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Narrativa

Una luz inolvidable

Solange Rodríguez

Número revista:

9

Para Alicia Yánez.



Diciembre estuvo lleno de una racha de matrimonios inesperados, uno detrás de otro; ahora que finalmente el tema de la visa no es un problema para moverse entre países y todo el mundo agarra sus maletas y se va adonde quiere irse, no me acostumbro a esta nueva geografía en la que cada cuadra tiene un letrero de Se alquila o Se vende. Lo que conocíamos se va modificando de poco en poco. Y ni contarte lo que pasa si vives en el Centro-Norte donde las casas son una monstruosidad de enormes en comparación con los cajoncitos parecidos a tumbas donde se vive ahora para economizar espacio. Siguiendo esa corriente que nos pide economizar, he dejado cerrada la villa en la ciudad y me he trasladado, junto con mi hija, a la casa de la costa donde tengo tres perros y un montón de plantas, como toda buena mujer de cierta edad. El problema de las playas será siempre la gente. Allí se concentran las peregrinaciones de las sectas de suicidas que tienen crisis de fe, se van a meter al mar y no salen más. Todo lo que has leído acerca del tema no se acerca ni remotamente a la realidad.


Y yo, la tonta que debe poner orden en la vida de todo el mundo, tengo que ver qué hago luego con esos objetos muertos que dejan botados en los alrededores de la casa. En el mejor de los casos, los cambio por comida y, en otros, los voy arrumando en un baldío donde parece que aconteció un accidente estelar y que las cosas de los colonos que se iban a vivir a otro planeta se transformaron en basura espacial. Hay vertederos por todos lados. La Tierra se ha dado cuenta de que está repleta de cosas que ya no necesita.


Pero bueno, nena, felicidades por tu boda. Nosotras, que hemos visto pasar los tiempos: de la taquigrafía a la máquina de escribir; del disco flexible a las memorias portátiles; de la transferencia mental hasta la democracia del conocimiento, necesitábamos ser felices. Tú me dices que, en el lugar de donde vienes, más bien todo ha sido menos brutal porque los machos se mataron en las guerras primigenias, pero, de todas maneras, tuvieron muchos líos de sobrepoblación porque las venusinas eran románticas y les gustaba pasar embarazadas, y por eso tuvieron que mandarse a cambiar al espacio en cuanto averiguaron cómo.


Pues bueno, acá, a inicios del siglo XXI, también tuvimos mucha gente que sobraba, pero los virus y el mal clima hicieron parte de la tarea de exterminio. Lo lindo es que quedaron los animales y una podía abrir una ventana y ver pasar corriendo a los ciervos como si fuesen palomas. Una cosa preciosa. Ya transcurrido ese tiempo lleno de emergencias, todo se calmó bastante y pudimos pensar en cosas esenciales, como el amor. Yo tengo setenta y seis años, nena, pero no por eso he dejado de tener necesidades. Si estoy sola no es mi culpa, he sido de las más fuertes de mi especie.


Pero, como te iba diciendo, guapa, en diciembre todas se casaron: la gorda Lorna, la flaca Nancy y esta criatura Estuarda que no era mucho de nuestro grupo porque no se esforzaba. Estaba empezando a quedarse calva y se negaba a ponerse las inyecciones que te hacen crecer el pelo porque dizque era de esa religión nueva de los arcaístas, todo natural, y ya puedes tener una idea de cómo se veía la pobre, claramente no como el resto de nosotras. La novedad la trajo justamente Estuarda, tan tradicional y todo; fue la primera en inquietarnos con el tema de las relaciones interespecie. Su agente de viajes le había dicho que en otros planetas había oportunidades de conocer gente.


Bueno, gente es un decir. Ya nosotras habíamos pasado por senegaleses, finlandeses, rumanos; hasta yo lo había intentado con una muchacha de Argelia, dulcísima. Tenía la piel prieta y dura, como tocar caucho, pero en la boca no, su boca era de seda; los besos de las mujeres son suaves y líquidos. En cuanto nos tocábamos, ella era un río, fluía y fluía; querida, a estas alturas de mi vida, yo no iba a aprender a nadar. La dejé porque me pidió que trajera a casa a toda su familia desde África. La verdad, si todo fallaba, con las muchachas estábamos ahorrando para comprar un autómata bien dotado y prestárnoslo por turnos como hacían las polígamas con sus maridos, pero aún teníamos esperanzas de encontrar algo parecido a un noviazgo tradicional. Entonces supimos de esa posibilidad de empezar a tener citas con extraterrestres.


