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Cuento

Síndrome

Iliana Vargas

Número revista:

7

¡TAN-TAN! ¿Quién es? Es el Diablo,

es una espesa fatiga,

un ansia de trasponer

estas lindes enemigas,

este morir incesante,

tenaz, esta muerte viva […]

José Gorostiza



I


Hacía poco que me había ido a acostar. Estaba cansada; había bebido lo necesario y al día siguiente tenía que ir a la oficina. Él acababa de regresar de la tienda con un nuevo paquete de cervezas y seguía bebiendo y escuchando música. Yo no entendía su necedad, no entendía por qué no había sido suficiente la celebración en casa de mis padres. Además había sido mi día, no el suyo… y uno muy extraño si pienso en que cambié de emociones como el cielo cambia de clima: estuve nerviosa, melancólica, eufórica, borracha, y ahora solo quería dormir. Merecía dormir después de ocho años de haber estado concursando en convocatorias y ser rechazada una y otra vez para conseguir, por fin, que incluyeran una grabación de mi voz con uno de mis cuentos en la cápsula que parte el próximo mes a Júpiter.


En algún momento la música que él estaba escuchando me arrulló y logré quedarme dormida. No sé cuánto tiempo pasó antes de que me despertara su llanto. Gritaba y lloraba con un dolor que no había percibido antes, ni en él ni en nadie más. Me levanté muy asustada, temiendo que hubiera recibido alguna noticia terrible. Cuando abrí la puerta del cuarto, todo estaba oscuro y olía a incienso. Su llanto persistía y noté que estaba en la otra habitación, sentado detrás de su escritorio y rodeado de montones de libros, a manera de barricada.


—¿Qué te pasa, Óscar? ¿Te sientes mal? ¿Pasó algo?


—¿No que ya te ibas a dormir? ¡Déjame en paz!


—¿Cómo voy a dormir, si estás llorando y gritando? ¿Qué te pasa?


—No pasa nada… Ya me voy a calmar; vete a dormir.


—Tú también deberías dormir ya. Ven, vámonos.


Me acerqué para tomarlo de la mano, y noté que estaba desnudo y sostenía un cúter lleno de sangre. Descubrí que se había estado cortando los brazos y las piernas.


—¿Pero, qué andas haciendo? —le dije con voz baja, mientras le quitaba, muy despacio, el cúter.


Se levantó y me apretó el brazo, guiándome hacia afuera.


—Ssshhhhhhhh… Ven, pero no hagas ruido —murmuró, también muy bajito, mientras caminábamos hacia la sala.


Hacía muchísimo frío y los aviones empezaban a circular. Eso significaba que ya eran como las 4:00 de la mañana y yo no entendía qué estaba pasando. Fue la primera vez que me pregunté qué carajos estaba haciendo ahí con él.


—Ven… mira, mira, mira eso… —decía con la voz entrecortada, mientras señalaba el librero junto a la mesa.


Sentí un tirón de miedo antes de voltear. No sé exactamente qué temía más: que hubiera algo, alguien, o nada… Pero lo que vi fue peor; no por lo que era, sino por lo que él veía ahí: las varitas de incienso, encendidas y sobrepuestas entre las repisas de los libros, parecían tres pares de ojos incandescentes.


—¿Ya viste? ¡Son demonios! ¡Demonios que solo esperan a que me distraiga para llevarme con ellos al Terror Negro! No puedo permitirlo; no… He escapado de sus fauces todos estos años. No sé cómo me encontraron aquí, si a ti no te conocen. No dejes que me traguen. ¡Me van a quemar con sus ojos! Pero sé que, si no llevo ropa, no pueden verme; sin ropa, soy igual a ellos. Solo tengo que ganarles e irme antes. Déjame; deja que me desangre para que no me atrapen. ¿Dónde pusiste el cúter?


—¿El cúter? ¿En serio? ¡Si vas a matarte, agarra un cuchillo de los grandes, con buen filo, y déjame dormir!


