Narrativa
Una pequeña acordeonista
Adolfo Macías Huerta
Número revista:
9
1
Al principio, cuando su esposa le contó de Aguas Verdes, Fernando había reído: pensar que había un pueblo donde las personas iban a morir, o a matarse, era irrisorio. «Para todo hay modas», pensó, con humor sombrío. Pero luego sintió, como otras gentes, el llamado misterioso de aquel pequeño pueblo subtropical en el cual se elevaban dos hostales y varios pisos de arriendo donde cobraban el dinero por adelantado.
No era extraño que los hijos de los habitantes lleváramos la ropa de los difuntos y usáramos aparatos electrónicos caros (tablets, smartphones), pues los viajeros como él llegaban de todas partes del mundo civilizado. Ya previamente se había aprobado en algunos países del norte de Europa la existencia de negocios dedicados a la eutanasia, pero aquí no había necesidad de tecnología médica, ni abogados, ni procedimientos de sucesión. La gente venía en un anhelo romántico de llegar al pueblo más remoto del mundo para morir pacíficamente por su propia voluntad. Para ello debían llegar a Quito y luego subir a un bus interprovincial que los llevase hacia esta zona poblada de bosques nublados y clima subtropical. A medida que el bus descendía de la cordillera, se quitaban sus chompas y la ropa abrigada con la que venían aguantando el frío del páramo, y abrían las ventanas. Algo grato y tibio entraba al interior del transporte, junto con el húmedo espesor de la selva. La tierra se partía, por sus grietas brotaba el agua en hilos y cascadas innumerables, la tierra roja se desmoronaba, todo se empapaba y el aire se tornaba vegetal, extraño, como si transmitiera sueños desde la distancia. El declive de la carretera se atenuaba y empezaban a surgir casas de caña entre los árboles. Entonces llegabas. El bus se detenía junto a una entrada de tierra apisonada y te bajabas ahí, en medio de la nada. Bastaba entonces meterse por un sendero, descender unos cien metros y curvar para dar con la única calle del pueblo, con sus casas de madera y sus pequeños edificios de cemento de tres o cuatro pisos de alto, provistos de billares, restaurantes y negocios con rótulos que anunciaban diversos tipos de entretenimiento o paseos por la selva.
Como ya dije, había dos hostales en Aguas Verdes. Uno de ellos pertenecía a mi madre, Rosario Bermeo. Cuando el profesor Estévez llegó cargando su maleta en una mano y el acordeón en la otra, yo era una niña de diez años, así que mi madre debía tener treinta y uno, pero a mí me parecía mayor. Vivíamos en el piso de abajo, junto a la cocina, en dos habitaciones a las que se entraba por detrás de la casa, junto a un árbol de jade frondoso, enorme, del cual colgaba una llanta que nos servía de columpio a mi hermano menor y a mí. Debido a la sombra que daba este magnífico árbol, los turistas solían sentarse cerca de la llanta, rodeando una pequeña mesa de madera con bancos, y pedir bebidas frías a la tarde, cuando el calor apretaba. Mi hermano y yo jugábamos en la llanta o nos subíamos al árbol, donde él solía agitar las ramas y chillar como un mono para llamar la atención. A mí me gustaba pegarme a las mujeres y escucharles decirme lo linda que era, mostrarles algunas piedras curiosas que había recogido en el río, de colores raros, o algún sapo que se inflaba cuando lo pinchabas con un palito. Cuando llegaba la cena, todos pasaban al restaurante: una habitación con dos mesas alargadas, donde debía compartirse la comida frente a dos candiles de kerosén que colgaban de una viga. Entonces, yo entraba a la cocina y me ocupaba con mamá de sacar los pedidos, mientras el empleado servía la mesa.
Una semana antes de la llegada del compositor, había muerto un señor alemán de sesenta y ocho años, vendedor de seguros, que nos dejó en herencia una pequeña maleta con discos de música clásica y un par de botas envidiables, que mi padre usó desde ese momento para su trabajo en la petrolera. Por lo que luego me contaron, Splitz, el alemán, lo hizo con una botella de whisky y un frasco de somníferos de su país. Una manera convencional, relativamente pacífica, de despedirse del mundo, aunque a veces puede fallar. Lo recuerdo alto, colorado y de grandes mejillas, con ojos amarillos salpicados de manchas y labios hinchados. Un hombre que antaño habría sido fuerte, pero que al llegar a nuestro pueblo mostraba los signos de una profunda decepción, probablemente relacionada, por lo que mamá escuchó, con uno de sus hijos. La noche antes de partir, se quejó de que la sopa estaba fría y me hizo devolverla a la cocina, con algunas palabrotas en mal español. Luego de calentarla en el microondas, se la trajimos de nuevo y la consumió en rápidas cucharadas; luego empujó el plato como quien aparta de sí una vida llena de disgustos y decepciones, y se retiró a su cuarto, donde puso seguro a la puerta y permaneció en silencio.
