Cuento
Todos los parques llevan tu nombre
Andrea Armijos Echeverría
Número revista:
7
Siempre llegamos a la puerta con la esperanza de que nadie haya salido más temprano, que nadie haya tenido la misma idea: ir al parque en la mañana. Siempre abrimos la puerta con la mano izquierda para sostenernos con la derecha, que es nuestra mano hábil, y tener cuidado de que nadie más entre. Cerramos las puertas de todos los parques y nos soltamos y empezamos a correr, a saltar, a vibrar, bajo el sol, incluso bajo la lluvia, bajo la bruma incómoda, esa que todo el mundo dice que hace que esta ciudad se parezca a Londres aunque nunca hayan estado ahí. Nosotros tampoco hemos estado ahí. Ni en ningún lugar. Solo aquí, ni en el resto de la ciudad, digo, solo en los parques, todos estos parques, todo este verde, toda esta planicie. Disfrutamos de lo plano de los terrenos, pero también adoramos la fabricación de pequeños montículos de tierra que le quitan el equilibrio a nuestras carreras desinhibidas. Te digo: súbete a esa montaña, subes corriendo, yo detrás y nos reímos juntos ahí arriba mientras contemplamos todos los lugares que aunque se ven, no están lo suficientemente configurados para ser visitados. ¿Ves? Aquí todo funciona como en un juego de video, hay entradas y salidas determinadas, otras son de chiste, hay personas y animales que podemos tocar, sentir, oler, ahuyentar, otros que se quedarán viéndonos desde el horizonte para siempre, en cada parque, en cada entrada, en cada juego. Las montañas, por ejemplo, son parte del ambiente, son para que sepamos que estamos en los andes y que por eso estamos seguros, felices, calientitos, que siempre te mantendré calientito en mi regazo, en mi hombro, en mi vientre, en mi cama, en mis ojos, en mi mente. Eso me dicen las montañas aquí cuando nos reímos como tontos sobre la montañita prefabricada. Aunque no las vaya nunca a ver, aunque no las pueda subir, esas montañas, las grandes, me cubren por el tiempo que dure, por el tiempo que existas.
En otros parques preferimos la paz, sentir el césped rociado de rocío mientras nos revolcamos en esa humedad. Dices: no importa que nos ensuciemos, no importa nada de eso. Y por primera vez me doy cuenta de que en verdad no importa, que no me molesta, que no me da pereza tener que bañarte, bañarme, limpiarlo todo. Me recuerdas que eso no pasará, que no tendré que hacer nada después, que no tendré que lavar nada después porque no hay después. Y me alivio, te tomo, te acerco y te restriego contra mí, para sentir esa suciedad, para calcarme de lodo apestoso que es producto de la lluvia y el tiempo, aunque aquí no haya tiempo, pero la sensación del lodo mezclado con caca, ramas y tierra de otros parques y otros cuerpos, es real. Es real, dices. Por eso te gusta. A mí me gusta también. Hay parques en los que no nos soltamos porque no hay puertas, pero son espacios, más bien, para contemplar, y tú tienes la mejor habilidad para eso. Me confundo porque de vez en vez recuerdo que tus ojos no funcionan, dejaron de funcionar dos meses antes de que me dejaras en un charco de sangre y lágrimas devastada, sin corazón, sin alma, sin piernas, sin nada. Pero ahora, casi saltando por las aceras mal hechas y mal puestas de esta ciudad de juguete, me dices que me olvide de eso, que aquí todo está bien, que tus ojos se desennubaron apenas entramos al parque, que se activaron como con un click que yo no oí, pero que tú sí. Y eso me pone muy feliz porque me hace querer verte de nuevo, analizar tus movimientos, tus pasos, y sí, ¡me doy cuenta! ¡estás bien! Ya no titubeas, ya no das vueltas, ya no lloras por comida aunque en una de las avenidas que rodean al parque y que se ha habilitado para nosotros se puedan oler mil manjares callejeros.