No sé cómo le dije eso sin reparar en lo que significaba: en vez de confortarlo, le estaba dando ánimos para matarse, y no me importaba. Me dirigí de nuevo al cuarto, echando una última mirada al resplandor rojizo de los inciensos que, a su vez, me hacían sentir observada. Un estremecimiento de temor absurdo me invadió cuando entré de nuevo a la habitación y cerré con doble seguro por dentro. ¿Con quién había estado compartiendo la casa estos meses? ¿Qué clase de delirio lo invadía? ¿Sería efecto del alcohol, o sería demencia pura? ¿Si se mataba, me culparían por no detenerlo? ¿Era mi obligación detenerlo? ¿Y si en su visión me confundía con alguno de esos demonios y también quisiera matarme?


Entre el cansancio, la confusión y el pánico, lo único que se me ocurrió fue llamar por teléfono a su prima, la única pariente que le conocía y con la que habíamos salido a cenar varias veces.


—…¿Caro? ¿Qué haces despierta todavía? —su voz sonaba clara y fresca, como si no le pesara la hora; como si no le importara el frío de la madrugada.


—Ay, Lu… perdóname por llamarte a estas horas… es que… es que… no sé qué hacer… Óscar está como loco; dice que hay unos demonios que lo persiguen, y quiere matarse para escapar de ellos. ¿Crees que lo haga? ¿Llamo a la policía, o mejor a la ambulancia? ¿Crees que…?


—A ver, Caro; cálmate y escúchame bien. Antes que nada, no lo confrontes. Déjalo donde está y no trates siquiera de razonar con él. ¿Discutieron, o discutió con alguien antes de esto?


—No, que yo sepa. De hecho hoy celebramos lo de mi cuento, y aunque no pudimos hablar mucho durante el día, no peleamos.


—Mmmmmm… Seguro estuvo bebiendo, ¿verdad? ¿Checaste que no mezclara las pastillas con el alcohol?


—¿Pastillas? ¿Qué pastillas?


—Carajo, Caro; ¿llevan cinco meses viviendo juntos y no sabes que toma pastillas para controlar la depresión?


—¿Depresión? Es imposible. Ese virus fue erradicado a finales del siglo pasado; no puedo creer que haya alguien infectado con él a estas alturas… no…


—Ya veo que no sabes muchas cosas de Óscar… La depresión es uno de sus problemas menos graves. La última vez que lo acompañé a la clínica, le dijeron que había que hacer una transfusión de sangre porque el virus había mutado en olinkra, una especie de mucosa que se revuelve con la sangre y activa todos los procesos de autodestrucción en el organismo… Ni te voy a preguntar si Óscar te había contado eso… Más bien, necesito que te asomes por la ventana y veas si hay luna llena.


—Lu, por favor, no estoy para esas cosas… No puedes decirme que vivo con una bomba a punto de estallar y después pedirme que mire la luna… ¿Qué luna, además?


—Aurelia, fíjate en Aurelia y dime si está llena.


—A ver… Sí… Está toda violeta, más nubosa de lo normal…


—Bien. Es importante que no tengas miedo. Óscar no te va a hacer nada, pero ha de estar muy irritable y sensible. Toma lo que necesites para que te quedes aquí un par de días; abrígate bien y trata de salir de la casa despacio, sin molestarlo y sin que note que estás nerviosa. Voy para allá.


Guardé varias cosas en mi mochila y salí de nuevo de la habitación, siguiendo las instrucciones que Lu me había dado, pero hubo algo que me hizo sentir más tensa todavía: no se oía nada. Ya no había música ni llanto; ni siquiera la pesadez de su respiración, que solía volverse más sonora después de una borrachera. Encendí las luces, lo llamé varias veces, lo busqué en cada lugar donde pudiera caber hecho bola o torcido, hasta que sentí la corriente de aire helado en mis pies. No puede ser, no puede ser… me dije, y fui corriendo al patio de atrás. No sé de dónde me llegaron fuerzas para tomarlo de los brazos y sacarlo de la pileta. Supe que estaba vivo porque tiritaba, pero su piel y sus ojos se habían tornado completamente verdes; tan verdes como el musgo que le brotaba por la boca y las orejas.



