Cuento
Nunca te alabé lo suficiente
Chávez Benavides
Número revista:
1
Había pasado el primer mes de embarazo, cuando mi mamá decidió plantar un guayabo. Ocho meses después nací yo y germinó la semilla. Ambos cumplimos cinco años y el árbol tuvo su poda de formación, gracias a la cual, aparte de papillas rosadas, degustamos jugos, salsas, mermeladas y frutos. A veces parecía que lo quería más a él porque yo, al contrario, no daba frutos académicos ni deportivos. A mamá no le molestaba lo que quisiera o no hacer y, algunas veces, su indiferencia no me incomodaba. Ella solo insistía en que bebiera mi jarra de jugo de guayaba diaria para que no padeciera de falta de hierro. Me servía carne roja los lunes, los jueves y los domingos. Solía decirme que el agua era como la proteína del guayabo y lo regaba también esos tres días de la semana. A pesar de sus recomendaciones, mi mamá murió de anemia tras la poda de mantenimiento de los anhelados diez metros de altura del guayabo y, la tarde del 31 de marzo, por primera vez, tuvo sentido que nos dijera que, si nos abandonase, no sería entre agosto y marzo porque, durante estos ocho meses, el guayabo precisa cuidados superiores para obtener una buena cosecha. Yo que ilusamente pensaba que se debía a mi fecha de cumpleaños, comprendía que ella estaba consciente de una enfermedad a la que se resistió hasta que el guayabo pudiera defenderse por sí mismo. Me asustó tanto no abrazarla más que esa tarde me quedé profundamente dormida bajo su guayabo, casi como si nos reconciliáramos, y, a la mañana siguiente, me despertó mi nariz al percibir un olor parecido al que la guayaba desprendía cuando mamá olvidaba recoger las cáscaras. Pensé que los primeros frutos habían empezado a pudrirse puesto que no había estado al tanto de las atenciones que recibió el árbol en el último período de mi mamá. Acostumbraba a hervirle compresas para colocarlas sobre su abdomen y, de tan cerca, su piel más pálida y sus manos más frías, parecían configurar una debilidad postergada. Nunca me interesé en aprender sobre la fertilización anual de la planta; aunque mamá solía hablar de cómo variaba la cantidad de gramos de nitrógeno, fósforo y potasio, yo divagaba; sin embargo, las guayabas, amarillas como el oro, habían sido recogidas en los canastos. Escuché la voz de mi mamá, susurrándome en un tono meloso: “mi oruguita, no necesitas volverte mariposa”. Volteé a los lados para encontrarme sola y entré de inmediato a la cocina en la que, encima del mesón que usábamos para desayunar juntas, estaba una rodaja de pan, untada con mermelada de guayaba. Veía el jardín, sentada en su silla, y, mientras los primeros rayos de sol entraban por la ventana, —cerrándome los párpados para despertarme íntegra—, me preguntaba si el árbol me mantendría.