Este sinfín de caminadas me hace feliz. No sé explicarte y te das cuenta. Pero no te importa, no necesitas que te diga nada, que te explique cómo me siento, si hay algo para lo que tú y los de tu especie son buenos es para entenderlo todo sin necesidad de que les digamos nada. Por eso te conocí ¿te acuerdas? Por eso me hiciste dejar de tenerte miedo y me hiciste adorarte, necesitarte. Para hablar, para llorar, para saber que podías oírme, tú entre todos en el resto del mundo (arriba). Y vamos andando, sin cansarnos, sin agobiarnos, sin pensar en qué hora será, en qué tan tarde será, en qué pendientes habrá. Nada. Nada de eso importa, me dices y yo empiezo a llorar, porque creo que eso es lo único que he querido siempre y solo he podido sentir a tu lado. Me acuerdo, de vez en vez, que cuando te fuiste me dejaste sin esa sensación y me empiezo a desesperar, pero tú me llamas, dices mi nombre, te sacudes, me tocas la pierna, y me pides olvidarme de todas esas cosas que aquí no importan porque no existen. Soy feliz, te veo feliz, te veo bien, ¡estás bien! Y yo quiero ir a otro parque, a todos los parques que conocimos y que recorrimos. Todos los parques que ya no tienen nombres de ancianos, de montañas o de guerras. Todos los parques que llevan tu nombre.
Es largo y tenaz nuestro paseo, no quiero pero me empiezo a cansar. Te das cuenta y me pides que me siente, que nos sentemos en algún banquito libre y con el que podamos interactuar. Intentamos con dos, tres, pero todos parecen bloqueados, entonces nos sentamos en el suelo y no puedo evitar tus ojos. Son enormes. Siempre te dibujé a partir de tus ojos, negros, grandes y profundos. Unos ojos que se ocultan a sí mismos porque solo descubren sus pupilas al mundo. No te acercas, es que yo veo tus ojos cada vez más cerca como si su oscuridad fuera a rellenar mi visión para no dejarme ver nada más. Me dices que es el principio del fin y yo grito que no puede ser así, que no dejes que sea así. El suelo en el que nos enlodamos se empieza a volver marrón. El verde infinito de nuestras planicies perfectas empieza a hacerse gris, parece cemento, pero su textura también empieza a diluirse y nos quedamos con una sola masa vacía que nos sostiene de no caer en la nada. Sigues ahí, grito. No es pregunta, es una exclamación, es una desesperación. Me imagino si sería posible inaugurar unos signos de desesperación en nuestra lengua porque los de exclamación no son lo suficientemente enfáticos para situaciones como estas. Ya no te veo, grito, reclamo, me asusto. Sigo aquí, dices, pero esto empieza a acabarse. Te pido, te ruego, te exijo que me dejes tocarte una vez más. Siento tu piel en mi palma derecha. Tenemos una foto así, te digo. Sí, tenemos mil fotos de todas las formas posibles, en todos los lugares posibles. En todos los parques posibles. ¿Estás bien? Voy a estar bien, me respondes. Te oigo ya lejos. Las montañas se empiezan a derrumbar, siento que quiero correr, pero la masa gris me ha aprisionado las piernas y cuando pregunto entre lágrimas por qué, que si me voy a morir así, tú me dices bien a lo lejos que no, que no me voy a morir, pero que los parques se tienen que cerrar, se tienen que destruir, todo tiene que colapsar para que nos volvamos a ver. Eso me hace feliz un ratito, pero no puedo dejar de tener miedo. La tierra palpita, me acuerdo de nuestro primer y único terremoto juntos, de cómo te levanté en el aire para bajar corriendo a la calle donde ya todos gritaban asustados y le rezaban a la virgen que los salve del fin del mundo. Creo que no tuvimos miedo ese día, ¿no? No, yo no, me dices, porque estábamos juntos. Ya no me atemoriza, entonces, que las montañas se empiecen a caer, que las personas empiecen a derretirse en el pavimento, que los edificios de mentira sean tragados por sus bases, que mis manos empiecen a desfigurarse y que tu voz ya no me caliente la nuca. ¿Estás bien? Voy a estar bien, dices ya casi inaudiblemente. Me acuerdo que en nuestros últimos días no estuviste bien, que estuviste muy mal, y que me dolía todo el cuerpo cuando te veía sufrir y llorar. VOY A HACER LO MISMO Y VOY A LLORAR. Ya no me dices nada. En el fondo de la oscuridad que se come todo lo que antes veíamos y recorríamos, empiezo a escuchar voces, platos, un bip bip bip que me hace enojar, pero que suena a todos los días. La voz de mi madre se termina por comer el espacio, el sonido de una computadora encendiéndose tritura el resto de sensaciones que me quedaban aquí. Empiezo a olvidar lo que pasó, tu rostro, tus ojos gigantes, tu piel sobre la mía, el olor a mierda del lodo, el sol, el frío, el césped, las montañas, me olvido de los nombres de los parques, de nuestras risas, pero me quedo con la idea de que mañana, más temprano que hoy, volveremos a recorrer todos los parques que llevarán siempre tu nombre.