II


Óscar estuvo en terapia intensiva durante un mes. Le dieron de alta el mismo día en que la sonda Il-78 fue enviada a Júpiter. Yo ya había sacado sus pertenencias de mi casa y las había dejado en un cuarto de hotel cerca de la zona en la que le gustaba trabajar. Quería tomarme un tiempo antes de saber si de verdad estaba lista para asumir todo lo que su enfermedad conllevaría, y aunque yo había recibido la vacuna desde que nací, temía mucho que me contagiara el virus o la mutación que invadía su cuerpo entero. Extrañaba platicar con él, pero no ansiaba verlo. Lu se había estado haciendo cargo de todo, y ella misma fue quien me recomendó que pusiera distancia: «nos conocemos poco —me dijo—, pero no creo que merezcas atravesar por algo que no es responsabilidad de nadie, más que de Óscar». Y sí. Después me enteré de que no recibió la vacuna y que nunca se preocupó por solicitarla, e incluso se había expuesto a los influjos de Aurelia para absorber «la esencia verdadera del otro lado»; una especie de alteración de la realidad provocada por los gases tóxicos que emite este satélite, en particular durante su fase llena, pero que solo los infectados por el virus pueden percibir.



III


Hace años nadie hubiera imaginado que la sintomatología de la depresión terminaría por convertirse en uno de los enemigos más voraces del ser humano. Mi abuela me contaba que cuando ella se ponía así, se iba a caminar a los bosques petrificados que rodean el norte de la ciudad, y que ahí se quedaba las tardes llorando, mirando el cielo, trepando entre las formaciones pétreas sin preocuparle cuántos raspones o arañazos le quedarían en el cuerpo: mientras más, mejor, porque así le dolería algo concreto y no esos oleajes indefinibles e inexplicables que le palpitaban en el pecho y le atravesaban la garganta haciéndola gritar o aullar. Por eso le gustaba ir hasta allá: nadie la escuchaba ni la veía; era como si sufriera una especie de metamorfosis momentánea sin consecuencias para nadie, lo cual prefería a estarse desahogando con mi papá o mis tías, y lo peor era que ni sabía por qué… qué le dolía tanto, hasta debilitarla de tanta lágrima y tanto temblor del cuerpo. Pero de ahí no pasaba. Después de unos cuantos días volvía a ser la misma de siempre. Había quienes decían que se trataba de una cuestión meramente hormonal y femenina; sin embargo, cuando los hombres empezaron a aceptar que también la padecían, y los bares, los parques, el metro y los salones de baile se convirtieron en lloraderos masivos, el gobierno puso en marcha la campaña «Reír para Vivir». Cientos de comediantes fueron diseminados por la ciudad, pero antes de saber si ello daría resultado, la enfermedad comenzó a manifestarse de una manera más agresiva: las lágrimas escariaban la piel y ya no era suficiente gritar o correr o quedarse en cama o embriagarse o hacer lo que cada uno acostumbrara para tocar fondo. Después comenzaron los brotes de pústulas, ampollas y espinas en la piel, mientras que los ojos, las orejas y la lengua se enmohecían primero y terminaban llenándose de musgo hasta la asfixia. El punto más crítico de este fenómeno fue cuando los hospitales comenzaron a saturarse de nonatos y cadáveres de las mujeres que los parían. Solo entonces la comunidad médica empezó a dilucidar que se trataba de un virus pandémico, pues no había forma de explicar la falta de voluntad de un feto para nacer. La depresión se explicaba en alguien con la suficiente cantidad de desdicha experimentada a partir de los 13 años de vida. Era alarmante escuchar a niños maldiciendo el momento de haber llegado al mundo, y el caos definitivo se impuso cuando, durante un año entero, ningún hospital reportó el nacimiento de un bebé con vida. Gracias a sus métodos de desahogo, mi abuela no alcanzó los síntomas desastrosos de la enfermedad, y logró escapar con sus hijos a un pueblo en R, de donde ella provenía. Al parecer, la casa en la que había nacido estaba en ruinas, pero quedaban las cabañas abandonadas de otros familiares cuyo paradero ignoraba. Ahí se quedó con mi papá y mis tías, a quienes educó y alimentó como pudo, con tal de no exponerlos al virus. Yo nací treinta años después, cuando la pandemia ya se había controlado y la vacuna era básica e indispensable en todos los hospitales pediátricos.


