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Cuento

Niño que llora

Mauricio Montenegro

Número revista:

2

El ulular de una sirena. El monótono quejido de la alarma de una casa o de un auto. El sinfín de gruñidos y borborigmos de la panza de una ciudad que no descansa: taladros, vendedores ambulantes, gatos ferales en celo, oligofrénicos escuchando música a todo volumen en sus autos. Los odiamos. Esos ruidos no nos dejaban dormir, no nos dejaban descansar ni trabajar. Inclusive, no nos dejaban amarnos en paz. Por eso, hace unos meses, nos mudamos. Nuestro presupuesto nos impedía instalarnos en alguna casita a las afueras de la ciudad, únicamente rodeada por árboles y los primeros vecinos a cien metros de distancia. Quién sabe, quizás el repetitivo cantar de las aves también nos hubiese podido llegar a cansar, pero eran detalles que se habrían podido solucionar. Sin embargo, el agente de bienes raíces nos aseguró que el barrio donde quedaba nuestro nuevo departamento era residencial, tranquilo, sin discotecas o bares, sin negocios con parlantes hacia la calle; inclusive, varios asilos se habían trasladado hacia ese sector de la ciudad tan calmo, tan apacible.


Durante los primeros meses, efectivamente, nos dejamos envolver por el silencio urbano; es decir, aún podíamos escuchar el eventual bocinazo de un automóvil o las imprecaciones nocturnas de algún borracho, pero habíamos alcanzado nuestro objetivo. Fueron días felices, por las mañanas, dejábamos la cama solo cuando nuestro reloj biológico nos lo indicaba; nos deshicimos de cualquier despertador. Después del desayuno, podíamos meditar escuchando música binaural. El resto del día lo dedicábamos a nuestro proyecto. Por las noches, liberados del estrés que nos había provocado el tiempo en que nos perturbó la pesadilla sonora del centro de la ciudad, nos desnudábamos, nos reencontrábamos y solo entonces dejábamos que se rompiera el silencio con nuestros gemidos.


Y fue justamente en una noche de esas, mientras nos dejábamos azotar por la lujuria, que lo escuchamos. Era un alarido prolongado y lejano; atroz. Al inicio, no nos permitimos perturbar por el ruido. Ya pasará, pensamos, y continuamos explorando nuestros cuerpos. Pero el chillido se repitió poco después, y lo escuchamos con más nitidez, como si su emisor se hubiera acercado. Entonces nos fuimos deshinchando, deshumedeciendo, desengarzando, para luego quedar uno al lado del otro, notablemente frustrados. Los gritos no se detenían. ¿Quién será?, nos preguntamos. Se trataba de un grito agudo, el responsable no podía ser algún agonizante viejo de los asilos, pues de seguro sonaría de otra forma; además, concluimos, nadie grita tanto al agonizar. Podía tratarse de una mujer. Eso era mucho más probable. La voz aguda y poderosa. Quizás estaba siendo víctima de alguno de esos horrores que salen todo el tiempo por la tele. Decidimos levantarnos y echar un vistazo a la calle. Si los alaridos se escuchaban cada vez más cerca, era posible que su emisor se encontrase allí, y también el causante de tanta desesperación. Sin embargo, no encontramos a nadie. La noche era fría, la neblina era espesa y no se prestaba para paseíllos de ningún tipo. A pesar de que los gritos se habían detenido, llamamos a la policía. Queremos que nos ayude, en nuestro barrio parece estar ocurriendo algo muy malo. ¿A quién?, preguntaron. ¿En qué edificio? ¿Qué piso? ¿Qué sucede exactamente? No supimos bien qué responder. Es un escándalo, dijimos entonces, no podemos... no podemos dormir. A la media hora, una patrulla pasó por la calle y empezó a rondar por la manzana. Cada tanto, el conductor hacía sonar la sirena, no sabemos con qué intención. Nuestra noche estaba arruinada.


Pensábamos que se iba a tratar de hecho aislado. Sin embargo, al día siguiente, mientras nos dedicábamos a nuestro proyecto, escuchamos el chillido de nuevo. Nos resultó imposible continuar trabajando. Era desgarrador, constante y se prolongó durante mucho tiempo. Esa voz, aguda y sufriente, concluimos, no pertenecía a una mujer, como atolondradamente habíamos pensado la noche anterior, sino a una niña o un niño pequeño. ¿Qué podrían estar haciéndole? Sus lamentaciones no parecían originarse en un berrinche de nene malcriado. Sonaba desesperado. No nos dejaba concentrar.


A partir de entonces, los alaridos se volvieron diarios, rutinarios. A veces iniciaban mientras estábamos por ponernos a meditar; otras, cuando estábamos por acostarnos. Era perturbador, en especial porque en ocasiones escuchábamos los gritos con nitidez, mientras que otras parecían originarse muy lejos. Decidimos que había que hacer algo. Si era necesario, preguntaríamos de edificio en edificio. El niño que lloraba no podía estar lejos y la situación nos empezaba a cansar.


