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Cuento

Pólux o la condena del inmortal

Abril Altamirano

Número revista:

4

Yo soy yo, y también soy mi hermano. Mi carta de identidad dice que me llamo Daniel, pero nadie en el mundo sabe a ciencia cierta si ese es mi nombre. Si soy sincero, la mayor parte del tiempo la duda no me acoquina. Al fin y al cabo, hay un 50% de probabilidad de que yo sea yo, y eso ya es bastante; hay gente que vive con menos. Solo a veces me asalta la angustia al pensar en la descarada burla que me habría jugado el destino si yo fuera el impostor. Si, mientras escribo estas letras con el calor del whisky en la garganta, fuera Daniel el manojo de huesos que yace sobre la fría mesa de la morgue.


Pero me estoy adelantando. Mi confesión empieza en una época menos oscura, cuando en el vientre éramos dos. Margarita descubrió el embarazo a los tres meses del encuentro casual con el viajero alto y moreno que la abordó en la trastienda del bar, mientras se secaba el sudor del cuello con un trapo de cocina. El hombre se había tomado media jarra de vodka entre sorbo y sorbo sentado con los codos apoyados sobre la barra, mirándole el culo cada que ella se daba la vuelta para tomar las botellas. Al verla desaparecer por la puerta de la trastienda se tambaleó para incorporarse y la siguió, esquivando a codazos al par de lesbianas sentadas a su lado que en ese momento se comían las bocas como las flores de What shall we do now. El grito de una de ellas de ‘¡¿Qué te pasa, hijueputa?!’ la puso en alerta, pero ya era tarde. El viajero azotó la puerta y se le abalanzó como un toro. Luego de semanas de vómitos esporádicos, Margarita acudió al centro de salud convencida de que la panza se le había hinchado por los parásitos del agua amarillenta que salía por las tuberías oxidadas. No le dijeron que éramos dos.


En las cunas en neonatología nos pusieron unos brazaletes plásticos en las muñecas con nuestros nombres: Gabriel y Daniel. Cuando Margarita cortó las manillas, dispuesta a darnos el primer baño, empezaron sus problemas. Gabriel y yo, o yo y Daniel. En los retratos, ya borrosos por el tiempo, se conserva todavía la sombra de esos recién nacidos milimétricamente idénticos. Dos bolitas rosadas con una finísima pelusa negra apenas perceptible contra el blanco del cráneo. Ni una peca, ni una hendidura ni una mancha galáctica en el iris del ojo que nos diferenciara.


Crecimos en la casa de paredes celestes descoloridas al final de la calle de tierra. En el barrio no era la más bonita, pero tampoco la más destartalada. Todas las mañanas, Margarita abría de par en par las ventanas de madera para que el aire fresco invadiera la salita-comedor, que hervía en sopor al dar las doce. A mi hermano y a mí nos sentaba en la gruesa estera bajo la ventana para que nos dieran los rayos de sol, que nos pegaban de golpe en los ojos y los ponían verdes como aceitunas. Nosotros nos mirábamos fijamente y jugábamos a ver cuál de los dos pestañeaba primero. Era como mirarse en el espejo y que el reflejo te sacara la lengua.


Llegamos a los cuatro años y Margarita todavía no podía decir con seguridad quién era quién. Por eso, cuando pudimos caminar y empezamos a comunicarnos, llamaba a ambos a la vez y nos hablaba como si fuésemos un solo ser, una sola conciencia duplicada. ¡Gabriel y Daniel, a la mesa! ¡Gabriel y Daniel, recoged los juguetes! Te presento a mis hijos, Gabriel y Daniel. ¡Los quiero tanto, Gabriel y Daniel! Nosotros respondíamos a la vez, como si nuestras mentes y bocas estuviesen conectadas por un hilo invisible: ¡Te queremos, mamá! La falta de individualidad no interfería en nuestro encanto inocente y, por ese tiempo, a ella tampoco le preocupaba demasiado. Éramos su hijo, el fruto de su vientre bendecido y duplicado, y esa pertenencia incuestionable le bastaba.


Mis recuerdos de esos días son escasos y borrosos, como lo son todas las memorias de una felicidad que solo puede estar distorsionada por los delirios fantásticos de la infancia. Pero hay detalles que no se borran, tal vez, percepciones alteradas que a fuerza de repetirlas crean sus propias certezas. En un intento por aclarar las dudas del resto, Margarita empezó a tejer para nosotros saquitos de lana. ‘Gabriel rojo vino y Daniel azul marino’, recitaban las vecinas al vernos desfilar por la vereda, embutidos en el cochecito que debía cargar con dos críos en el sitio de uno. El mantra que nuestra madre inventó para dejar de confundirnos se convirtió así en nuestro nombre completo para el resto del barrio.


