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Narrativa

Trajiste contigo el viento
(fragmento de novela)

Natalia García Freire

Número revista:

10

Capítulo 1: La profecía de Mildred Capa




Recuerda esto, Mildred, recuérdalo bien, me dijo ma antes de morir:


No te rasques. Límpiate bien el culo y el meado, asómate al balcón cada día hasta que quieras apagar el sol. Lava la ropa todos los días, lávala dos veces; cuando se gaste, quémala. Y no dejes que nadie nunca te vea las llagas.


Después cerró los ojos. Los párpados le temblaron por un momento. Pa le retiró la sábana y me mostró su cuerpo, ya no era moreno, se había vuelto blanco lechoso, del material del que está hecho el frío. Los pechos eran muy pequeños, como los que yo tengo, las costillas sobresalían como las de un Jesús crucificado y el pubis estaba cubierto por vello negro y muy grueso.


Mira a tu ma, dijo. Mírala ahora que ha cerrado los ojos para nosotros y los tiene abiertos hacia el cielo. Y luego se fue a martillear la puerta, que tenía las bisagras flojas, y marcaba el piso de madera haciendo un sonido como de dientes que rechinaban en una mandíbula apretada.


Cada tanto pa me hablaba.


Mildred, escucha, Mildred. Cuando naciste, tu ma dijo que trajiste contigo el viento. Era un viento tibio. Ese viento no teme. Ese viento se refugia entre las torres de heno y descansa en los pozos para luego salir manso a tocar las flores y hacer que se abran y va y se escurre por los túneles de las hojas donde recuerda que es viento porque silba. Trajiste contigo el viento que se llevaba las cipselas de los dientes de león a recorrer el mundo, Mildred. El viento que calma al ganado. Ese viento no teme. Aquellos que viven en temor se volverán salvajes. Pero tú no, escúchame, Mildred, tú no. Tu ma te tocaba la piel llagada y sonreía, porque decía que debajo estabas llena de luz. Nos han enviado un ángel, me dijo cuando te llevamos al río para que el agua te bendijera, la llamaremos Mildred, y nunca dejaremos que nos la quiten. Y el viento aquel año hizo que decrecieran las aguas, Mildred, y trajo zorzales y tórtolas y golondrinas. Y fue ese viento el que se llevó a las cochinillas, las pulgas, los pulgones y las moscas blancas.


Cuando pa terminó, movió la puerta un par de veces y salió caminando tranquilo.


Quédate aquí, en nuestra casa, Mildred, y mira a tu ma, dijo. Martillo en mano desapareció entre las estacas que marcaban el fin de nuestra tierra. Lo vi marcharse desde la ventana del cuarto y me quedé de pie frente al cuerpo de ma, que estaba frío y se había puesto gris.


Las luciérnagas y los grillos trajeron el ruido de la noche, los ojos de ma se hundieron en sus cuencas, tenía el estómago hinchado como una muñeca pipona, y pa no regresó.


Llegó el párroco Santamaría y me encontró de pie, la sábana blanca en el piso, estropeada por un líquido que supuraba el cuerpo de ma. Se la llevó envuelta en cobijas. Traté de detenerlo, pero me empujó con una mano, tocándome una parte del pecho que tenía llagada. Temblé.


Dile a tu padre que la velaremos solo un día y que mañana haremos el funeral.


La casa se volvió oscura, el viento soplaba fuerte y yo me dormí y soñé con ma convertida en una muñeca pipona que se hacía cada vez más pequeña, hasta que medía lo mismo que una uña, y luego desaparecía convertida en partículas de polvo y luz.


Pa no volvió para el funeral.


Yo no podía ir al pueblo, aunque el cuerpo de ma estuviera ahí, no podía. Fui al porche y saqué de la tierra las peonías que ella adoraba y me puse el vestido azul como el cielo en el veranillo del niño, el vestido que más le gustaba a ma, y me fui por el camino del río, con las flores en la mano, como una novia, saltando, brincando.


Hasta que me senté a llorar.


Estaba cansada y las flores, marchitas. Anocheció y sentí que mis llagas ardían. Me levanté el vestido y acaricié sus formas con mis dedos, como ma lo había hecho desde siempre. A veces yo imaginaba que dentro tenía un sol pequeñito, que ardía, y me dejaba en la piel estrellas, cúmulos y galaxias. Entonces pensaba que mi piel decía cosas en el lenguaje de la luz, pero yo no sabía entenderlas, porque ese lenguaje debía de ser antiguo como los primeros espectros que habitaron la tierra y crearon en los seres humanos las visiones y los escalofríos.