En cuestión de meses, Estuarda se fue de viaje a Saturno a conocer a un espécimen que le recomendaron por tener compatibilidad sexual y fue un flechazo. Ella estaba encantada porque allá pesaba menos, como es sabido. Los saturninos, secos y melancólicos (tal vez porque allá no hay agua, qué sé yo), encontraron encantador que ella jamás dejara de tragar saliva porque eso significaba que tenía las mucosas en buen estado. En Saturno la belleza es salud. Volvió feliz, decía que él era paciente y que se tomaba su tiempo para todo. Nosotras inmediatamente le preguntamos si estaba bien armado, ¿me entiendes?, y nos dijo algo que nos decepcionó tanto: los saturninos tenían orgasmos mientras dormían. Los cuerpos se tendían uno al lado del otro mientras descansaban en unos catres incómodos y entonces ella allí sentía una emoción que le congestionaba el botoncito ese en medio de las piernas y se despertaba gritando y el saturnino estaba tan feliz con su expresividad que le hacía lo mismo todas las noches, que allá duraban meses, sin desperdiciar energía.


¿Y cómo podría compararse ese derroche erótico con los sudores de un hombre de la Tierra? Han quedado debilitados por tantas enfermedades y, en los encuentros, se desgastan mucho; por eso, reticentes y todo, han terminado aceptando pertenecer a relaciones múltiples con la advertencia de que el que pelea se va. Entiendo lo que me dices de las ventajas del amor comunal como un ejercicio para templar el espíritu y no descarto probarlo algún día. Pero, como te iba diciendo, Estuarda trajo al saturnino, flacucho, melancólico, un hilacho parecido a un palo al que había que mojar con una manguera cada cinco minutos. Juntos eran ridículos y a la vez preciosos. Viéndolos de novios, nos convencimos. Todas las chicas del grupo queríamos un tipo que viniera del espacio porque ese era el futuro. Entonces ese diciembre, en plena borrachera llorona en la boda de Estuarda, con mi copa de whisky en la mano, empecé a besar a todo el mundo, a cantar baladas, porque yo borracha soy un cascabel, y a vociferar: “¡Me caso!, ¡me caso otra vez con lo primero que aparezca!”, y al día siguiente fui a visitar a los de mi seguro médico y me compré un bono por veinte años más de vida.


No sé por qué me decidí a enredarme con un marciano si tenían bastante mala fama de ser estafadores. Tal vez porque era el planeta que estaba más cerca, aunque era muy consciente de que ese mundo siempre pasaba en guerra y vivía pendiente de a quién puede sacársele provecho. Creo que me permití enamorarme porque siempre supe que mi corazón me iba a jugar una mala pasada por ser tan sentimental. Estaban justo en ese problema de resolver las batallas que se habían desatado por la escasez de agua y nadie quería quedarse en ese planeta, como nosotros hace decenas de años. Los marcianos, en diáspora, se habían vuelto las pulgas del espacio y empezaban a colarse donde se les permitía. Otra cosa que me favorecía es que a los marcianos jamás les han gustado las hembras demasiado jóvenes. No se hacen problema por esas cosas, hembra era hembra y, mientras disponían de una, la disfrutaban.


Mientras las chicas se habían esforzado por ser explícitas en lo que ofrecían en sus perfiles de citas interespecies: sus bienes, sus habilidades lingüísticas y en hacer bailes para demostrar su destreza erótica (jamás entenderé la fascinación que tiene nuestra especie con los bailes), yo conocí a Iker de otra manera. Me escribió porque quería trabajar durante un tiempo en mi casa en la playa. Hace mucho tiempo puse un anuncio del que ya me había olvidado, buscando quién se encargara de la limpieza y del jardín, y me sorprendió que alguien lo desempolvara para contestarlo. Me llegó por correo, como en los viejos tiempos. Soy Iker Marciano, me dijo, y puedo cuidar las plantas y asear su casa a cambio de comida (Iker Marciano me pareció un nombre rudo, como Rocky Marciano) y me mandó una foto. La verdad, con sus variaciones, los marcianos guardan algunos parecidos con nuestros hombres. Iker tenía una nariz prominente (¿habías escuchado, querida, que la nariz es proporcional al sexo?) con unas antenas gruesas, parecidas a la cornamenta de un carnero, pero hacia arriba con la punta deliciosamente redonda y una sonrisa, ay. Entre triste y dulce. Por vivir tanto tiempo bajo la tierra es que la piel tiene ese tono amarillo verdoso que, en algunos casos, les sienta bien; era el color de la tisis. La piel gruesa del rostro le daba una expresión entre animal e inteligente que despertó mi respeto. No era un muchacho, no; tal vez era tan viejo como yo, pero se notaba que había caído en desgracia. Un marciano desafortunado que tenía todo el derecho de rehacer su vida donde el recuerdo no lo atormentara, lejos, todo lo lejos posible de su territorio, en una nueva tierra. O al menos esa fue la historia romántica que me inventé para enamorarme.