La cuestión con Óscar es que, por lo que me platicó Lu, él nació en condiciones médicas muy rudimentarias a bordo de un barco, durante el exilio de sus padres hacia la Costa Oeste en la época en que Aurelia se dejó ver por primera vez. Yo tenía como cinco años y solo recuerdo que pasábamos las horas del atardecer en la azotea, tomando la merienda mientras observábamos cómo el diminuto brillo del satélite iba aumentando poco a poco, hasta posicionarse junto a su hermana mayor: Nínive, nuestra primera luna. Siempre estaba rodeada de ese halo neblinoso que la cubría por completo cuando entraba en su fase llena que —ahora lo sé— detona el virus en quien no fue vacunado. Al parecer, la extrañeza que a muchos les provocaba mirar un segundo satélite así de pronto propició exilios desde distintas partes del mundo hacia el único punto en el que Aurelia no se ve, y por tanto, no hace daño.



IV


Hace dos días, Lu llamó para avisarme que encontraron el cuerpo de Óscar completamente seco, como si los huesos hubieran absorbido toda la carne, la sangre y los líquidos de los órganos y la piel. Lo más extraño era que sus restos ardían, aunque no hubiera rastros de fuego alrededor. Se había quedado dormido entre las raíces de uno de los gigantescos árboles que crecieron en el bosque de piedra al que mi abuela solía ir durante sus crisis. La coincidencia me extraña, y a la vez, no: nunca le platiqué de mi abuela ni de sus hábitos, pero pensándolo bien, es el único lugar de la ciudad en el que uno puede sentirse lejísimos, en un espacio rodeado de todo lo vivo, ajeno al ser humano, en donde ni se molesta a alguien, ni se es molestado.


Los médicos han insistido en que el tratamiento de Óscar no incluía sedantes ni antibióticos para erradicar el virus y que, en realidad, el letargo es un síntoma básico de la enfermedad. Le habían estado inyectando distintas cepas de la vacuna, pues nunca se había presentado un caso desde hacía años, y mucho menos que hubiera mutado a olinkra. En teoría, Óscar estaba siendo conejillo de indias, pero con buenos resultados: el sueño, según ellos, era un indicio de que el virus iba en retroceso.


Lu, bastante consternada por la muerte de su primo, quería saber si yo había notado en él rastros de quemaduras de cigarro en partes no visibles de su cuerpo. Le dije que no, que la única vez que lo vi hacerse daño fue cortándose los brazos y las piernas con un cúter, pero nada más. Cuando le pregunté por qué quería saber eso, me respondió que el día que fue a reconocer lo que quedaba del cuerpo de Óscar encontró una frase que iba desde la parte interna de sus muslos y se extendía a lo largo de las pantorrillas: «NADIE VA A SALVARTE», y que al parecer, fue hecha con un cigarro o algo incluso más delgado e intenso como para que las marcas persistieran aun después del inexplicable proceso de su descomposición orgánica. Me tardé en contestarle porque sentí un flamazo en el pecho de solo pensarlo:


—¿Más delgado?… Algo como… ¿Un incienso? —le dije al fin.


—¡Sí, algo así! —me contestó exaltada— ¿cómo lo sabes?


El silencio me atajó de nuevo junto con el asombro y la confirmación de algo increíble; pero al fin me animé a confesar:


—Lu, tengo que contarte algo… ¿Recuerdas la noche que te llamé, cuando la luna Aurelia estaba en su fase llena?


—¡Cómo olvidarlo, si estabas en pánico, Caro!


—Bueno, pues esa noche, Óscar me mostró sus demonios… tenían los ojos tan pequeñitos como las brasas de los inciensos cuando refulgen en la oscuridad…

*Tomado de Yo no voy a salvarte, Eolas Ediciones, Las Puertas de lo Posible, España, 2021.

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