Desde el pueblo llegaba un eco, el murmullo de un canto. Allá cantaban siempre lo mismo cuando alguien moría: «Pasos inciertos doy, el sol se va, si contigo estoy, no temo ya». No sabía por qué cantaban en su funeral, no conocían bien a ma, nunca venían a casa y ella no bajaba al pueblo más que para pagarle al viejo Iván por las tierras. Ma odiaba Cocuán.


Cuando volví a casa, pa no había regresado, sus botas no estaban en el descansillo, ni su sombrero en la mesa. Entré y detrás de mí sentí un olor a lavandina y mentol. Cuando me di vuelta, vi al párroco Santamaría en la puerta, ensombrecido por la noche. Temí sus ojos claros, su boca pequeña y esa piel pecosa que parecía tan de niño.


Hoy enterramos a tu madre, dijo. Está en el cementerio. Al menos has de bajar a ponerle una flor.


Ma no me deja bajar al pueblo, le dije.


Tu madre ya no está. La gente del pueblo y yo pensamos que estarás mejor en alguna casa allá abajo o en el monasterio.


No respondí y quise cerrar rápido la puerta, pero el párroco metió el pie. Me jaló de la manga con fuerza. Se me abrió el cuello del vestido y lo vi mirándome las llagas.


No seas tan necia, me dijo.


Pa ya va a venir, le contesté.


Tomé su brazo con mis manos temblorosas, me acerqué un poco más, subí la mirada y le escupí.


Mañana volveré a verte, Mildred.


Al día siguiente, di remolachas a los burros, cambié el balde de agua, lavé mi ropa y llevé a apacentar a los cerdos. Luego los llevé al río y me sumergí en el agua con ellos. Alrededor, afiladas hojas de hierba alta nos cercaban. Y los cerdos estaban tan felices que salían a recostarse en ellas, las aplastaban con sus cuerpos rollizos y luego volvían a refrescar su piel gruesa, como la mía. Por momentos yo me quedaba flotando bocabajo, intentaba mirar lo que alojaba en el fondo el río y solo lograba ver, de vez en cuando, alguna carpa que seguía la curva del meandro.


Cuando salí del agua, el sol se regaba por todo el bosque. Los cerdos se habían dormido. Los desperté con pequeños toques en las orejas y los llevé a casa. Los nombré así: Ramón, Eustabio y Lupe, que era la que más ruido hacía. Lupe, le gritaba yo, deja de quejarte como una vieja chuchumeca, y entonces ella callaba por un momento y venía a rozarme las piernas con el hocico húmedo y yo reía. Les hice grandes camas de heno en la cocina. Esa noche dormí con ellos y descubrí que el heno guarda al fondo el calor. Dos narices frías me tocaron el cuello y Ramón apoyó su cabeza en mi vientre. Era pesada como un sambo. Durmieron muy quietos y me hicieron buena compañía.


Fueron ellos los que despertaron primero. Me frotaron las narices en la cara para que les diese algo de comer. Tenían el mismo aliento espeso que pa y ma cuando despertaban. Comieron conmigo algunas frutas y plantas de la huerta y me acompañaban donde quiera que fuera. Jugaron con los burros con una pelota vieja que pa tenía en su cuarto, se metían en los charcos y miraban al cielo cuando pasaban los zorzales mientras yo abría las vainas de arvejas para el guiso del almuerzo. Cuando nos aburrimos, entramos a la cocina, nos revolcamos en el heno y ellos hacían el mismo sonido que las crías de los hurones.


Ese día vino el párroco y me dejó agua bendita. Póntela en las llagas, me dijo, y deja fuera a los cerdos. Yo le mostré cómo jugaban con el heno y le dije que escuchara el sonido que hacían de pequeños hurones, pero él no sabía mirar ni escuchar. Se calló y giró la cabeza hacia el otro lado. Dijo que me fuera con él, que me recibiría en el monasterio. No, le dije, pa me pidió que me quedara aquí.


Mañana vendré por ti, Mildred, repitió.