Siempre que alguien como Splitz moría, mamá arreglaba las cosas en un clima de completa confidencialidad, de manera que los demás huéspedes no se enterasen. Sin embargo, se facilitaba la noticia a ciertas personas que se hubieran acercado al difunto con alguna intimidad en días pasados. Tomando en cuenta que algunos visitantes decidían extinguirse después de haber pasado semanas o meses en el hostal, era posible que hubiese alguien sensible a su partida. Algunos allegados sabían, a veces de antemano, lo que iba a suceder, entonces se podía ver por la ventana, campo abajo, junto a la finca de los Ochoa, cómo se encendía una fogata, se escuchaba música o se soltaba un globo de papel al aire, con la mecha encendida. Ese tipo de cosas que la gente hace para despedirse de alguien a quien ya no le importa.
La cosa es que Aguas Verdes había aprendido a dialogar, discretamente, con la muerte. Mamá llamaba al jefe de la Policía Judicial, quien se limitaba a enviar a un policía para el levantamiento del cadáver sin causarnos preocupaciones. Luego llegaban los Jaramillo, padre e hijo, dueños de la Funeraria Campos de Paz, ubicada a dos horas de distancia por el carretero hacia el Puyo. Solían aparecer en una camioneta corriente, cuyo balde se hallaba cubierto por un toldo de lona y durante el día servía para transportar botellones de leche hacia la envasadora. Jaramillo padre era alto y elegante, con un bigote cansado, similar al de su hijo, como si se reprodujeran por reimpresión, pero en descenso de la calidad, pues el hijo era más pequeño y más delgado, como una copia desmejorada del original, si me entienden. Juntos se encargaban de vestir al muerto y sacarlo discretamente en una camilla hasta la camioneta, pues no era cosa de comprar un ataúd decente si el occiso no había anticipado un dinero para el caso, algo que casi nunca sucedía, menos aún con Splitz, que carecía por completo de una sensibilidad romántica ante la eternidad. En ese caso podía ir a parar a la incineradora municipal. Pero cuando el muerto poseía recursos, lo maquillábamos y lo llevábamos a la sala de velaciones, le comprábamos el ataúd y le enterrábamos en el cementerio del pueblo, en la sección destinada a los extranjeros, cuidada con esmero por un jardinero y provista de canteros de flores, además de algunas rarezas propias de gente incomprensible. Para dar a entender a lo que me refiero, había una tumba con un ovni de cemento sobre un poste, otra cubierta de cactus, una que mostraba una foto de la señora muerta cuando era niña y una más con una oración en alfabeto persa, que decía algo de los que sufren en la soledad.
Mi madre se aseguraba de cumplir con todo lo estipulado por el muerto, quien podía ser muy generoso con sus propinas. Cuando ese no era el caso, quedaban siempre sus cosas personales: libros, aparatos y ropa, en la mayoría de los casos, como las botas de Splitz que, como dije, sirvieron a mi padre para su trabajo en la petrolera, en la cual permanecía veinte días al mes, a diez horas de camino. Estas cosas podían ser pago suficiente para dar al visitante un buen entierro, si nos movía el cariño. El señor Splitz, por su parte, no dejó ningún recuerdo de su trato que nos moviese a pensar en él con agrado, a diferencia de otros personajes que habían pasado por el hostal de mamá. Se lo mandó a la incineradora municipal y punto.
