ver todo lo que ocurría adentro, quiero decir. Me quedé allí observando con las manos sobre el volante y el motor apagado. De pronto, salió un hombre y ella lo saludó. Se abrazaron. Se besaron. Luego apareció una niña. Se acercó a ella y ella la cargó y la besó también con afecto. La tuvo cargada un buen momento mientras hacía algo en la cocina. El hombre desapareció en una de las habitaciones. Vi cómo ella acariciaba el cabello de la niña y le decía algo. Entonces encendí el motor y me fui. Regresé a mi casa muy triste. Nunca más volví al 122. No habría sabido qué decirle. Varias veces llegué hasta allí, parqueé el auto y me quedé contemplando la puerta de entrada. El guardia que me conocía se acercaba y me preguntaba si iba a entrar, que estaba bueno el ambiente. Sí, le decía yo, estoy esperando a un pana. Y encendía el auto y me iba. Qué cagada, loco, dijo otro de los ingenieros, no vale enamorarse de una puta. Brindamos. Levantamos nuestros pequeños vasitos de aguardiente y brindamos. Volteé la mirada hacia las mesas y allí estaba ella: corpulenta, tetona, con el cabello largo, muy largo y negro. Debía tener unos veintitrés años, calculé. Coqueteó conmigo un momento, se llevó un chupete a la boca y miró su celular. Luego volvió a levantar la mirada y sonrió. Me levanté de la mesa y me acerqué. Uno de los ingenieros dijo algo, pero yo seguí caminando hacia mi objetivo. Me quedé parado frente a ella. Dejó su celular y me miró. ¿Qué quieres, mi amor?, me dijo. ¿Quieres ir a la habitación? No, le dije, quiero conversar. Pues siéntese, qué espera, dijo. ¿Me invita un trago o qué? Bueno, dije, pide lo que quieras. Hizo un gesto con la mano hacia la barra. Me miró. ¿Vos cómo te llamás o qué? Inventé un nombre. ¿No sos de acá, no cierto? Soy de Ecuador, respondí. Ah qué lindo, Ecuador, me gustaría conocer. ¿Y qué haces acá o qué? Le conté. Le dije que había venido a dar una charla, que era escritor y que al otro día me iría. Ah, escritor, dijo, qué interesante. ¿Estás por la feria? No he ido por allá, pero seguro voy el fin de semana. La miré con incredulidad. Pero qué te pasa, dijo, creés que porque una es puta no lee o qué. No, dije, está bien. Me agrada. ¿Y de qué escribís, contame, novelas, así como las de García Márquez o qué? Me reí. Llegó el de la barra con su trago y yo me pedí un whisky. Me empezaba a animar. Tendrías que leer, le dije. No podría explicar lo que escribo ni de qué va. Solo lo hago. Y tú, ¿cómo te llamas? Pues qué nombre te gusta, mi amor. Ponme el nombre que más te guste, añadió. Total, quién sabe si nos volvamos a ver, y qué importancia tiene. De acuerdo, dije. Te llamarás Lucía. ¿Lucía?, pero qué pensás, qué nombre de vieja. Pensá en otra cosa, bobo, dijo, y se rio muy fuerte. Vi sus dientes blancos y perfectos, seguramente postizos, pero exactos. Me llamo María Alejandra, dijo, para que no andés pensando más. Oh, dije, es lindo, pero será el nombre con el que trabajas. Qué más da, bobo, ¿si te digo mi nombre verdadero, cambiaría algo? Igual te puedo mentir. Era verdad. Al final, la vida te da más verdades que la literatura, pensé. Creo que lo dije en voz alta porque me miró extrañada. ¿Me invitás otro trago o qué? Bueno, respondí, yo también quiero otro trago. La mezcla de alcohol empezaba a hacer efecto. Regresé a mirar a mis amigos. Me llamaron. Espera, dije. Me acerqué a ellos. Ya nos vamos, dijo uno, vamos a otro sitio, conozco uno que está mejor. Lo siento, me quedo, me quedo con ella. Luego tomo un taxi al hotel. Mañana debo estar temprano en el aeropuerto, así que me voy en un rato. Les agradezco, les agradezco la compañía, les dije. Ojalá nos veamos en Ecuador. Creo que se tomaron el último shot y salieron. Regresé a la mesa con María Alejandra. Estaba mirando su celular. ¿Qué tanto miras allí? Pues es de puro aburrimiento, mi amor, me dijo. Miro mis