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Cuento

Rabia

Jorge Vargas Chavarría

Número revista:

6

Los García fueron los primeros en comprar un revólver. Nos lo confesó el mismo Rodrigo García cuando debatíamos junto a los demás vecinos cómo habríamos de defendernos. A él lo abordaron en la puerta de su casa; se llevaron su billetera y arrojaron sus llaves por la alcantarilla tras fracasar en su intento por desbloquear el volante del automóvil. Los ladrones no irrumpieron en la casa. Tres días después dos tipos armados le quitaron su laptop a otra de mis vecinas, también en el portal de su casa. Esa misma semana vaciaron la propiedad de los Espinoza, mientras vacacionaban, y los Alvarado despidieron a su mucama tras la desaparición de unas joyas.


Desesperados, empezamos un fondo común para comprar cercas eléctricas y un sistema de alarmas. Los Espinoza fueron más allá: colocaron cámaras de seguridad dentro y fuera de su propiedad; cada paso en el vecindario empezó a ser filmado pues otros siguieron sus prácticas. Nosotros no pudimos costearlas, pero creímos que, unidos por una causa, nos ayudarían si nuestra casa o nuestros hijos eran las próximas víctimas.


Las cercas y el sistema de alarmas nos dieron una tranquilidad que se desvanecería la noche en que tres tipos interceptaron el auto de Claudio y Andrea, la pareja más joven del vecindario. Ocurrió en nuestra calle, sin ninguna discreción. Envié a mi mujer y los niños a encerrarse en la lavandería tan pronto escuché la alarma. Salí a la calle con una varilla y encontré a Rodrigo apuntando su revólver con las manos temblorosas y al señor Enríquez, armado con utensilios de cocina, en tanto que los más cobardes llamaban a la policía—inútilmente, por supuesto—. Dos de los ladrones sacaron a los ocupantes del vehículo y escaparon en él. El tercero, menos ágil, quiso correr después de que lo abandonaran. Ningún vecino se aventuró a someterlo. No fue una decisión: Rodrigo apretó el gatillo. El grito ahogado de los presentes fue unísono, perceptible aun sobre la alarma. Reabrimos los ojos después del disparo, la escena nos conmocionó: el cuerpo del ladrón sobre la calzada; Rodrigo pateándolo enfurecido, ensuciándose las pantuflas con la sangre que brotaba del tórax. Lo primero que pensé al ver a Claudio acercarse es que quería calmar las cosas, decirle a Rodrigo que había sido suficiente, el tipo estaba muerto. Me equivoqué: Claudio no hizo más que golpearlo con más fuerza.


Poco después cesó la alarma. Recogí con un pañuelo el revólver que Rodrigo había tirado y, sin advertirlo, quienes antes miraron la escena desde sus portales o ventanas, habían tomado parte: mientras unos devolvían a Claudio y Rodrigo a sus esposas, otros disponían del cadáver. ¿A quién le habría parecido buena idea tirarlo al contenedor de basura? Lo cierto es que lo hicieron y nadie estuvo en contra. ¡Era una locura!, y se los dije. «Nadie lo verá», dijeron algunos. «Y si lo hacen, les diremos que lo hicimos en defensa», añadieron otros. Nos invadió el miedo y aceptamos medidas extremas. Minutos después del disparo, el vecindario retomó la calma e hicimos un pacto de no hablar nunca de lo ocurrido.


«Volverán», dijo Espinoza en la reunión posterior al incidente. «Hay que irnos», resolvió alguien más. Mi esposa pensaba lo mismo, venía diciéndomelo desde hacía semanas: «hay que irse». ¿Pero a dónde? Si esto pasa en cada vecindario desde hace tanto tiempo. Ante la angustia, la voz de Rodrigo nos ofreció remedio: «Hay que estar preparados». Hubo un instante de silencio, de duda, en que nos sobrecogió el temor hacia lo que esas palabras envolvían; hacia lo que había iniciado con el primer ladrón vencido. Pronto, Rodrigo dejó de ser el único con la certeza de que ninguno de los sistemas de defensa que instalamos bastaría.