Recuerdo a un italiano de cuarenta y cinco años, con cáncer, muy simpático. Vino al hostal con una perra llamada Kika. Solía sentarse por las tardes, cuando yo había vuelto de la escuela, en la mesa del patio, junto al jade. Le daba por mirarnos jugar a mi hermano y a mí mientras bebía una botella de vino y fumaba con los ojos húmedos, llenos de una dolorosa nostalgia. Cuando había bebido más de la mitad de la botella, solía subirse al árbol tras mi hermano y sacudir la rama donde él se había encaramado, chillando los dos como monos, cosa que hacía sonreír a los demás visitantes, cuando no los incomodaba, pues algunos hacían gestos de fastidio. A veces me pedía que me acercara y me daba una moneda para que le comprase cigarros, además de caramelos para mi hermano y para mí. Fue él quien me contó la historia de Pinocho. Todavía recuerdo con terror la forma en que, tras una fabulosa fiesta junto a su amigo, en el País de los Juguetes, Pinocho se convierte en un burro y se arroja al mar, lleno de desesperación. «Pero esas son mentiras que cuentan los adultos a los niños para que obedezcan todo», nos decía con un guiño de ojo el italiano, mientras acariciaba la barbilla de mi hermano y lo miraba con esos ojos llorosos y rientes al mismo tiempo.
Una vez, a las seis de la tarde, hora en que él solía sentarse para mirarme, ya no estuvo en su silla. Sospechando que algo le hubiese pasado, mi hermano y yo subimos a su cuarto (cosa que teníamos absolutamente prohibida) y encontramos al tipo ahorcado, con el pantalón bajado hasta los muslos. Mi hermano se puso a llorar mientras yo registraba los cajones, donde encontré algunos chocolates y un par de binoculares pequeños, muy bonitos, que escondí entre mi ropa para que mamá no los encontrase. Durante un tiempo los llevé en mi mochila y los mostré en la escuela a mis amigas, quienes podían ver por ahí a cambio de unos centavos que yo gastaba en los cromos de un álbum de animales salvajes. Tras el asunto del italiano, mi hermano empezó a orinarse en su cama por las noches y se pasaba a la mía, cosa que era fastidiosa por el calor. Mamá lo hacía lavar su propio colchón y a veces lo ortigaba en la piedra de lavar, para que aprendiera, sin imaginar lo sucedido en la habitación del italiano.
Era cuestión de orgullo hacer publicidad, ante los turistas de paso, del complejo recreacional con piscina y tobogán que se hallaba un kilómetro más abajo del pueblo, siguiendo la carretera. Estas personas venían a distraerse y hacer caminatas hasta la cascada, y solían a veces preguntar si era cierto lo que se decía del pueblo, pero mamá parecía extrañada y comentaba que alguna persona se murió en circunstancias extrañas, pero que la gente da mucho crédito a las historias, y sonreía bajando la mirada, para seguir a otra cosa. A veces, cuando mentía, me apretaba la mano y yo sentía una rara punzada en el corazón. Los muertos eran nuestros y debían permanecer en secreto, para el cuidado, sobre todo, supongo ahora, de mi madre y su rival, la dueña del Hostal Azucena, que tenía un cuarto de juegos con una mesa de ping pong y un tablero de dardos arruinado, inservible a menos que arrojaras el dardo con la fuerza de un salvaje.
Cada hostal tenía su gracia y rivalizaban en el secreto de sus almas. La señora Azucena solía mencionar a los lugareños la muerte en su negocio de un dramaturgo inglés, candidato en dos ocasiones al Premio Nobel de la Literatura, y la de una presentadora de televisión abandonada por su marido, escándalo que había conmovido a la prensa nacional meses atrás. Mi madre prefería callarse, pero cuando mi tía la provocaba con los chismes de la señora Azucena, prefería darse aires con la ‘gente linda’: un cantante de boleros del trío Adagio, cuyos videos podían verse en el internet, un violinista norteamericano y una bailarina francesa a la cual recuerdo todavía con nostalgia. Se llamaba Lisette y tenía una hermosa cabellera de oro. Era muy blanca y desanimada. No sé si estaba enferma porque nunca dijo nada, pero me enseñó tres pasos de baile que desde entonces practiqué cuando caminaba a comprar el pan por las mañanas: plié, arabesque y fouetté. Primero te encoges como un sapo, luego te estiras sobre una pierna y luego sobre la otra, dando un giro con un brazo por encima de la cabeza, como la muñequita de una caja musical.