fotos y las de mis amigas. Son lindas. Mira esta. Y me pasó el celular para que viera una foto en la que estaba casi desnuda, al filo de una piscina. Eres bella, dije. Quiero hacerte el amor. ¿Hacerme el amor?, usted es del siglo XIX o qué. Aquí se va a lo que se va, a lo bien. ¿O no es hombre? Pero me gustaría toda la noche, dije. Quiero quedarme contigo hasta que amanezca. Ah bueno, papi, ese es otro combo, usted sí que tiene ganitas, ¿no? Es que no me gusta que me apresuren. Ok, mi amor, pero toda la noche sí le sale caro. ¿Tiene mucha plata o qué? No importa, dije. Puedo arreglar para quedarnos acá, si deseas, mi amor, o podemos ir a tu hotel. Prefiero quedarme acá, respondí. Entonces ven, dijo. Vi que mis amigos salían por la puerta. Uno de ellos volteó a mirar y se despidió con su brazo levantado y sonrió. Yo hice lo propio. La seguí hasta un segundo piso donde estaban las habitaciones. Son trescientos mil pesos, dijo. Saqué mi tarjeta de crédito y se la entregué. Trae una botella de aguardiente también, le pedí. Sexo que se paga con plástico, pensé. Creo que es justo. Volvió de inmediato con un voucher. Ya está, dijo, ahora sí vamos a gozar. La habitación era estrecha, pintada de un rojo encendido que cegaba un poco al accionar la luz. Tenía una cama de plaza y media con una triste manta rosa lavada mil veces. Sobre una de las paredes pendían varios ganchos para colgar la ropa y sobre la otra un gran espejo mostraba nuestros reflejos. María Alejandra sacó una bolsita de cocaína de su cartera y la vació sobre el velador. Hizo dos rayitas muy finas con una tarjeta de presentación y le dio un largo e intenso jale a una de ellas con un billete doblado como un sorbete. ¿Querés? Y me pasó el billete. La coca era fuerte. Es de la buena, dijo. Aquí en Medellín es de la buena. Está bien, dije. Hizo dos rayas más para las otras ternillas. Sirvió el aguardiente y brindamos. ¿Por qué no bailamos?, propuse. Saqué mi celular y busqué una salsa suave. Ella se puso de pie y nos juntamos. Bajé mis manos hasta sus caderas. Era más alta que yo y eso me excitaba un poco. Las tetas y el culo se le desbordaban como olas de carne. No sabía que los ecuatorianos bailaran salsa, dijo. Yo tampoco, respondí. Bailamos pegados un rato. Puso sus brazos alrededor de mi cuello y nos movimos lentamente. Tomé su cara y la miré. Sus ojos hicieron algo como brillar. Se quitó las tiras del vestido, y sus tetas cayeron sobre su pecho. La besé. Ella me besó. Caímos hasta la cama. La piel de sus piernas era suave bajo su vestido azul. Le ayudé a quitarse las bragas. Eran unas horribles bragas baratas, pero su sexo carnoso apareció como una campana hecha de pétalos rosas. Estaba ebrio y drogado. ¿Querés otro pase?, preguntó. Se levantó, vació su bolsita de coca sobre el velador e hizo cuatro rayitas. Saqué un billete de veinte dólares y lo enrollé. Con este es mejor, dije. Aspiramos. Era una coca tremendamente fuerte. Se te subía a la cabeza como una bomba. Puso dos nuevos shots de aguardiente repletos. Brindamos y los bebimos de un solo tirón. Se sentían bien, el aguardiente y la coca. Es una mezcla perfecta pero endemoniada. María Alejandra terminó de quitarse el vestido y vi su desnudez al fin. Me parecía de una perfección grotesca, como las ballenas jorobadas. Recorrí todo su cuerpo con mis manos y mi boca. Su piel sudaba y su cuerpo se movía como una mantarraya. Su cuerpo se recogía sobre una arena de polvo como un gusano en la tierra. Yo diría que en ese momento la quise. Yo diría que, en ese momento, ella me quiso. Aunque es demasiado tonto. Ya solo tengo destellos. Infatigables destellos que revientan como luces sobre mis ojos y se desvanecen. Yo la veía caer en su delirio, la veía aspirar una y otra vez su noche como unos ojos que se esconden, como dos líneas que se elevan en un desierto de sábanas ciegas. La