Y volvió muchos días y yo le decía: Pa va a volver. Pero él no sabía escuchar. Callaba y miraba hacia otro lado. Volvió un sábado con las hermanas Solina, que me regalaron un vestido de punto y trajeron empanadas de quesillo con miel de panela. Abrí la puerta lo justo para recibir las bolsas. No dejé que entraran en casa. Y volvieron por la tarde, pero acompañados del viejo Iván, que era el que alquilaba las tierras a pa y ma. La segunda vez tuve que abrirles la puerta, pero no les ofrecí nada. Ramón, que se pasaba las tardes mirando los arbustos de manzanas desde el sillón, vino rápido a esconderse tras mis piernas. No era cierto que la casa oliera a agua estancada de alcantarilla. Eran ellos los que traían el olor.


Estas tierras ya no las puedes sembrar, me dijo el viejo Iván.


Tengo edad para hacerlo, le contesté.


Ya nos ha dicho el padre lo de tu enfermedad.


Pa va a volver, dije.


Me cubrí el cuello con temor. Me levanté y me paré en la puerta. No pude decir nada, pero quería que se fueran. Así lo entendieron y se marcharon.


Pero volvieron.


Siempre volvían. Trajeron más hombres del pueblo. Midieron las tierras, quitaron las estacas que hacían de cerramiento y sacaron a los burros de la cuadra. Detrás de Germán y Abdiel se fueron nuestros burros corcoveando. Cuando venían a golpear la puerta, yo la abría sin quitar la cadenilla. Les repetía que pa iba a volver, que faltaban pocos días para su regreso y nos dejaban tranquilos un día o dos. Luego volvían. También volvieron el lunes y el martes y el sábado y no hubo día que no temiera que entrase uno de ellos mientras dormía.


Fue una noche de luna llena cuando los escuché subir por entre las colinas y los miré atravesar el huerto. Venían en procesión. Una bandada de corazones sonámbulos, oliendo a leche, a agua estancada, a una mezcla espesa y rara. Los cerdos no huelen como nosotros, a leche podrida. Huelen a piel gruesa y a pasto recién cortado, a hierba fresca y lluvia. Las mujeres de Cocuán disimulaban el olor con talcos perfumados que compraban en la farmacia central por kilos. Yo las miraba de pequeña cuando ma me dejaba acompañarla al centro. Hasta que me prohibió ir con ella para siempre jamás. Detrás de las mujeres venían los hombres oliendo a colonia Franja Negra, que se compraban en frascos de vidrio azules. Ma solo usaba esa colonia para las heridas y el dolor de cabeza, porque la fragancia le recordaba a ellos y ma odiaba a los hombres de Cocuán. A mí también me desquiciaba ese olor, que se hacía más fuerte mientras avanzaban.


Cerré todas las puertas y ventanas, y Ramón se escondió bajo la mesa. Lupe se quedó callada.


Que todos los dioses les maldigan, que el cielo y la tierra los maldigan, dije en voz alta con las manos y la mandíbula apretadas. No dejé de repetirlo. Era una maldición antigua que ma usaba todo el tiempo: cuando el viejo Iván nos subía el precio de las tierras, cuando el párroco quería obligarla a bautizarme, cuando Esther le dejaba papeles con oraciones a la Virgen María y le decía que debía escribirlas cuarenta veces y repartirlas, para evitar las tragedias. Ma no hacía caso y los maldecía.


La marea de hombres y mujeres se acercaba cada vez más. Era media noche. La capilla del pueblo repicó doce campanadas. La luna iluminó unas tantas calvas viejas y luego su fulgor se escondió entre las hojas de hiedra y las damas de noche que cubrían los muros del frente de nuestra casa.


Venían todos con el corazón agitado. Casi podía escuchar sus latidos, que se apresuraban, mientras iban acercándose. No era su costumbre salir a medianoche. Le tenían miedo al bosque oscuro, le tenían miedo a los animales. Le tenían miedo a todo. La gente de Cocuán salía y se ocultaba con el sol. Eran como estorninos que por las noches volvían del campo a sus dormideras, escondían las cabezas bajo sus alas y dormían un solo sueño.


Pero se acercaban a nuestra casa, la casa que era mía y de ma y de pa. La casa donde ma se volvió gris y con las cuencas ahuecadas cerró los ojos para no atraer a los cuervos. La casa donde yo había nacido y en la que pa pintaba las paredes y las llenaba de flores y nubes en el mes de noviembre, cuando no venían las aguas.


