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Cuento

Una danza de espasmos

Hugo Mujica

Número revista:

3

Pasó suavemente la mano sobre el pelo cobrizo, de arriba hacia abajo, otra vez de arriba abajo… Siguió haciéndolo y comprobando cómo la respiración iba apaciguándose, viendo cómo con cada caricia el gato iba deponiendo la firmeza felina de su lomo arqueado. Pronto lo tuvo totalmente echado sobre el almohadón, totalmente postrado bajo el peso de cada caricia. Cuando lo sintió así, totalmente entregado bajo su mano, cuando empezó a escuchar su sumiso ronroneo, comenzó a acariciarlo a contrapelo, sintiendo y gozando la resistencia del pelaje que quedaba atrás entre la separación de sus dedos. Lo hacía a contrapelo y limitando paulatinamente las caricias a la zona del cogote, limitándolas y acelerándolas.


Súbitamente escupió un soplido como el que dan los gatos cuando tratan de amedrentar a un adversario. Era la orden que se daba a sí mismo para el ataque: apretó con ambas manos el cuello del gato que, tan instantánea como inútilmente, trató de escapar dando un salto. El salto que lo llevó a quedar colgado de las manos que le aferraban el cuello e iban apretándoselo como si fuesen las dos mandíbulas de una tenaza hambrienta. Lo alzó aún más en el aire, lo miró a los ojos con la misma fijeza con que el gato solía mirarlo a él cuando se desplazaba por el cuarto. Lo sostuvo alzado, contemplando, entre fascinado e hipnotizado, los espasmos que articulaba en el aire. Los ambiguos espasmos con los que el felino parecía despedirse de la vida o hacerle seña para que no se fuera, para que se quedara en él.


Repitiendo un gesto ancestral, el gato logró clavar sus uñas en uno de los brazos del verdugo; el ardor que este comenzó a sentir en la herida le avivó las fuerzas y la rabia. La excitación que le produjo el dolor lo llevó a ponerse a girar y girar con el gato colgado de sus manos, giraba y apretaba más y más el cogote del animal. Cuando ya no pudo apretar más, cuando sólo sintió una delgada dureza entre sus manos, detuvo la danza. Dejó al gato sobre el almohadón, se chupó la sangre que asomaba en los surcos que le habían abierto las uñas del gato y miró hacia todos lados, como si tratara de corroborar que nadie lo había visto o como buscando un lugar para deshacerse del cadáver que había comenzado a ponerse tieso.


(Los niños suelen ser terribles cuando uno los deja solos. De tanto en tanto, merecerían un escarmiento. De tanto en tanto, habría que tratarlos como tratan ellos a los gatos cuando creen que nadie los mira.).

Cuento tomado de “Bajo toda la lluvia del mundo”, Pre-textos, abril 2010.

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