veía enorme sobre la cama y yo rasgaba sus caricias embebidas en la penumbra. No pensaba sino en la caída del espasmo, en la elevación del deseo que se hacía una bola en el espacio de la pared. Todo era cierto para mí, pero no para ella. Entonces la nube se hizo grande, tan grande como el oscuro resplandor en que un hombre se pierde. Y ella se desvaneció en ese espacio hasta volverse una diminuta figura que reventaba y latía en mi cabeza. Latía, latía. Cuanto más latía, el mundo se hacía más insoportable. Cuanto más insoportable se hacía el mundo, mi cuerpo latía. Recuerdo que cuando despertamos, yo tenía mi mano sobre sus caderas. Ella se levantó de inmediato y dijo: tenés que irte, bebé, es tardísimo. Dame una raya de coca, pedí. No tengo, dijo, ayer nos metimos todo. Vi que se ponía su vestido y salía. Abracé la almohada con rabia. Estiré la mano hasta mi teléfono para mirar la hora. Eran las dos de la tarde. Mi vuelo salía a las once. Mierda, dije. Puta mierda, soy un imbécil. Cuando María Alejandra volvió, yo ya estaba bañado y vestido, con todas las ganas de irme. Se plantó en la puerta con una mirada de incertidumbre. Tenés que irte, pero no podés irte, dijo. Cómo es eso, respondí. Pues que hay toque de queda porque un hijueputa virus anda matando gente, papi. Y entonces resulta que no podemos salir de acá, que nos tenemos que quedar hasta que termine el toque de queda. La cabeza me empezó a dar vueltas. ¿Qué toque de queda?, pregunté. El toque de queda que ha dispuesto el gobierno. Usted es que es idiota o qué. Póngase pilas. Parecía tan piloso anoche y ahora es tonto o qué. Disculpa, dije, ¿qué virus? Usted sigue borracho, dijo. Usted no se ha dado cuenta, mi amor, qués lo que pasa aquí. Tan lindo que se lo ve. Se está acabando el mundo, papi, que hay estado de emergencia en Colombia y que usté es de Ecuador y que tiene que irse ya. Oh, dije, y me tiré en la cama y me cubrí con las almohadas. Hundí mi cabeza en una de las almohadas. Papi, levántate, dijo. Me levanté. Hice un acto de decencia y me levanté. Me voy, dije. Pídeme un taxi. Qué taxi, dijo. No ves que hay toque de queda. No se puede salir de acá. Y entonces qué, dije, entonces qué haremos tú y yo aquí. Bueno, otra noche te podés quedar, hasta que termine el toque de queda. ¿Otra noche? Otra puta noche en este sitio. Y sí, papi, no podés salir, no podés irte, será otra noche, y serán otros pesos, poquitos pesos. O sea que me tengo que quedar, perder mi vuelo y quedarme contigo. Bueno, papi, también podés salir, salir y que te metan preso. ¿Preso?, dije, preso por qué. Hundí otra vez mi cabeza en las almohadas. Y si me que quedo, cómo sería, pregunté, ¿cómo sería quedarme contigo otra noche hasta que me pueda ir? Bueno, nos podemos quedar otra noche, pero igual la tendrás que pagar. Entonces sacó otra bolsita de cocaína, hizo cuatro líneas de nuevo sobre el velador, me miró, envolvió un billete de mil pesos, jaló, jaló, otra vez, como si no hubiera jalado en toda su vida. ¿Te quedás?, preguntó. Sí, le dije. Bueno. Son otros trescientos mil pesos.
*Tomado de El ángel de la peste (La Caída & Grado Cero Editores, 2021).
Santiago Vizcaíno Armijos (Quito, Ecuador, 1982)
Ha publicado poesía, cuento, novela y ensayo. Recibió en 2008 el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura del Ecuador en poesía y ensayo. En 2011 recibió el Premio Pichincha de Poesía. Ha participado en encuentros de literatura y ferias del libro en una docena de países. En 2018 fue ganador de la convocatoria del Sistema Nacional de Fondos Concursables del Ministerio de Cultura por su novela Taco bajo, publicada por La Caída en 2019. Dirige el Centro de Publicaciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y en 2020 y 2021 fue curador de la Feria Internacional del Libro de Quito. En 2022 fue jurado del Premio Casa de las Américas, Cuba.