Algo me atravesaba y me estallaba en el vientre cada vez que veía la foto de Iker. Por primera vez en mucho tiempo, sentí emoción y expectativa por conocer a alguien y hasta dejé de usar los hologramas eróticos para dormir. Como te dije, amiga mía, había comprado un paquete por veinte años más de vida. ¿Qué podría perder yo si esta historia fracasaba? Le escribí llena de esperanzas sensuales inconfesables, le dije que iba a estar a prueba unas semanas. Ya estaba enterada de que las marcianas hablaban poco y tenían poca alegría, tal vez porque eran una especie muy sufrida. También supe, mirando documentales, que no se besaban ni intercambiaban más fluidos de los necesarios para producir la vida. En su existencia todo se había tratado de perseguir el agua, tenerla durante un tiempo, perderla, esquivar las sondas de exploración terrícolas, ver atardeceres rocosos y ocultarse bajo la tierra; por eso, cuando el primer grupo de humanos llegó a Marte y se enloqueció por el alto nivel de radiación y por el largo aislamiento, un grupo de marcianos, ni cortos ni perezosos, secuestró la nave y se vino a la Tierra a toda velocidad. Tú no te acuerdas, nena, porque eras muy chica y naciste en plena expansión de nuestras colonias.


Entonces se iniciaron 20 años de revelaciones, aparecieron después los plutonianos y los saturninos y, al final, ustedes, las feroces venusinas; y hasta llegaron de otras galaxias versiones nuestras del pasado y, con toda esta conmoción, vinieron las primeras olas de suicidio. Nos habíamos convertido en el centro de veraneo del sistema solar, Babilonia, la grande; Ibiza en año nuevo; Acapulco en vísperas del fin del mundo… Muchos ya no querían seguir vivos en un lugar donde no existiera el misterio. Ya sabes que los hombres humanos se han enfrentado siempre a puño limpio con lo que no entienden, contra los feminismos, contra los transhumanos, contra los arcaístas, contra el período que algún periodista chistoso llamó La cogida entre los mundos. Para ellos, que no los prefiriéramos y eligiéramos sobre otras especies, ya era demasiado. ¡Plum!, cayeron como moscas.


Como te decía, fui a ver a Iker a la estación de transporte, muerta de nervios y atragantada de colágeno. Me vestí de blanco como novia porque el blanco hace que me sienta bien con la edad que tengo y, mientras lo esperaba, me llamó mi hija, que no me había buscado en tres años porque su religión no se lo permitía. Muy por encima le conté de mis planes con Iker, y ella furiosa: “otra vez con las mismas pendejadas, mamá”, me dijo. “No te bastó con lo de la argelina para aprender”, y le dije que yo, como ella, tenía derecho a mis intereses y que, si era por la casa de la playa, que estaba a su nombre, pero siempre y cuando no fuera a dejarla a ninguno de esos cultos a los que se metía cada semana. Y ella, encolerizada, me recordó que tuviera cuidado porque, si en algo eran famosos los marcianos, era en ser timadores, y que Iker me seduciría solo para sacar provecho. Me advirtió: “Mamá, ese marciano es como muchos tipos que llegan a nosotros arrepentidos para que los redimamos, lo que quiere es ir a engatusarte para tener donde vivir”. “No me importa, no me importa”, le grité, “y si me seduce, estaré muy contenta”. La verdad, y esto te lo digo en confianza, es que tengo una modesta lista de amantes y qué mejor que sumar a ella especies de otros planetas. Voy escribiendo sus nombres en una libretita y pintando sus banderitas. Yo no soy frívola, es que simplemente creo que es importante tener cosas que contar.


Entonces, lo vi. Me pareció un poco tieso. Vino caminando por el puente de desinfección, refulgente, casi divino, más alto que cualquier hombre que recuerde, corpulento, algo amarillo como es usual en la gente de Marte. Paseó su mirada sobre mí y no me reconoció. Fue cuando lo tuve pegado a mi nariz que me dijo: “¿Vera?”. Y gritó: “Saluton”, en esperanto con una voz de tierra, de arena, de desierto, todo lo áspero y lo seco junto, la voz de alguien que no ha repasado palabra por meses y meses. Una voz que me lubricó las articulaciones y me rejuveneció. “Vera”, volvió a decir y yo tuve que luchar contra mis ganas de abrazarlo y decirle, como a ET, “home, casa, bienvenido a casa, pedazo de cielo mío”. Pero no podía tocarlo por un protocolo de seguridad y lo primero que hice fue darle un termo con agua que él bebió impúdicamente haciendo subir y bajar su nuez de Adán, aunque no sé de quién sería la nuez, en su caso, y que luego se echó salvajemente sobre sí mismo. Ay, amiga, no te puedo decir cómo me puse de exaltada.


Como yo no nací ayer, consideré seriamente que no fuera un jardinero de verdad, como ustedes, las venusinas que dicen que son masajistas y no; pero Iker vino cargado de herramientas que ni yo sabía cómo se llamaban y él me fue explicando a medida que las subíamos al coche: rastrillo, tijeras, desbrozadora. Mientras hablábamos para conocernos lo más pronto posible, siempre en un esperanto malísimo, fuimos pasando por fuera de las ciudades ruinosas rumbo a la playa. Nuestra conversación, en lugar de hablar del clima, se centró en cómo a la Tierra le hacía falta volver a ser el planeta verde. Iker me dijo, con su voz sin usar, que una de las cosas que más le entusiasmaba de conocer la Tierra era la cantidad de agua que se veía desde arriba; así que, antes de llevarlo a casa a que durmiera su siesta terapéutica de tres días, lo conduje a ver el mar.


