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Narrativa

Qué se necesita para morir en el mar

Paulina Simon

Número revista:

5

Llegamos


Llegamos.

Y parece que con nosotros llega el circo.

Insistí en ir al circo cuando estaba embarazada. Encontramos uno muy pobre que daba mucha lástima. Aún así vimos toda la función y nos hicimos una foto de esas que te venden dentro de un cubito de plástico. Quizá por eso, ahora, cuando aterrizamos en cualquier lugar, parece que uno de esos circos desangelados se hubiera estrellado. Vuela por cualquier parte nuestro desorden. Es el desmontaje de unos payasos histéricos, una compañía de acróbatas, una horda de animales salvajes, amaestrados solo para no comerse entre ellos.





Parque Nacional


Ahora la playa no me causa la misma impresión que cuando la vi por primera vez, con el corazón destruido por una ruptura imaginaria.


En ese momento era imponente.

Hermosamente dolorosa


El turquesa del agua, la blancura de la arena, las montañas cerrándole el paso al mar, las familias dentro de un parque nacional, controlado de cualquier exceso


Todo parecía hermoso, exuberante, único

tocado por primera vez con mi corazón explosionado

me daba la impresión de ser lo más bello que había visto en mi vida


Hoy, varios años más tarde, sin penas (tampoco glorias),

regreso con el corazón quieto, sin pesadumbres, sin sobresaltos, sin cargas.

La familia y la levedad de la alegría


Nada es exuberante, ni llamativo,

el turquesa apenas contiene un día cualquiera de sol,

en una playa en invierno


lo que tocan mis ojos sin dolor,

no tiene belleza

solo la mansedumbre de la rutina, que incluso en vacaciones,

no deja de ser vida doméstica.





Playas públicas


Mi hijo dice que le gustan las playas públicas. No sabemos a qué se refiere hasta que vemos que lo que le gusta es que haya público, que haya gente.

Desde que nació vamos de vacaciones a lugares donde sabemos que no habrá nadie.

Para que no descubra para qué sirven las pelotas, las raquetas; para que no pase de jugar él solo con un baldecito de plástico y una pala.

Ahora en la playa pública, un error mío de reservas, él es feliz de verdad.


No entiendo el entusiasmo de la gente en la playa

A mi hijo le gusta todo lo que hace ruido.

Busca familias ajenas para saltar en las olas, jugar fútbol

o ver cómo los niños intentan cazar cangrejos.

Se acerca, se incluye, logra atención y se vuelve parte de un grupo alegre.

Juega con un frisbi

Entierra al tío de alguien en la arena

Juega un partido en el que corre por toda la cancha

metiéndose entre las piernas de los pescadores

sin que nada lo detenga

La alegría se salta una generación.

Yo de lejos, lo veo.





Paranoia


¿Qué se necesita para morir en el mar?

¿Cuántas olas? ¿En qué dirección? ¿En qué sentido?

Si entro al mar con mis hijos, ¿qué necesito para morir?

Que nos arrastre a los tres,

que nos jale a dos, de los tres

que jale solo a uno y los otros dos intentemos salvarlo

que se lleve solo a ellos dos y yo sobreviva

que me lleve solo a mí

Ideas al azar mientras saltamos las olas que llegan a la orilla, tomados de la mano.

Voy del placer a la tragedia sin punto medio, sin puntuación





Fin de la jornada


Luego de 10 días en la playa

de seguir pausadamente el ritmo del vacío

En el último día todo cambia:

llega la gente, aparecen las carpas,

en el cielo, parapentistas

Llegan seis barquitos a la orilla cargados de sardinas

y unas camionetas, a recoger el pescado que se vende ilegalmente

Nos acercamos.

El ritmo de su trabajo sobresale por lo rutinario

Una gaveta se llena de pescado con una pala y se pasa del barquito a la camioneta kilos y kilos de peces brillantes con una franja azulada en su cuerpo inerte, son trasladados por un solo hombre que carga la gaveta sobre el hombro.

Hay por lo menos 15 hombres más, todos hablan a gritos, es imposible entender lo que dicen; saber si pelean, negocian o ambas


Sé que hablan castellano, pero no entiendo. Gritan palabras incomprensibles con un acento imposible, salvo uno que otro hijueputa, que flota en el aire entre las gaviotas que se envalentonan y vuelan bajo para atrapar algún pez


Mis hijos se acercan a recoger lo que cae de la gaveta, a robarse unos peces caídos en los costados del barco para tirárselos a las gaviotas.


Observo todo con mucha atención hasta que me canso de los gestos repetidos un centenar de veces y me alejo de la playa viendo en la arena los trazos gruesos de los caracoles


Más tarde vendrán mis hijos trayéndome los ojos de los peces como un trofeo de la jornada.

Fragmento del libro inédito Mitología personal

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