Se acercaban tocando las flores de mis damas de noche, iluminadas como estrellas por la luz de la luna. Yo los espiaba detrás de la cortina, celeste como el vestido que me regaló ma, como el cielo en el veranillo del niño. De lejos alcancé a ver a la pequeña Berta Sotelo, tapándose las cicatrices con el vestido largo de una viuda que su madre la obligaba a usar. Pobre Berta, pensé, la madre la había dejado caer en un rosal. El doctor no quiso quitarle una sola espina. Con los días, estaba llena de pus y expulsó las espinas como quien pare un hijo, cientos de hijos como aguijones. Pobre Berta. Su madre jamás la ha cuidado. Se avergonzaba de ella. Yo lo sabía por lo que me contaba ma. Vi también a Jonás, que venía con la camisa agujereada, con los pantalones sin planchar. Cuando estuvo cerca de las damas de noche, giró y se fue corriendo hasta desaparecer. No todos eran malos. Y yo no quería, pero por dentro no dejaba de maldecirlos, a todos. También había otros niños que no reconocí. Serpenteaban por entre piernas tiesas, pateaban piedras del camino y agitaban ramas de buganvillas hasta que un jalón en el antebrazo los calmaba. Vi al viejo Iván y a Abdiel. Y no vi más porque, de pronto, se detuvieron. La marea de hombres, mujeres y niños se quedó plantada muy cerca de la puerta de nuestra casa. Cerré los ojos y le recé a ma.


Sal de ahí, Mildred, dijeron.


No puedes seguir viviendo ahí, gritaron.


Tenemos que encerrarte hasta que se te curen las llagas.


Podía escuchar los latidos fuertes de mi corazón y los de Ramón, Eustabio y Lupe. Entonces empezaron a golpear la puerta, la que pa había martilleado antes de irse. Y la puerta temblaba; las bisagras, otra vez, flojas. Estábamos los cuatro escondidos bajo la mesa, rodeados por torres de heno, como en una trinchera a punto de ser derribada por el viento.


Cuando abrieron la puerta, Hermosina espantó a mis cerdos a patadas. Mercedes y Esther corrieron a abrir los postigos.


Hay que dejar primero que entre el aire, dijeron.


Entre Abdiel, el viejo Iván, su hijo Baltasar y Germán me sacaron pataleando, con la ropa que ma me había dicho que quemara hecha jirones. Y las mujeres y los niños sacaron los tejidos de punto del cuarto de ma y los crucifijos que estaban en la sala donde antes pa arreglaba muebles viejos mientras ma me peinaba con agua de romero.


Esto hay que salvarlo, dijeron.


Y todo eso y más lo sacaron y lo metieron en bolsas que llevaron lejos de la casa. Fue el párroco el que encendió la llama y lo primero que ardió fue el heno. Me dejaron tirada entre las madreselvas mientras nuestra casa se perdía en el fuego. Ramón, Lupe y Eustabio se acercaron a mí. Ya no hacían el sonido de pequeños hurones, chillaban por el humo que nos enrojecía los ojos.


Sus narices húmedas me tocaron el cuello, el pecho, las manos. Y sus ojos se cerraron hasta convertirse en ojos de pez.


Y no vi nada más.






Como si estuviese en el río, me mecían, pero no sentí el agua. Solo me acunaba una fuerza blanca, unas olas sin mar. Las voces de los hombres y el olor a quemado se iban alejando y volví a ver el cuerpo de ma, blanco como el frío y su pubis lleno de vello grueso y negro, el túnel por que el yo había llegado trayendo el viento.


Pero esa noche no había viento.


De pronto vi mucha luz. Nunca había visto tanta. No quería verla. Tanta luz atrae las moscas y luego, la nada. Me dolía en las bases de los ojos, pero ya no oía las voces. Ni sentía el humo.


La luz se fue convirtiendo en un bosque de pinos altos con ramas puntiagudas y troncos podridos, rodeado de estacas, con el suelo lleno de agujas rojas de pino y amurallado por altas piedras. Todo Cocuán estaba ahí. Y cantaban. Era un canto aterrador, como si cayeran los árboles de siete montañas y los animales chillaran tratando de escapar de debajo de los troncos. Cantaban y yo quería escuchar a Ramón, y a Eustabio y a Lupe, quería buscarlos, quería buscar a ma, pero su canto no me dejaba.


Me llamaron entonces por mi nombre.


Todo Cocuán seguía cantando, pero otras voces, las voces de un hombre, de una mujer y de un niño me decían: Mildred.