Manejé por el filo de la costa azul, donde los esqueletos de las casas inundadas exhibían sus huesos lamidos por la sal y le pedí perdón por el paisaje feo de tantos ahogados esparcidos entre las algas. Muchas sectas alentaban los ahogamientos masivos, se perdían familias enteras que se iban en lanchas, mar adentro, a practicar saltos cargados con piedras. “Sé de la muerte”, me contestó. Entonces, bajo la canícula, caminamos por la playa contemplando el antiguo mar, que siempre ha estado allí y permanecerá más que nosotros. Al poco tiempo, sobre nuestras cabezas, empezó a volar una bandada de gaviotas carnívoras acechando los cuerpos que aún no habían sido levantados; el espectáculo estaba por ponerse desagradable y le sugerí que nos fuéramos. Te confieso que me hubiera gustado tomarlo de la mano para ver qué forma tomaba nuestra sombra sobre la arena. ¡Qué contrastados se verían proyectados sus cuernos y mi tiara!


Uno de mis maridos, el australiano, al que se llevó la primera ola de la plaga, me heredó la casa de playa con petunias, girasoles, suculentas, helechos y limoneros que no he sabido cuidar; las plantas murieron casi todas. Aun así siempre he tenido interesados en el alquiler. Entraba y salía gente, y yo monitoreaba todo el movimiento desde mi piso en la ciudad. Cuando pasaron los peores tiempos, se volvió refugio para los fugitivos y los enfermos. Allí me fui a meter yo, de pura aburrida. Entonces, por primera vez en mi vida, pude sentir que tenía una familia. Se cuidaban los unos a los otros y les proveía de cuanta cosa podía conseguir porque lo que se llama trabajos, trabajos, no existían, solo el intercambio. Más adelante apareció uno raro, disque piadoso, proponiendo liberarlos de los pesares de la vida; los metió a todos en una barca y los convenció para que practicaran esos terribles saltos en el mar abierto. Yo no estaba allí en esos días. No lo hubiera permitido, me había ido de las playas rumbo a la ciudad para conseguir medicina y alimentos. Saltaron hasta los niños más pequeños. Por eso creo también en nuestra miseria como especie, querida mía, lo sabes bien. Y desde entonces… ya no pienso en esas cosas. Cada quien hace su vida con la benevolencia del azar y, cuando le pongo demasiada cabeza, me trago esas píldoras doradas que me ponen la piel suave y caliente, y me enamoro de marcianos sin motivo alguno.


En cuanto llegó Iker, los bichos se pusieron contentos. Los perros saltaban, los gatos maullaban, era una fiesta; y es raro porque dicen que los animales no pueden reconocer el olor de los extraterrestres. Me pareció curioso, pero lo tomé como una señal de buena suerte, de que había elegido al marciano correcto para traer a casa. Pero el primer desencanto llegó esa misma semana luego de su reposo necesario. Lo esperé para cenar con mi mejor vestido de estampado felino. “Ni vidu”, le expliqué, pero no se presentó. Me dejó con los crespos hechos, diciéndome que aún estaba muy cansado, pero al día siguiente muy bien que fue capaz de desherbar el jardín por la mañana, haciendo un alarde de su cuerpo fuerte, que yo contemplaba impúdica desde la ventana. Por las noches, se amurallaba en su cuarto excusándose por el calor y la aclimatación. Y así, día tras día. Iker trabajaba duro podando y sembrando; bajo su mano dura y amorosa, la vida empezaba a crecer en mi patio y el deseo era una mala hierba dentro de mí.


El primer fin de semana ya no pude más con el aburrimiento y cuando atardeció toqué su puerta y lo llamé: “Iker, Iker, salgamos a tomar algo en la playa que está hermosa la Luna; con suerte, en el cielo podremos ver a Marte, vidu marson; a Venus vidu venuson; a Saturno vidi saturnon”. Cuando abrió la puerta, pude ver que había arreglado sus cosas prolijamente y que era ordenado, casi un monje. “Ya salgo”, me dijo claramente fastidiado. Se tomó su tiempo. Se puso sobrio y recio con su ropa de siempre, parecida al overol de un mecánico. Claramente no quería llamar la atención. Yo, en cambio, iba como una lora: peinado muy alto como se está usando: dos pulgadas más arriba del cráneo; traje rojo; tacones enormes que me hacían ver más alta que él, sobrepasando sus cuernos por una cabeza. ¡Sentí que ya lo tenía en la bolsa!