Daniel azul marino. ¿Por qué no traíamos los sacos puestos? Tal vez Margarita se desvelaría noche tras noche después del incidente haciéndose esa misma pregunta, echándola al pesado saco de interrogantes sin respuestas que se colgaría al hombro cada mañana por el resto de sus días. ¿Por qué no llegó diez minutos antes? ¿Qué la retuvo al salir de casa? ¿Quién estaba detrás de ese timbre del teléfono que la hizo parar, cuando ya tenía la mano sobre la manija de la puerta? Los policías, el abogado, las vecinas y los reporteros le lanzaban las preguntas como acusaciones que se le hundieron en lo profundo, enterradas bajo su piel sin piedad ni buen tino.


El caso es que no llevábamos los saquitos de lana sobre las camisas idénticas del uniforme, y yo jamás tuve claro cuál era mi nombre. Éramos Gabriel y Daniel, y punto. La historia la repetí tantas veces desde ese día, tantas veces, que todavía la tengo grabada en la mente escena a escena, aunque el recuerdo en sí no sea más que la invención de un niño aterrado. El resto de niños nos empujaban en la puerta de salida de la guardería. Margarita solía estar puntual, a las 2:10, en la puerta para recogernos; cada uno de una de sus manos, caminábamos sin prisas a nuestra casa celeste al final de la calle. Pero ese día no estaba. La avalancha de infantes nos sacó del portón a la vereda, nos zambullimos entre las piernas largas envueltas en faldones de las madres y mucamas que también se empujaban por encontrar a sus niños. Yo iba de la mano de mi hermano, como siempre, cuando sentí que su agarre cedía. Ambos teníamos la palma sudada y sus dedos se desprendieron de los míos sin darme tiempo para reaccionar. Volteé y él ya no estaba a mi lado. Al inicio pensé que estaba jugando, que me estaba haciendo una de esas bromas en las que se escondía detrás de la cama antes de que yo entrara al cuarto para hacerme pegar un brinco. Pensé que en cualquier momento saldría de detrás de unos abultados faldones y se colgaría de mis hombros, pero pasaron los minutos y no apareció. Las mujeres y los niños se dispersaron y me quedé solo en la vereda, con el pánico subiéndome por las piernas hasta la boca del estómago como la baba helada de un caracol. Vi a Margarita torcer la esquina y acelerar el paso al verme. Su expresión se nubló y comenzó a voltear la cabeza de lado a lado, buscando al otro. Cuando ella por fin llegó hasta donde yo estaba, empecé a llorar.


Comenzó a llamarme ‘Daniel’ un par de semanas después. Para evitarme el drama de las patrullas rodeando la fachada más lúgubre que nunca de nuestra casa celeste, me dejó con Manuela, la joven que nos cuidaba por las noches mientras ella trabajaba en el bar. Manuela seguía siendo una niña, pero era buena y sabía transmitir su propia calma. Su departamento estaba en el segundo piso de una pensión de mala fama situada frente a la plaza, donde el ruido de los coches ponía el suelo a vibrar imparablemente hasta que por fin llegaba la noche. Margarita no le dijo nada cuando ella preguntó cuál de los dos era yo, el día en que apareció frente a su puerta conmigo en brazos. Me soltó, le entregó la maletita con mis cosas y le dijo que llamaría en un par de días. La puerta se cerró sin respuesta.


Manuela asumió que yo era Daniel porque, según ella, nuestra forma de agarrar la cuchara era diferente. Daniel la tomaba del extremo más alejado, la comida vencía el peso y caía sobre el plato, salpicando el babero, el individual y hasta los cachetes del enano. Gabriel era más diestro y tomaba la cuchara desde bien adentro, con firmeza, sin derramar ni una gota de la sopa. En alguna de aquellas silenciosas noches que compartí con Manuela, mientras ella miraba distraída una telenovela vieja en la pantallita a blanco y negro encima del refri, dejé resbalar la cuchara y el pudín de papa reventó como un volcán sobre los alrededores del plato. La puta cuchara. Cuando la nueva Margarita, esa mujer famélica con el cansancio y la desesperanza tatuadas en el rostro, reunió las fuerzas suficientes para pasar por mí, decidió seguirle la corriente y jamás cuestionó la teoría de la niñera, pero no volvió a tejerme saquitos azul marino. A mí, a la extrañeza de encontrarme con el rostro de mi hermano perdido en todos los espejos se le sumó el desconcierto por ese nombre que nuestra madre aceptó con ligereza improvisada.