Dulce y fuerte, Mildred.


Aquellos que viven en temor se convertirán en salvajes.


Míralos, decían. Y las voces crecían como la marea alta y las olas desembocaban en mis oídos. Míralos endomingados, tan cerca los unos de los otros. Míralos, Mildred, sordos al viento y ciegos como animales perversos. Con voluntad de esclavos. Mira a los hombres y a las mujeres creados por el Verbo, moldeados con el polvo de estrellas muertas. Mira su cuerpo, que es el cuerpo de Cristo, y mira sus ojos perdidos, sus huesos viejos a punto de romperse. Mira al pueblo de Dios que te ha abandonado. Mira al pueblo de Dios que has maldecido. Todo Cocuán seguía cantando, apretaban los labios. Algunos levantaban sus manos, sus ojos se nublaban, se cubrían con un manto blanco. Trataban de huir y no podían. Los demás los retenían, los obligaban a cantar. Un pueblo es una cadena hecha de pesadillas.


Las voces los nombraron, uno a uno, y todos en el pueblo se quedaron quietos. Las voces empezaron a aullar y yo también. Aullé fuerte hasta que mi ira se convirtió en ruido animal para maldecir, ruido animal para condenar. Ellos se acercaron, deshicieron las filas del coro sin dejar de cantar y se rasgaron la ropa limpia hasta que se quedaron desnudos. Sacaron con mucha fuerza y con ambas manos las estacas que estaban en la tierra y se las hundieron unos a otros mientras seguían entonando ese canto de animales muertos.


¡La carne viva es muy mala!, gritaban.


Gritaban y reían.


Reían y lloraban.


Y luego se golpeaban, se arañaban, se herían de muerte y su sangre, espesa, se derramó entre la hierba alta manchando mis damas de noche, que empezaron a crecer y rodearon sus cuerpos, creando espirales cerradas, desapareciéndolos en una muerte blanca


verde


blanca.


Aquellos que viven en temor se volverán salvajes, dijeron todas las voces al tiempo.


Y sentí el viento cálido, que hacía que decrecieran las aguas, que llevaba las moscas y los pulgones lejos, y escuché el canto de los zorzales y vi un águila que chillaba y sobrevolaba el final del bosque ya lleno de cuerpos desnudos, de ojos que temblaban, envueltos en damas de noche.


Espirales de muerte sin fin.


Y las voces siguieron hablando en una lengua que yo ya no entendía.






Amanecí en el monasterio. Mi cuerpo entero cubierto con una sotana negra que me rozaba las llagas. Picaba y dolía.


Por las mañanas el párroco Santamaría me confesaba y al ver que no hablaba se hartó y cada mañana me leía la Biblia y al ver que no escuchaba se hartó y cada mañana me dejaba una gelatina de pichón y pan de centeno y al ver que no comía se hartó. A veces me visitaban en el monasterio una niña llena de pájaros y una señora con montañas en la espalda. Pero el párroco las expulsaba. No quería que nadie me viera. Me ponía agua bendita en la piel, pero mis llagas se hacían cada vez más grandes. Y brillaban. Yo las tocaba como había hecho ma, hasta que él me ató las manos. También mató a mis cerdos, a Lupe, Ramón y Eustabio.


Mildred, me llamaba él, pero no era la voz de ma ni de pa, ni aquellas otras voces, esos ecos de luz que decían: dulce y fuerte Mildred. Mildred, me gritaba el párroco. Y yo aullaba. Mildred, me golpeaba y maldecía. Y yo aullaba. Mildred, me sacudía y moreteaba. Mildred, me tomaba por las noches y luego me escupía. Y mi nombre se volvió un susurro hueco, viento que es mal aire y no silba.


Todo esto es pasado.

*Fragmento de la novela Trajiste contigo el viento (2022), cortesía de La Navaja Suiza. Collages de creación propia de la autora que acompañan la novela.



Natalia García Freire (Cuenca, Ecuador, 1991)

Es periodista y ha publicado artículos de cultura, viajes, perfiles y crónicas en medios como BBC Mundo, Univisión, Plan V, CityLab Latino, la revista de viajes Ñan, BG Magazine y Letras del Ecuador. Actualmente vive en Ecuador y trabaja como profesora de Escritura Creativa en la Escuela de Escritores de Madrid. Nuestra piel muerta fue su primera novela. Tiene un jardín, un gato y escribe.


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