Fuimos caminando por un sendero en la playa bordeado de despojos y objetos abandonados, embelleciendo con nuestra belleza diferente ese basurero. “¿Qué opinas de mi mundo, Iker? Mia mondo. Practiquemos un poco mi idioma”. “No se parece a lo que imaginaba”, me contestó. “Pero el mar vale la pena, ¿no?”. Le dije que alguna vez también habíamos intentado conquistarlo, pero que nos había vencido, que sus lenguas enormes jamás nos permitieron llegar al centro. El mar tal sería nuestro último territorio por explorar, pero en su barriga no nos permitió vivir, fue lo mejor. “¿Cómo es Marte, Iker? Nigra, arida,seka…”. “A veces no encuentro el lenguaje, no sé suficiente”, dijo. “¿Por eso hablas poco?”, pregunté. “Sí, y porque no me gusta cómo se escucha mi voz”. “¿Sientes sabores, Iker?”, insistí. “¿Sientes placer? ¿Sientes amor? ¿Deseas? ¿Extrañas? Allí vienen más suicidas, Iker, no mires. Lo peor es mirarlos a los ojos y saber que lo van a hacer. Me entristecen tanto, caminemos más rápido”.


Cuando llegamos a Estrafalaria, un barcito que lleva decenios junto al mar, el ambiente estaba maravilloso. Los pequeños grupos cantaban y se reían. Justamente el tema de ese fin de semana era El período espacial. Sobre el escenario había una tela tachonada que imitaba la vía láctea y más allá se sacudían venusinas y hombres jóvenes disfrazados de antiguos astronautas con botas y escafandras. Pedí mi coctel favorito: Beso en la luna, me alegra todo lo que lleva gin. Iker, como siempre, lo observaba todo sin hacer comentarios, siendo solo ojos. El licor me puso eufórica. Entonces, rápidamente me saqué los zapatos y corrí hacia el entarimado junto con el resto de especies. Me sentía la reina de la noche. Junto a mí, bellas muchachas de las playas y de otros planetas se sacudían también con ritmos que podían sentirse bajo la piel. Lo llamé con la mano, pero ni trayéndolo de otro mundo, he podido dar con un macho que sepa bailar. Bailé, bailé hasta sacar el corazón por la boca. Hasta no poder dar un paso más y hasta agotar toda la potencia de mi píldora dorada de energía. Cuando eso pasa, sencillamente, me llega de golpe todo el peso de mi edad. Y marché a gatas hasta los pies de Iker, entre aplausos y vitoreos. “¿Estás bien, Vera?”. “Sí, Iker. ¿Viste cómo bailé? Pide otro coctel, que pongan el doble de gin”. “No, mejor salgamos, salgamos, necesitas oxígeno”.


El que había sido un plan para que nos tendiéramos a ver la Luna, tuvo un mal desenlace porque llegamos a la hora de los saltos suicidas. Solo un poco más allá de Estrafalaria, un grupo estaba por meter su bote mar adentro. Yo apenas tuve aliento para dejarme caer entre las palmas. Vamos a descansar y volver a Estrafalaria, aún es temprano. “Iker, no los mires; mírame a mí. Me conoces poco, pero ¿te agrado? ¿me quieres?”.

Ese fue un momento terrible, amiga mía, Iker me preguntó por qué obligaban también a saltar a los niños. “Ya no son tantos humanos, bien pudieran cuidar mejor esas vidas. ¡Savu la vivon!”, les gritó furioso. No pude detenerlo, no tenía fuerzas. Iker, desmesurado, se fue hasta el grupo de los suicidas y los encaró, les jaloneó a los cinco niños famélicos y casi calvos que mordían sus propias manos buscando alimentarse. Habló con empujones y con gritos, como un animal. “Ahora vienen los marcianos a decirnos cómo debemos vivir nuestra vida”, dijo la madre flaca que dejaba en la arena la huella tinta de sus pies ensangrentados. El resto de los suicidas del pequeño grupo también se enfureció. Le dijeron que era un parásito del espacio, un oportunista. No sé si Iker les entendía. Entre todos lo golpearon hasta dejarlo tendido en la arena e intentaron arrancarle los cuernos. Yo tanteaba entre mis pechos a ver si tenía por algún lado escondida alguna píldora dorada de esas que me daban vitalidad en circunstancias críticas, pero todas se habían quedado en mi habitación. Lo aturdieron a golpes, pero, por suerte, no le hicieron mucho daño porque estaban débiles por sus votos de ayuno. No se entretuvieron más con él porque se acercaba la medianoche. Cargaron a los niños y los metieron en el bote a pesar de sus gritos asustados por adentrarse en la oscuridad del mar. Sacando fuerzas, fui hasta Iker y lo abracé. No se movía, estaba tieso, sembrado en la arena. Contemplaba la escena desquiciada con ojos incrédulos. Un marciano y una vieja. “Vengan con nosotros y salten. ¿No les da vergüenza ser un desperdicio? Hace rato que deberían ya ser polvo, para qué quieren vivir y consumir recursos. Vengan con nosotros, aligeremos el peso del mundo”. Nos dijeron más y más sentencias terribles hasta que se fueron perdiendo con sus voces mar adentro mientras sus niños nos seguían mirando con curiosidad y sin esperanza.