Primero quisimos averiguar si es que los responsables de ese horror no eran nuestros propios vecinos. Indagamos con el portero. ¿No ha escuchado al niño que llora? Después de un corto silencio, el hombre respondió afirmativamente. No parecía preocupado. ¿Sabe si el niño vive en el edificio? El sujeto se empezó a incomodar con las preguntas. Ustedes saben que en las suites solo viven personas solas o parejas. Pero pensábamos que quizás... El portero dio media vuelta, se metió en su garita y salió con un arrugado papel donde constaban unos nombres. Aquí está la lista de todas las personas que viven aquí. Si quieren pueden preguntar de uno en uno. Después, se fue al jardín de la entrada a regar las plantas, ya no quería saber más de nosotros. Echamos un vistazo a la lista: Aulestia 1-A, Landázuri 1-B, Gordillo 2-A, Belloni 2-B... En efecto, gente que vivía sola. Saludábamos con la mayoría. Nos resultaba incómoda la idea de ir de puerta en puerta preguntando si es que últimamente no se habían dedicado a atormentar a un niño pequeño. Entonces, en ese momento, lo escuchamos. Los gritos venían desde afuera del edificio.


Salimos atropelladamente. En la calle, intentamos ubicar dónde se originaban los gritos. No parecían venir de ninguno de los edificios. Comenzamos a deambular sin rumbo, hasta que los berridos se detuvieron en seco. Frustrados, molestos y sin ganas de volver a intentar trabajar en nuestro proyecto, decidimos caminar unas cuadras por el barrio. Había un parque muy cerca de nuestra casa, pero no nos gustaba ir para allá porque tenía fama de ser peligroso. Sin embargo, la tarde era soleada y por fuera el lugar se veía tranquilo y bien cuidado, así que nos aventuramos. Compramos helados y nos sentamos a disfrutar de la brisa de verano.


La alegría duró poco. Esta vez, los alaridos se escucharon cristalinos. Buscamos con la mirada hasta darnos cuenta de que cerca de una pequeña pileta estaba un hombre viejo empujando con dificultad una silla de ruedas medio oxidada. En ella, un bulto reposaba incómodo y daba alaridos cuando las palomas salían volando o se acercaban a ellos. Pero sucedía algo más. Cada vez que el chico ―al acercarnos pudimos comprobar que era un adolescente― se emocionaba por el aletear de los animales, el hombre viejo le daba un coscorrón en la cabeza, lo que provocaba que la emoción y el dolor se mezclaran.


Los alcanzamos, encaramos de frente al viejo y le dijimos: Usted, usted maltrata día y noche al muchacho. ¿Cómo se le ocurre? ¿No ve en el estado en que está? ¿Vive cerca, no es así? Hemos escuchado al chico durante días. Esto va a parar ahora mismo, llamaremos a las autoridades. El viejo no pareció inmutarse. Nos miró con rencor. Según ustedes, ¿yo vivo por aquí?, dijo finalmente, y se carcajeó. Entonces nos fijamos mejor en su vestimenta, su chaqueta desgastada, sus zapatos polvorientos; el calentador que utilizaba el muchacho era el de algún colegio privado de la ciudad y le quedaba muy grande. Cuando se emociona no se calla, ¿entienden? No se calla más. Entonces le doy un golpecito para intentarlo calmar. Él me entiende. Si llaman a la policía se lo van a llevar a uno de esos lugares donde lo tendrán sucio y arrinconado como un costal de papas. Así lo encontré yo, es mi nieto. Ahora lo tengo limpio, le doy de comer, lo saco a pasear, hago lo que puedo. Lo hemos escuchado por la noche también, añadimos sin mucha convicción porque nos habíamos dado cuenta de que ese no era el niño que buscábamos. Por la noche, esta ciudad se llena de gritos, gruñó el viejo y empezó a empujar la silla nuevamente, haciéndonos a un lado.


Regresamos a casa, espantados por lo que habíamos presenciado en el parque. Sin embargo, decidimos no llamar a la Policía para que hiciera algo con el viejo. A fin de cuentas, ¿qué ganábamos con eso? Además, retener a la pareja mientras llegaba un patrullero hubiera sido complicado. Los alaridos del chico de la silla de ruedas nos hubiesen puesto muy nerviosos. Cuando cayó la noche, regresaron los lamentos. Los escuchamos con atención y concluimos que, en efecto, eran diferentes a los del chico del parque. Era una situación insostenible. Por un momento pensamos en invertir en vidrios que aíslan el sonido, pero a fin de cuentas, la suite no es nuestra y dudamos que el dueño de casa quiera ayudarnos, por lo menos, con parte de los gastos. Lo más seguro es que tengamos que recurrir otra vez al agente inmobiliario, a él o a algún otro, para que nos encuentre un nuevo departamento, en un nuevo sector de la ciudad, con la garantía de que el barrio sea silencioso. Incluso podríamos limitar nuestros gastos y pagar un poco más por el arriendo. Todo sea por poder vivir en paz.

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