Fragmento de novela
Taco bajo
Santiago Vizcaíno
Número revista:
8
VII
«No es fácil ser esto que nadie sabe definir. El día en que te vi, sentado sobre la arena mirando el mar, mientras las olas llegaban suavemente hasta tus piernas como una sábana blanquísima, tus ojos parecían perdidos en el agua y tuve compasión de ti, de tu misteriosa soledad, de tu maligna seguridad, de tu cuerpo pequeño, vulnerable, de tu piel morena. Alguna vez fui un hombre, un macho, una bestia violenta. Ahora soy esto que bulle entre lo femenino y lo atroz. ¿Soy una mujer, acaso?, me pregunto y me engaño. Porque soy más que eso. Fui un niño-niña que todos rechazaban, objeto de burla, negación y desprecio. Pocas veces objeto de deseo. Lo marginal es también una forma de estar, de ser, se encarna como un absceso que duele. Vivir con un dolor sin sentido es el signo de quien soporta la diferencia. Yo no he querido ser mujer por rebeldía, aunque serlo termine siendo una forma de grito ahogado. Ser mujer me es natural como el deseo, aunque haya quienes en apariencia no deseen nada.
»Aquella noche sentí, como nunca, que alguien me comprendía. Tu soledad y la mía fueron una sola que palpitaba hasta la madrugada como un corazón en llamas o, mejor, como un aullido misterioso venido del mar. Te habían golpeado con furia y sé lo que se siente. En el billar no quedaba casi nadie, solo un par de borrachos dormidos sobre la mesa y tú, en el piso, respirando con fuerza, pero con dificultad. La sangre se había secado bajo tus párpados y tus ojos hinchados como de boxeador derrotado apenas miraban a través de la nube del dolor y la borrachera.
»Willy, te dije, aunque apenas me conocías, soy tu amiga Sharon, voy a llevarte a tu casa. Entonces levantaste la cabeza y esa especie de sonrisa maligna tuya apareció en tu rostro y pude ver el fondo de tu alma, es decir, el vacío de la derrota. Quiero un trago, dijiste, y un hilo de baba mezclado con sangre te bajó por una comisura de los labios. Pedí una cerveza fría. El cabrón del bar me miró con desconfianza. Te serví un vaso hasta el tope y te di de beber. Acerqué la botella fría hasta tu pómulo. Me la quitaste con rabia y tomaste un sorbo desesperado. Estoy hecho una mierda, dijiste. Entonces te ayudé a levantarte.
»Tu casa es un desorden como tu cabeza, Willy. Limpia tu casa, es una porquería. Si hubiera un tsunami, pensé, al ver el interior, tu ropa flotaría entre el agua y los escombros. Suelo tender a la tragedia, siempre. Es mi naturaleza. Mi cabeza y mi sexo son un río turbio. Tengo la verga cercenada y en su lugar un remedo de vagina, sosa, inútil. Pero no es del sexo que quiero hablarte, no es de la forma violenta en que ocultas tu dolor, porque adentro, donde las aguas negras del pasado hierven, tú eres una piedra que sufre, o sea como una roca volcánica. Qué sé yo, no soy muy inteligente. Prefiero la sinceridad a la inteligencia. De lo que quiero hablarte es de esa noche. Es cierto que la borrachera nubla la realidad. Es cierto también que esto que comparto contigo como un mensaje de Facebook no tiene importancia. No debería tenerla, al menos para ti.
»No hay verdad posible que no afecte la de otro, me enseñó mi padre a golpes. Los golpes son como la miseria, uno se acostumbra, les da valor. Me gustan los hombres que no hablan, que expresan cosas con el cuerpo. Cuando era niño-niña quería hacer danza. Mi padre decía que eso era para mariquitas ricos, y así mismo es. Con una amiga, veíamos videos en internet y tratábamos de imitar los movimientos. Luego descubrimos que había clases completas para principiantes en Youtube. Las seguimos. Mi amiga tenía una computadora portátil que se colgaba cada diez minutos. La red la robaba de unos vecinos. Era un desastre, pero nos divertíamos muchísimo. Aprendimos a descuartizarnos y a hacer las pirouettes en demi-pointe. Fabricábamos zapatillas de punta con camisetas viejas y tutús de hojas de palma. Queríamos ser bailarinas y era lo único que nos importaba en la vida. Ella vivía solo con su madre, que era la única persona que no tenía prejuicios sobre mí, quizá porque la vida le había golpeado muy duro. Cuando has sufrido mucho, pasa que ya nada te importa. Pueden follar con hienas, a ti te vale verga.
»La cosa es que esa noche me invitaste a tu cama. Tu cama es un desastre como tu cabeza. Suena como una locomotora. Y eso, en la calle Quito, es un pecado. La calle Quito está llena de gente enferma. El otro día que pasaba por allí una mujer llamó a la policía al verme. Yo iba por un cliente, en la otra calle, pero el infeliz no contestaba el teléfono. Llegó la policía y la señora me acusó de haberle robado su celular. Les dije que la señora estaba loca, que ni siquiera me había acercado a ella. Me manosearon primero y luego me subieron a la patrulla. Uno de los tombos había sido mi cliente hacía años. No entendía nada. Creo que era por puro morbo. Ahora vas a ver, maricón hijueputa, me dijo.
»Yo ya había ido al Rodeo varias veces. Era muy triste porque allí te sacaban todo, te metían mano y luego te tiraban a la calle sin ningún centavo. Con suerte, encontrabas algún amigo que te regalaba un currincho para aplacar el hambre. Adentro hay más trago y drogas que afuera. Para los tombos tú eres un hombre, así que te encierran con hombres. Si no te violan te obligan a chupárselas, uno a uno, ya que las celdas están sobrepobladas. Por eso en el camino les dije a los tombos que les haría lo que ellos me pidieran, que no me llevaran al Rodeo porque no tenía para pagar mi salida. Los dos me miraron a la vez, los dos se miraron entre sí. Creo que se tenían ganas desde hacía rato pero no se atrevían a decirse nada. Los maricas eran ellos.
»El que manejaba paró el carro en seco. Abrió la puerta trasera y me bajó a tirones. Me puso de rodillas. Como es obvio, sacó su miembro y me lo puso frente a la boca. Los hombres son demasiado predecibles. Dales buen sexo y los tienes a tus pies. Se la chupé un buen rato. El otro miraba fijamente entrar y salir de mi boca la pija de su compañero. Estábamos sobre una colina desde la que se podía ver el mar. Empecé a repetir el movimiento de las olas y me perdí. Sentí el chorro de semen en mi campanilla y, enseguida, las arcadas. Mientras intentaba vomitar, el tipo se subió la bragueta y se trepó en la patrulla. Encendió la sirena sin ninguna razón. Quizá para llamar a su compañero. Vi partir la camioneta mientras escupía sobre la tierra. Me daba demasiado asco. Los pacos son un asco.
»En mi caso, recibir placer es un milagro. Casi entiendo el sexo solo como víctima, nunca como verdugo. Contigo sentí que ninguno de los dos abusaba. He visto muchos hombres borrachos en mi vida. Me he pasado la vida tirando con ebrios, que es como culear con zombis. Los borrachos pueden ser violentos, silenciosos, tiernos o ególatras. No hay más categorías. Tú eres de los últimos, aunque también un poco tierno, un poco silencioso y un poco violento. O sea, un zombi completo. Te quise, Willy, esa noche te quise, pero tu vida es una mierda. Como la mía.»
Sharon