Por un buen tiempo, nos quedamos en silencio, consternados. No queríamos irnos, ni tampoco regresar. “Ven, Iker”, le dije, “pon tu cabeza entre mis senos olorosos y no le hagas caso al mundo que está de cabeza. Hemos aprendido a mirar sin ver. Observemos para arriba mejor. Nosotros tenemos una sola luna y ustedes tienen dos: Deimos y Phobos que no brillan tanto, pero acompañan. La Luna no es ojo, es el orificio de un bello cuerpo sin usar, como el que está entre mis piernas. Quien se hunda en él hasta su nervio conocerá los secretos del universo hecho de vieja magia antigua. Si acerco tu boca a mi boca, eso se llama beso; déjame guiarte para renacer, entiérrate aquí donde late y es suave”.


Y, querida amiga, pasó lo predecible a pesar de la tragedia que acabábamos de presenciar. Ya me había olvidado de cómo era intimar con otro cuerpo. No me interpretes mal, el placer es un camino que he recorrido de ida y vuelta, dando y recibiendo. Esto fue diferente. En la oscuridad de la playa, mientras otros se iban de este mundo, entre nosotros pasaron cosas muy bellas y consoladoras. Él se dejó de mí y, por intuición, macho y hembra se acoplaron sin problema. Sus proporciones no me lastimaron, como temía. Primero lo monté yo, después me puse de espaldas en maromas que no puedes hacer con un androide porque lo quiebras y porque las proyecciones sexuales de las máquinas no insinúan nada, ni levemente, porque les falta imaginación. Digamos que Iker me permitió tocar sus cuernos suaves, pero también duros siempre con timidez y pudor, ocultándose en la oscuridad; y que yo lo consolé por su pasado que desconocía, pero que lo había vuelto tan triste. Lo sané y lo volví más terrestre y menos marciano. No fue necesario ir a las nubes para encontrar un punto medio para el sexo, nuestras estrellas estaban en la arena, bajo las palmas y en la superficie. Vi poco su cuerpo pero lo sentí inmensamente y en mis grititos se enterraron los muertos. ¿Cómo podría negarme?


“Devas akcepti”, me dijo lleno de arrepentimiento después cuando tuvimos sosiego y dormitábamos. Entonces, con su lengua extraña me contó una historia, señalando al cielo. Me explicó que cuando dos se encuentran y coinciden, se crean universos. Se arman mundos en espacios que desconocemos y, cuando se corrompen, es que esos dos dejan de quererse. Hay tantos mundos como parejas. Todos esos astros que vemos iluminados allá arriba son cuerpos de diferente forma e intensidad, con ritmo, refulgiendo. De la fricción de sus sexos, nace la luz.


Por unos días luminosos, todo reverdeció. El jardín era una selva con un clima caliente y aromático. No necesité píldoras ni cremas, tenía la piel fresca y la boca húmeda. Iker me regaba con sus semillas y yo le retribuía floreciendo y fluyendo. Los días eran tomar sol en el jardín, limonadas, paseos por la playa una vez que hubieran recogido a los muertos y contarnos historias de cómo nos imaginábamos los mundos posibles que crearíamos con nuestro amor. Un mundo sin tiempo, con gente muy quieta; un mundo donde no hubiera más lenguaje que el tacto; un mundo que era creado a medida que se imaginaba y se iba improvisando. Lo único que nos separaba eran las noches. Se negaba a descansar conmigo, a que lo escuchara respirar, a tener más intimidad de la que teníamos después de sudar. No me parecía posible compenetrarse y luego abandonar al amante. Quizá es que en realidad pertenezco a otros años y a otro tiempo. Cuando le insistí, me dijo que era para recordar cuál era su lugar, que él era el jardinero y yo quien lo había empleado; que aceptaba agradecido la acogida y el amor, pero que no se habituaba a tantas comodidades porque en Marte se había acostumbrado a no retener y más cosas por el estilo que en un inicio me parecieron tiernas, pero después insoportables.


Ya para las dos semanas, un domingo en que me enfriaba furiosa entre las sábanas, mientras de lejos me llegaba un perfume de mar revuelto, entendí que, si había decido meter a un marciano potente en casa, no era para postergar la intimidad ni quedarme con ganas de nada. Su voluntad terminaba donde empezaba la mía. Así que con una llave maestra fui hasta su cuarto, toqué la puerta levemente, para que no dijera que intenté sorprenderlo adrede y, querida, ¡no sabes! La que quedó pasmada fui yo. Insomne, descansando en la silla estaba Iker. Al principio me congelé porque supuse que estaba esperándome porque de alguna forma me había leído la mente, pero después sentí un baldazo de terror.


Lo de la silla no era Iker, era algo así como su traje, su piel, de lodo fresco, de tierra tierna, una carcasa delicadamente colgada como un saco de lino y sus hermosos cuernos erectos descansaban como la corona de un rey sobre la mesa de lectura, donde el sistema de información se había quedado encendido transmitiendo datos de Marte. Entonces, sentí un profundo asco del monstruo, del bicho infecto que estaba descansando en la cama. ¿A que no te puedes imaginar quién era este timador? Ni más ni menos que el peor ser de la galaxia entera: un humano, que se puso de pie de un salto en cuando encendí la luz, cubriéndose asustado con la sábana el pequeño gusano entre sus piernas.