Cuando supimos que uno de nuestros huéspedes había sido director de la filarmónica de Quito, empezamos a tratarlo con especial deferencia. Recuerdo muy bien su llegada con el acordeón colgado de un hombro y la maleta al otro brazo. Apenas puso el instrumento sobre el sofá de recepción, lo miré con adoración, como quien mira la hostia. No podía creer que existiera un animal mecánico que respirara con gemidos musicales apenas se movía. El fuelle de tela unía las dos partes de ese mecanismo misterioso, con teclas y botones que invitaban a la maravilla. A diferencia de los otros instrumentos, que parecen quietos, a este se lo siente vivo. Fue por eso, seguramente, que empecé a inspeccionarlo y mamá gritó que no tocara eso, pero el músico sonrió y dijo que estaba bien. Luego se acercó y se acuclilló a mi lado para mostrarme cómo se presionaban las teclas. Creo que esa misma noche me sentó en su rodilla y me enseñó a tocar algunas canciones frente a la chimenea de la sala.
Fernando fue la primera persona que fue sincera conmigo. Aunque no me habló abiertamente de la muerte, me dijo que llegaba hasta Aguas Verdes después de venir de otros lugares, «recogiendo sus pasos». Había estado primero en Ibarra para visitar el viejo cine de su barrio, las calles del mercado y los futbolines donde jugaba de niño. Había ido a París y luego a Quito, donde visitó la vieja casa de sus padres, ahora convertida en un negocio de fertilizantes. En esa casa había mirado con especial tristeza la habitación que fuera su dormitorio, donde había escuchado por primera vez las sinfonías de Beethoven y de Tchaikovsky, algunas de las cuales él mismo interpretaría con la filarmónica, veinte años más tarde. Si finalmente venía a «terminar las cosas» en Aguas Verdes no era solo porque parecía un buen lugar, sino porque antes, mucho antes, cuando mi mamá era niña, él había pasado por aquí junto a su amigo Beto, un malabarista. En esa época nadie sabía sobre la existencia de Aguas Verdes. Era solo un caserío junto al camino, pero ellos se detuvieron a recoger dinero, dando una función en la cual Fernando tocaba el acordeón mientras su amigo hacía malabares con cuchillos. Todavía recordaba cómo, en un momento, mientras él tocaba el acordeón (una melodía de circo muy bonita), Beto declamaba un poema, con voz lenta. El poema afirmaba que Dios mantenía en vuelo todas las partículas y cosas de la naturaleza, sin que ninguna se le cayera de las manos, «pues Dios, señores y señoras, es el Gran Malabarista». Pero era otro el acordeón que entonces tenía, uno más pequeño y más viejo, que había comprado a uno de sus tíos, de segunda mano.
Fernando me enseñó a tocar algunos acordes y ritmos, y a acompañarlos con las melodías de la otra mano. Luego, cuando el acordeón pasó a mi propiedad, yo pude progresar y sacar algunos temas que hasta ahora toco en las fiestas de la familia. En aquella época apenas podía mover el fuelle y sacar un acorde, pero intentaba hacerlo durante más de una hora junto al fuego, mientras Fernando compartía con otros visitantes una conversación en voz baja, poblada de silencios y soledades. Generalmente no se podía entender lo que decían, pero era extraño mirarlos cuando no se daban cuenta. Había los que escuchaban mirando al piso y negaban con la cabeza, con gesto decepcionado; los apartados, que nunca se relacionaban con nadie, excepto con una copita de licor; los enfermos terminales de ojos febriles, y los que nunca bajaban de su cama si no era para comer o para ir al retrete. Ignoro cómo pude crecer en este sitio y respirar su dolorosa inercia, su fanatismo de muerte y abandono, sin darme cuenta. Supongo que tenía diez años y era lo único que había visto desde chiquita, por lo que se me hacía normal aquel ambiente, pero cuando llegaba la noche, mamá solía ordenarme que subiera a mi cuarto, diciendo que ese no era lugar para una niña, sobre todo después de que una sobrina de la señora Azucena fuera abusada por un croata viejo, que se ahorcó de un árbol dentro de la selva y no fue hallado sino varias semanas después, cubierto de larvas.