Los Alvarado fueron los siguientes en comprar un revólver. «Todos se están preparando. Dicen que en el norte están usando puertas acorazadas», explicó la señora Espinoza, decidida a seguir los pasos de los Alvarado. «No podemos dejar pasar más tiempo. Si no es ahora, ¿cuándo?», agregó otro de mis vecinos y, acto seguido, coordinó con los Alvarado la compra de un revólver para su familia.


Durante los días siguientes desaparecieron llantas y hubo puertas forzadas sin suerte. Las cámaras registraron todos los intentos fallidos de irrumpir en nuestras casas, pero ningún rostro que hubiésemos podido mostrar a la policía. Hacerlo habría sido inútil de cualquier forma: no podría mencionar una vez siquiera en la que la policía hubiera llegado a tiempo. Dejamos de creer en ella y en la justicia, nosotros y todos los vecindarios.


El anonimato no era un hábito generalizado. A mi mujer le robó un tipo sin pasamontañas en el autobús, algo a lo que nos habíamos acostumbrado. «Una cosa más entre todo lo que nos han quitado, Julia», dijeron algunos a mi mujer. La indignación no hizo más que crecer; las medidas fueron tornándose más drásticas conforme los intentos de llevarse el vecindario en peso se volvieron cosa de todos los días: nos convertimos en un barrio armado, y eso también terminó siendo cotidiano.


Al comienzo fue penoso dejar todo atrás, renunciar a la constructora y usar nuestros ahorros para hacer cambios en la casa que aseguraran nuestro bienestar. No fue sencillo para Julia salir de la universidad donde enseñaba literatura. No seríamos los primeros ni los últimos padres en abandonar sus vidas para cuidar las de sus hijos. Me encargué de que hubiera libros para ella y los niños, y poder así aminorar las circunstancias. Cuando Julia no leía, me miraba con tristeza porque entendía que si bien un libro puede releerse, no hay nada que reanudar en una casa cuidadosamente construida por un arquitecto como yo.


Dejamos de despertarnos en las noches: nos adaptamos a los disparos de quienes nos cuidaban acorde a los turnos planificados. Julia enseñó a los niños a ignorar los gritos de los ladrones abatidos, que clamaban por una misericordia que ellos no habían tenido con nosotros. Sin lugar para una breve inmersión en la tristeza tras perder nuestro ritmo acostumbrado de vida, nos volvimos más fuertes.


La policía descubrió los cadáveres en los contenedores, alertados por algún miembro del vecindario contiguo, seguramente. No se puede complacer a todo el mundo con una solución. Cuando recriminaron nuestro extremismo, supimos responder; narrar los episodios en que nuestra seguridad había sido amenazada; enumerar las cosas que nos arrebataron; señalar los triunfos de nuestras medidas. Los oficiales se miraron entre ellos. Inmersos en el reconocimiento de su inoperancia, fueron ellos quienes se deshicieron de los cadáveres antes de que el consorcio encargado de los desechos de la ciudad lo hiciese, antes de que nuestras medidas se divulgaran.


Un camión de la policía dispuso finalmente de los cadáveres. Repleta la cabina destinada a la carga, uno de los ladrones abatidos cayó del camión; mis vecinos se precipitaron a él con la fugacidad de los disparos que habían dado muerte a ese y otros hombres. Pisotearon el cuerpo como a golpes de martillo, lo azotaron contra la calzada, lo reventaron hasta que no fue más que un fluido negro. Entendí, mientras golpeaban los restos óseos con sus manos, que la rabia que origina el miedo de perder a los tuyos es inagotable.


Julia tuvo un mal presentimiento; dijo que mintiese, que fingiera estar enfermo la noche en que debía ser yo el que, con una escopeta cruzada sobre mi torso, cuidase las casas del vecindario. No atendí a su nerviosismo porque mi compromiso con la misión, que reafirmábamos en cada reunión, era genuino: quería defender a nuestras familias y propiedades.


La rabia y las medidas adoptadas nos entorpecieron. Ahora reconozco que fue un error haber armado al vecindario entero. Al señor Enríquez, por ejemplo. Nunca debimos dejar que un anciano tuviese una nueve milímetros cuando apenas puede ver en la noche.


Recuerdo que llovía. No mucho, pero llovía. Julia tuvo razón. No lo entendí hasta que vi que el agua que corría hacia la alcantarilla se manchaba, hasta que sentí que mi cara se estrellaba contra el asfalto húmedo.