Sabandija, murciélago, raposa, moco. De todo le dije. “Querida, yo soy Iker, tu Iker”, me dijo perfectamente en mi idioma. “De Iker, solo puedes tener la voz. Mi Iker es el pellejo que está en esa silla, infeliz, mono feo”. “Vera querida, no quería que te enteraras así, te iba a contar, pero todo fue tan intenso, tan vital. Vengo de muy lejos, he estado por muchos años apartado del mundo. Literalmente por estar aislado en una cárcel, me salvé de los desastres y la muerte. Y cuando hubo este movimiento planetario tan intenso, en el que los extraterrestres empezaron a salir de debajo de las rocas lunares, tuve una revelación, esa que era mi oportunidad para volver a tener una vida, ser otro, uno mejor del que había sido cuando fui humano. Lamento tu decepción, Vera. Te usé, es verdad, pero solo al principio. ¿Qué me hubiera costado irme de ti una vez pisada la Tierra? Esperaba que fueras una loquita o una desesperada, no sé, pero llegué y me ofreciste agua y verte fue eso, calmar una sed despierta que no sabía que tenía… Me he levantado temprano cada día para arreglar mi indumentaria y pegar cada pedazo de ese traje en su sitio, piel contra láminas de sodio y níquel, y me he acostado tarde por estudiar cómo han hecho para sobrevivir las criaturas marcianas en esa tierra roja que comen, que necesitan. Tú siempre haces tantas preguntas sobre mi pasado y yo no sé qué decirte. Es aún más difícil cuando te hago el amor y me provoca arrancarme la cubierta de minerales y las prótesis que me aumentan las dimensiones, y tocarte bien. Pero ahora puedo. Déjame quererte, seré tu compañero el tiempo que te resta, te haré crecer flores, incluso las subterráneas que sé que existen en Marte y aquí no se han cultivado. Conseguí esas semillas. Ambos nos haremos cargo del pasado del otro. También imaginé que te cansarías y que terminarías descubriendo todo lo que había inventado, pero hasta que eso llegara, tendría dónde descansar y sería agradecido. Esperaba que tu hospitalidad durara por el resto de mi vida”.


Y yo lloraba con los ojos cerrados y de espaldas, porque no quería verlo. No eran esas lágrimas artificiales que nos aconsejan provocar en terapia para que luego lleguen las endorfinas y nos hagan descansar en su placer, eran lágrimas viejas e indecibles de decepciones pasadas. Quisiera decirte, querida amiga mía, que entonces Iker se fue y que aprendí la lección sobre empezar relaciones con personas que no conozco en realidad y que esta es una historia moral para mujeres de más de setenta años que no quieren dormir solas; pero lo que pasó luego fue humanísimo y predecible. Yo lloraba y él me consoló como se consuelan los cuerpos. Me dio besos que primero rechacé y en los que él fue insistiendo hasta que quedamos completamente expuestos a las primeras luces. Mi cuerpo real de mamas vacunas, guindantes, con la piel excesivamente estirada sobre el esqueleto, las venas de las piernas como raíces que ascendían y todo fuera de sitio, esa que yo jamás había querido ser, estaba siendo amada. Recibía besos en las mejillas fofas que agradecía con odio y él, si yo me veía vulgar y con sobrantes, lucía también como un hombre cualquiera. Su cuerpo no era ni tan alto, ni tan corpulento como el de Iker de quien me había enamorado, pero aún conservaba esa voz sin usar que se atascaba en su garganta y esa urgencia por complacer que da la soledad. Cogimos todo el tiempo que nuestra edad permitió sin hacernos daño y, para resumirte el suceso extraordinario en el que nos consolamos por ser tan ridículos, aunque ya era de mañana, viajamos al espacio.


Iker se fue en la noche en que yo me quedé sin paciencia y él sin disculpas. Como gesto de paz, le ofrecí una carta de recomendación para un futuro trabajo que rechazó. Se había habituado tanto a la idea de ser un marciano que estaba considerando seriamente entrenar para volverse un colono del espacio, ahora que había llegado nuestro tiempo de expandirnos como colonia. Tenía los requisitos: sin familia, sin apegos, sin más deseos que volver a experimentar la serenidad que le habían dado sus años dorados en prisión, sano, viril. Además estaba habituado a pasar largo tiempo sin abrir la boca. “Ven conmigo”, me dijo. Pero, ¿qué iba a hacer yo allá arriba? No tenía sentido que me pidiera eso, no podría yo alejarme de mis amigas, de los bichos de la playa, de mis otros amores. Me vengué. Le mostré el cuaderno donde estaban escritos los nombres de mis amantes con su puntaje y sus colores, y cómo a él lo había calificado muy bajo. También le pedí que me dejara los cuernos marcianos para mi colección. Vi cuando algo se quebró dentro de sus ojos. Aún sentía placer por mi venganza cuando salió por la puerta y los perros ladraron a su paso y le hicieron fiestas por última vez.