Ahora que recuerdo estas cosas siento asco, pero también pesadumbre por todas esas almas que partieron, por tanta soledad y desengaño. Los testigos de Jehová no lo verían así, supongo, pues enviaban a dos muchachos desde el Puyo, dos evangelizadores que hablaban mal en sus asambleas sobre nuestro negocio. Ambos eran jóvenes y tenían el pelo engominado. Hasta ahora no entiendo cómo pueden parecer tan limpios hasta la noche, como si acabasen de salir del baño, con la ropa planchada. Con sus rostros suaves y candorosos, se sentaban a beber limonada en una mesa, frente a la tienda del pueblo, con sus libritos inútiles sobre el regazo y una paciencia infinita. Ellos fueron los que me aclararon que la ballena no se había tragado a Pinocho sino a un profeta llamado Jonás, pero yo sabía que era mentira, pues el italiano sabía muchas más cosas que ellos. Estévez se sentó una vez con ellos y conversó largamente, señalando ciertos pasajes de los evangelios y contándoles la forma en que habían sido musicalizados en los oratorios, misas y otras piezas musicales de los grandes compositores, pero ellos se negaban a ver la muerte de Cristo como una obra de arte, supongo, porque se levantaron y se despidieron de él, y desde entonces lo evitaron.
Una semana más tarde, los testigos del reino se marcharon y todo volvió a la normalidad en nuestro pequeño pueblo. Fernando Estévez no se iba ni desaparecía de nuestras vidas. Parecía cada día más descuidado en su vestir y se afeitaba ocasionalmente, solo cuando le había crecido la barba. A diferencia de la mayoría de visitantes que venían del gran mundo, no le gustaba la soledad, y prefería gastar su tiempo en las áreas sociales del hostal, o en la cantina que quedaba cerca del río, de donde solía regresar a medianoche, con pasos indecisos. Recuerdo que con quien más llegó a intimar fue con un chico suizo, de cabello rubio y cara grotescamente deformada, como la de un mono, quien lo llevó a una casa junto al río, donde se vendían cosas que no nos dejaban conocer a los niños. Ahora sé que se trataba de instrumentos relacionados con la muerte: navajas, sustancias de la selva que apagan el hambre para siempre, cuerdas finas de nylon y cuadernos de oraciones, junto con quemadores de nafta con aspiradores que permiten perder el conocimiento y morir bajo el efecto del monóxido de carbono.
Hace dos años, la policía dio con este expendio siniestro y lo cerró, causando un escándalo que llegó a la prensa, pero en ese entonces las cosas se manejaban con secreto, así que el suizo con aspecto de mono se llevó a Fernando hacia ese sitio, donde compraron (en Aguas Verdes todo se llega a saber) una aguja fina de veinte centímetros que podía desaparecer por entero al interior de un cuerpo sin dejar rastro. Bastaba con hundirla en el sitio justo del corazón y listo.
2
Aparte de esta salida, Fernando siempre estuvo cerca del hostal y sus hábitos se hicieron predecibles. Por las mañanas, junto a mi perra Eulogia, tomaba lentamente el desayuno, durante el cual llegaba a beber hasta tres tazas de café mientras leía el periódico. Con el paso de los días descubrí que elegía el mismo puesto, cerca de la entrada al restaurante, desde donde miraba atentamente (se subía los lentes sobre la nariz y bajaba el periódico) cuando pasaba un auto, demostrando particular inquietud si se trataba de un taxi que llegaba hasta el pueblo con un visitante.
Cuando yo me marchaba a la escuela, él salía a una caminata que, según Manuel, el chico que nos ayudaba con el servicio, podía durar de dos a tres horas, dependiendo del clima. Cuando yo regresaba de clases, él estaba ya junto a los demás huéspedes frente a la mesa. Saludaba con una sonrisa que yo le devolvía con cierto gesto de complicidad, obtenida esta durante las clases de acordeón, sobre todo desde la segunda semana, cuando me permitió tocar el instrumento en su habitación, momento en el cual bajaba a la mesa del jade e intercambiaba datos y anécdotas con otros huéspedes, en diferentes idiomas. Más tarde, pude escuchar ocasionalmente el clima de estas conversaciones que reunían a los visitantes de Aguas Verdes en torno a ciertas confesiones dolorosas: la nostalgia de los días idos, las desilusiones, la muerte de los seres queridos y esa arena fina que todo lo sepulta bajo el tedio. Casi todos eran viejos, pero había gente —como el suizo con cara de mono— que no llegaba a los cuarenta años y parecían marcados por una especie de locura, la viruela de cierta enfermedad espiritual que los hacía desagradables para mi madre, quien solía buscar una manera de desalojarlos o enviarlos al Hostal Azucena. Con el suizo, en particular, no pudo hacer esto, pues era como si no recibiera noticia de las malas caras que le ponía mamá, una manera suya de enquistarse en la vida de los demás sin hacer caso. Como si el tipo estuviera acostumbrado a quedarse donde no se lo quiere recibir desde mucho tiempo atrás, acaso desde que nació. Un muchacho raro, este suizo. Cuando me sorprendió buscando en los cajones de su cuarto, me llevé un susto de muerte. Tuve que salir apresuradamente, cabizbaja, mientras él me seguía, imitando el cloqueo de los pavos cuando se ponen bravos.