Los Alvarado fueron los primeros en salir a la calle después del disparo. Su hijo mayor estudia medicina y fue quien me asistió aquella noche. La bala apenas había rozado mi clavícula, lo que me hizo pensar que, de no haber llovido, la puntería del anciano no habría fallado, que mi cuerpo estaría ahora mismo pudriéndose junto a los ladrones.


Claudio y Andrea intentaban calmar a Julia mientras el chico me curaba y yo apretaba los dientes para no gritar. En el hospital habrían hecho demasiadas preguntas, acordamos todos en tanto el muchacho seguía cosiéndome. No podíamos poner en riesgo las medidas adoptadas. «¡Cómo que no lo reconoció!», reclamaba ella. «No tenía por qué estar tan cerca de mi propiedad», agregó Enríquez en su defensa. «¡De qué está hablando! ¡Es Ernesto, con un demonio!». No podía intervenir, no mientras el ardor en la herida estuviese allí. Los Alvarado intentaron calmar las cosas, pero los Espinoza y demás vecinos se mostraron dudosos; los vi mirarme como se mira al enemigo, con la misma rabia con que habrían pisoteado el cadáver de un ladrón. No me dieron oportunidad de decir nada. No quisieron revisar las grabaciones de las cámaras para las que tanto habían invertido. El miedo los había ofuscado. No fui yo solamente quien se convirtió en un enemigo; cada vez fueron menos los asistentes a las reuniones.


Llegó el día en que ya nadie quiso salir de su casa. La unión que solo una causa en común podría haber conseguido se había roto, tal como esa confianza tan frágil que hizo que la sospecha de un hombre viejo se generalizara.


Poco a poco, nos desconocimos unos a otros. Las calles se volvieron más inhóspitas: ya ni siquiera los ladrones deambulaban por ellas. Por imposible que pareciera, las medidas se reforzaron; las prácticas de otros vecindarios llegaron a nuestros oídos y no tardamos en adoptarlas sin consideraciones. La oscuridad y el sosiego devoraron lo que quedaba de nuestras vidas pasadas.


***


Me he acostumbrado a encontrar la cama vacía al despertar. Julia siempre está ocupada y distante. Me meto en la ducha. Me visto enseguida después de salir; los días en casa me han adelgazado y no soporto verme así al espejo. Todavía me arde la clavícula.


— Papá…


Es Pablito, mi hijo menor, de pie en el marco de la puerta de mi habitación. Sostiene un libro.


— ¡Ven acá!


Lo abrazo y le beso la frente. Me pregunta cómo estoy y respondo que bien, ¿qué otra cosa podría decirle? Dice que mamá está ocupada y que su hermano no ha querido leerle hoy, que está encerrado en su habitación. Abre el libro y me pide que le lea.


— ¿Dónde está mamá, Pablito?


— En la terraza, cuidándonos.


Aprieto los labios y los párpados: sigue siendo difícil aceptar el mundo en que vivimos.


— Espérame un minuto, mijito. No tardo.


Me invade la urgencia de echar un vistazo, de confirmar si el peligro sigue allí. Salgo de la habitación y los pasillos son oscuros, tal como el resto de la casa. Me cuesta respirar: el estrés de la vida que iniciamos me consume. Abro la puerta que da a la terraza con dificultad y encuentro a Julia sosteniendo una escopeta y apuntando a la calle. Jadeante, la miro sin decir nada. Cierro la puerta cuidadosamente. Mientras camino por los pasillos se escuchan disparos; es un sonido perturbador, pero lo único en que pienso es en leerle ese cuento a mi hijo. Lo intento todos los días, y todos los días fracaso. Los niños no son estúpidos; no podrán ver hacia la calle por la ausencia de ventanas, pero los sonidos de afuera siempre les dirán lo que ocurre: que perdimos el vecindario, que escogimos el encierro antes que irnos, que esta es la única posibilidad de vida que tenemos.


De vuelta a la habitación, Pablito está en el borde de la cama mirando las ilustraciones de su libro. Me siento a su lado y le acaricio el cabello. Nos abrazamos antes de iniciar el relato, con la nostalgia del mundo que dejamos atrás, que ni él ni su hermano conocerán nunca.

*Publicado en el libro Las cosas que no decimos.

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