Cuento
Servicio al cliente
Aída López Sosa
Número revista:
8
—¿Dónde está el probador? —preguntó con cinco prendas en las manos, al tiempo que se quitaba los lentes de sol y fijaba su mirada felina en mi rostro.
Hasta ese momento supe que no era mexicana, quizá peruana o chilena. La conduje al pasillo donde estaban los probadores.
—El que guste. Todos están vacíos. Si necesita algo, me avisa —dije y seguí con el inventario que no cuadraba, porque nunca fui buena para los números.
¿Tendrá cirugías? Demasiado delgada, demasiado…
—Señorita, ¿viene por favor? ¿Puede subirme el zíper?
Su espalda bronceada sin marcas mostraba su gusto por la playa y, por qué no, topless. Con cuidado deslicé el cierre evitando pellizcarla. Su mirada de gato me observaba por el espejo. Sonreía sin parpadear.
—¿Te gusta? —preguntó al dar la media vuelta y quedar frente a mí.
—Le queda bien.
—¿Y el escote?
Sus pechos me incitaban a tocarlos, apenas asentí con la cabeza, contuve la respiración y la ayudé a bajar el zíper. Alcancé a ver el tatuaje al final de su espalda: una orquídea. El Chanel No. 5 me llevó al día en que tuve mi primera experiencia con una mujer, a los trece años. La maestra de biología, con el pretexto de explicarme cómo funciona la sexualidad, me tocaba las piernas. Estábamos solas en el laboratorio de la escuela cuando tuve mi primer orgasmo, y de ahí muchas veces más. La hora de salida se prolongaba, siempre llegaba tarde a casa con una justificación diferente: trabajo en equipo, retraso del autobús, plática con las amigas… hasta que otro maestro nos descubrió. Vino la catástrofe con mis papás y la expulsión del colegio. Ella terminó en la cárcel. Me llevaron a terapia por más de cinco años. La psicóloga aseguró que fue una etapa de indecisión, pero que ya estaba definida. Así lo creí.
—Verás, mañana regreso a mi país y quiero llevarme un lindo vestido. Esta tierra me trae hermosos recuerdos de la juventud, de cuando tenía tu edad, ¿sabes?
—Qué bueno que le gusten nuestras playas. Espero que alguno le agrade —pronuncié perturbada por el calor y mis pensamientos. La mujer, con su mirada y sonrisa insinuantes, dijo:
—Tendrás una buena propina, eres muy gentil.
Volví al mostrador. ¿Qué me pasa? ¿Qué habrá sido de la maestra? ¡No me ha vuelto a pasar esto! ¿Será…? Si papá viviera…
—¿Me ayudas?
—¡Voy!
Me sequé el sudor y acomodé mi cabello, liberando el cuello que escurría. Cuando llegué al probador, la mujer con toda intención dejó resbalar el vestido por su cuerpo casi desnudo mientras clavaba de nuevo su mirada en el espejo que rebotaba sobre mí, haciendo trizas mis nervios. La escena me sorprendió. La firmeza de sus nalgas con un diminuto hilo negro, carne magra bañada de sol, develó mis deseos. Me humedecí. Quise tocarla, arrimarla con furia a la esquina del habitáculo para embeberme de sus fluidos…
—¿Qué pasa? ¿Me ayudas a recogerlo?
Me incliné a levantar el vestido, temiendo que hubiera descubierto mi lujuria. Creí percibir el olor dulce y tibio de su sexo. El calor empañó el espejo ocultando mi ansiedad desbordada. La piel enrojecida a punto de ebullición, mis manos temblorosas. Cinco años de terapia se diluyeron como mi sudor en unos cuantos minutos.
Ante mi pasmo, dijo con cierto desdén:
—Puedes retirarte.
Corrió la cortinilla roja detrás de mi espalda. ¿Fue mi imaginación, o tenía la misma expresión mezquina de la que fuera mí mentora? Pocas palabras, esbelta figura, gusto por los vestidos para satisfacer encuentros casuales. Miradas capaces de penetrar en el resquicio del pudor de cualquier inexperta como yo.
Su desnudez desentrañó mi preferencia, que la terapia había encubierto con un novio con el que no llegaría a ninguna parte. Deseé regresar años atrás y disfrutar sin culpas, cuando el laboratorio era el sitio ideal para experimentar eso que decían los libros. Masturbaciones que por mucho tiempo me hicieron sentir sucia, indigna, pero que la independencia de mi familia y la edad habían desechado. Ahora esperaba, inquieta, la voz del vestidor pidiéndome ayuda, pero ya no lo hizo.
Apareció segura.
—Me llevo uno —dijo, asentando en el mostrador las cuatro prendas restantes y un manojo de billetes mayor al costo de su compra.