Si superar el primer amor de la vida es un proceso, no te puedes imaginar lo que es hacerse cargo del último. Te decía que esta no era una historia moral. Varias veces me sacaron de Estrafalaria intoxicada de tantos Besos en la luna y me dejaron recostada en el banco de un parque que nadie visitaba. Algunas otras no salí sola del bar, me acompañaron pescadores sin oficio, viudas de suicidas, siluetas que no recuerdo contra las que me restregaba y enlazaba mis piernas hasta encontrar consuelo. La peor vez me despertó mi hija con palmazos en la cara. Me habían recogido en la playa desplomada e inconsciente, pensaron que estaba muerta. La habían llamado para que me reconociera de entre una pila de cadáveres huérfanos y yo llevaba veinte horas sin despertar. Verla llorando me rompió el corazón, porque mi hija estaba irreconocible con sus manos curtidas, de uñas rotas de jugar a ser una campesina que comía lo que cultivaba. Por el sol y por la vida dura, parecía tener el doble de años de los míos. “¿Qué te ha pasado, mamá?”; “¿Qué te ha pasado, hija mía?”, nos dijimos y nos abrazamos. Un policía aburrido nos dedicó un aplauso.


Bueno, preciosa, lamento esta larguísima nota; en un principio iba a ser una simple felicitación por tu futura boda. No quise que se volvieran las memorias de mis últimos años de vida. Ahora, como a veces suele pasarles a los humanos cuando se quedan desamparados, mi hija vino a vivir conmigo. Es una carcelera amorosa que ha logrado sacar las flores que Iker me prometió hacer crecer. Con ella, he dejado de aparentar y ando libre por la casa en bata y descalza. También he dejado las píldoras doradas. Me comunico a diario con las chicas. Ellas no dejan de decir que me extrañan y que vaya a la ciudad y yo repito que reparo mis nervios con la belleza del mar y que volveré a verlas muy pronto. Yo sé que tal vez eso no suceda.


He considerado renunciar a todo. Mi hija es una de las pocas personas que conozco que tiene certezas sobre el porvenir. He pensado en ir con ella a los campos de cultivo, a vivir sencillo, a esperar la muerte y pedir que cuando suceda me pongan las cenizas en un fuego de artificio y lo hagan apuntar hasta Marte. No es por romanticismo; con lo cara que está la tierra, resulta más barato disolverse en el aire. Por ahora, mientras decido hacia dónde me conduzco, me queda el mar que es como un cielo horizontal.


Las noches marinas son preciosas y claras. Hay madrugadas en las que camino por el borde de la costa, evitando los cuerpos tirados; busco un lugar cómodo y me tiendo a ver las estrellas. Contemplo lo que puedo porque se me llenan los ojos de lágrimas, y busco y busco en el firmamento hasta que doy con Marte, y te pienso, amor mío, y te hablo con la mente e imagino que me recibes y que te despiertas en mitad de un sueño de hibernación y miras la Luna. Las parejas que estaban distanciadas y querían estar juntas se dedicaban a la Luna, la misma Luna de queso y hueso que fue siempre el puente por el que iban y venían los enamorados. La misma que miras tú y miro yo, Iker. Me dijiste que cuando una pareja deja de amarse, una estrella se extingue. ¿Cuántos sistemas solares hemos destruido tú y yo? A este paso, vamos a dejar el cielo irreconocible. Imagino, antes de quedarme dormida cerca de los muertos, cómo habría sido la vida que tendríamos en nuestro propio planeta, si sería apasionada, si sería inteligente, si nuestros habitantes se aniquilarían los unos a los otros o si construirían poderosas civilizaciones. Lo cierto, amado Iker, es que hubiera sido una Tierra grandiosa. Es probable que todo este sistema, del que somos solo una partícula, desaparezca cuando alguna pareja en algún lado del universo deje de amarse. Que nosotros, muy apasionados y vitalistas, como yo he intentado ser toda mi vida, explotemos como una burbuja de jabón y, desde el otro lado del cosmos, alguien nos mire y nos recuerde como una luz inolvidable.

*Cortesía de la autora. Tomado del libro de cuentos De un mundo raro (In Limbo, 2022).



Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, Ecuador, 1976).

Es una escritora interesada en todas las formas narrativas del relato tanto clásico como contemporáneo y en las historias de corte fantástico y prospectivo. Fue ganadora del premio nacional Joaquín Gallegos Lara al mejor libro de cuentos del año 2010 con Balas perdidas. En su producción se encuentran los títulos Tinta sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007), Caja de magia ( 2015), Episodio aberrante ( 2016), La bondad de los extraños (2016), Levitaciones (2017), Destruir la ciudad ( 2018) , La primera vez que vi un fantasma (2018), publicado por la editorial española Candaya, y De un mundo raro (2022) por In Limbo. Ha representado a Ecuador en varios encuentros de literatura y numerosas antologías hispanoamericanas. Actualmente coordina el espacio semestral “Es país para cuentistas, reflexiones sobre el relato ecuatoriano”, que va por su quinta edición, y el grupo de estudio y rescate de narraciones “Caza de cuentos”.

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