Ya de grande, me convencí de que definitivamente yo no podía ser Gabriel. El asunto de la cuchara, que hoy encuentro medianamente absurdo, en ese entonces me resultaba evidencia irrefutable. Gabriel era el diestro, el inequívoco. Daniel era el torpe, y yo era bastante torpe. Tardé más que el promedio en aprender a leer y escribir, y años después todavía me costaba entonar la voz y deslizarme por las palabras con fluidez frente a las miradas burlonas de mis compañeros. Era extremadamente tímido, pésimo para los deportes y un cero a la izquierda en cualquier actividad artística. Bien puede ser que el peso de la pérdida me lisiara, que creciese con el vacío colgándome como un miembro amputado, pero Manuela, con su ocurrencia, me bautizó y me condenó con el nombre del gemelo perdedor. Mientras crecía, mi pozo de fracasos se hizo cada vez más hondo y muchas veces me pregunté si mi vida sería distinta si el extraído hubiese sido Daniel. Cuando me encontraba con la mirada rendida de Margarita, con esa expresión mustia que me rehuía, sospechaba que ella se hacía la misma pregunta.


De eso ha pasado demasiado tiempo, hermano. Escuché la noticia del hallazgo sin prestar atención la otra noche, mientras merendaba frente al televisor en la pequeña suite que alquilo en el centro de la ciudad. Nunca volví al pueblo. Me aterra encontrarme con rastros de la carretera de piedra o de las paredes celestes descascaradas. Encontraron los restos al fondo de un tanque de agua, en el sótano de una vieja casona a las afueras que están por demoler para construir un club de camping, y los trajeron a la ciudad para que los analizara un forense. Hace tres días me llamaron.


No es la primera vez, aunque al inicio sucedía con más frecuencia. Primero iba Margarita sola y regresaba con la cara roja e hinchada como una granada del llanto, que era su única forma de lidiar con su debate entre el alivio y la angustia. Cuando ella enfermó, empecé a ir yo. Lo bueno fue que no tuve que toparme con los cuerpos recién fallecidos. No logro imaginar las atrocidades que quedaron grabadas tras los párpados de nuestra pobre madre. No, para cuando la responsabilidad recayó sobre mis hombros, lo único que me mostraban eran huesos y retazos de tela ennegrecidos por la tierra y el moho. Hasta hace tres días. La antigüedad y la descripción anatómica coincidían. Me tomaron una muestra de sangre. Hace poco llamaron para avisarme que el cotejo dio positivo.


Me pregunto si serías como yo, si hubiese sido yo el perdido. ¿Te habría temblado la mano esa noche frente a Manuela? ¿Serías el tímido, el compungido? Al releer el informe del forense me pregunto, además, qué fue de la mitad del todo que no vivió. Me pregunto si en algún rincón de mi alma quedará todavía un retazo de esa conexión mística, un fragmento de ese hilo invisible que nos ataba las mentes, que me lleve de vuelta al momento en que las manos se soltaron. Y entonces intuyo el absurdo, la imposibilidad de que el sustraído fuera el perfecto Gabriel, el despierto, el superdotado. No, el sobreviviente jamás es el más débil, es la ley natural. No pudo ser Daniel, el simplón, el despistado. La mirada perdida sin intuir el peligro, la mano que se soltó por su falta de firmeza en el agarre. La tela áspera y maloliente que me cubre el rostro y los enormes brazos que me aferran el torso como tentáculos. El bamboleo del auto y el sabor de las lágrimas y los mocos ardiéndome en el filo de los labios secos de tanto gritar. Los minutos que se alargan entre latidos frenéticos y la comezón helada del pánico. La primera patada en el estómago que me deja sin aire. Las rodillas se abren contra el suelo empedrado, el cráneo diminuto y perfecto se estrella en la roca como una maceta que cae. Mi inocencia inmortal se desvanece de golpe y queda reemplazada por el conocimiento del dolor verdadero, de su gusto salado. El dolor es negro como la tela que me cubre los ojos; su tacto es tierra áspera que cruje bajo los pasos del verdugo invisible. Un sonido metálico se aproxima y una punzada incandescente me abre las costillas, que crujen al romperse. Ya no respiro, Gabriel. Muero sin llegar a comprender el origen del horror en nuestro plácido mundo de paredes celestes. Sin abandonarme a la locura de preguntar sin descanso por esa otra parte de mí, por esa extremidad idéntica que me fue arrancada.


Estas manos que no sé si son mías o tuyas- ya no logran sostener la pluma. ¿Te suplanté para escapar de la muerte? Si he sobrevivido tanto tiempo con la consciencia carcomida por la duda es solo gracias al consuelo de haberte librado de esta pena. Margarita murió hace dos años. Ni un solo día dejó de buscarte.


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