Un día me atrasé a la camioneta que me llevaba al colegio. Como mi padre estaba de turno en la petrolera, Fernando me llevó en la bicicleta. Él manejaba. Yo iba sentada en el manubrio, junto al timbre, entre la vibración y los brincos del camino lleno de hoyos que él trataba de evitar sin conseguirlo. Eso nos divertía. Una vez que alcanzamos la carretera, avanzamos con mayor rapidez por el asfalto. Un par de ocasiones se detuvo y me preguntó por algunas cosas que le llamaban la atención, como la cascada del Salto y un grupo de árboles sobre una roca rodeada de niebla, donde se veía una cruz con una cinta negra amarrada. Recuerdo que hacía calor, aunque no eran más de las siete y media. Nos detuvimos en una tienda junto al mirador, para tomar una gaseosa. Como no había donde descansar, nos sentamos en la cuneta, junto al carretero. Entonces me contó que tenía una hija que debía ser por aquel momento una señorita, pero no la había visto nunca. Apenas nació, él y su mujer la habían dado en adopción.
—¿Y no te dan ganas de verla? —le pregunté.
—Sí, pero no se puede. No te dejan saber quién se la llevó, y ya debe ser grande y creer que otro señor es su padre, el que la crió.
Todo eso se me hacía raro. Mi idea de las niñas adoptadas, en aquel entonces, era que debían ser huérfanas o miserables.
—¿No le podías dar de comer?
Fernando sonrió, como se hace ante la candidez de un niño:
—No. Lo que pasa es que yo era un tonto orgulloso que no quería criar una hija, porque estaba dedicado a escribir música, una música grandiosa en realidad, que nadie escucha, pero que yo creía importante para nuestro país. ¿Has oído de Beethoven? —yo negué con la cabeza—. Era un genio, y yo quería hacer algo similar a lo que él hizo para Napoleón, el libertador de Francia. Una sinfonía llamada Tupac Amaru, un indígena que lideró una insurrección contra el rey de España y los terratenientes que nos tenían esclavizados.
—Pero ya no somos esclavos.
—Lo somos, de otra manera, con cadenas más sutiles y espantosas. Somos esclavos de ciertos señores con dinero, y también de nuestras creencias y nuestros miedos. Es por eso que deseaba hacer una música que haga sentir de nuevo ese deseo de libertad, la rabia del indio y el deseo de una nueva humanidad, como aquella a la que canta el Himno a la Alegría de Beethoven, el músico del que te hablé. Pero esa era música europea. Yo quería que sonara así de grande con nuestros propios sonidos, incluso metiendo zampoñas y charangos dentro de la orquesta, para que sonara propia. Yo creía que iba a ser el inicio de algo nuevo, de una insurrección en el arte, pero no sucedió nada. La obra se estrenó en el teatro. La gente con dinero, vestida elegantemente, la aplaudió. Mi esposa recortó las críticas de los periódicos, las puso en una carpeta y ahí terminó la cosa. Todo lo que soñaba parecía haberse cumplido, pero me dejaba con un mal sabor… ¿Y tú? ¿Qué quieres ser de grande?
—Música, como tú.
Fernando chasqueó la lengua y alzó las cejas, con admiración:
—¡Ah, vaya! Pues vas a ser muy buena, te digo. Esos dedos saben cómo tocar el acordeón, pero no hagas música seria. Haz música para bailar y divertirse. Te ahorrarás problemas y estarás mejor.
Luego de esa conversación, devolvimos las botellas a la señora de la tienda y seguimos el camino hasta la escuela municipal de Poza Negra, en cuya puerta me dejó para luego iniciar el ascenso de regreso, bastante fatigoso cuando vas en bicicleta.
Al día siguiente, mientras almorzábamos, entró al restaurante una mujer muy pálida, que pasaba ya de los cuarenta años, imagino. Yo servía los platos cuando hizo su aparición en el fulgor del umbral, como una figura recortada en sombra. Aunque varios la miraron, Fernando conversaba en ese momento con el suizo y no se dio cuenta de su presencia hasta que estuvo a pocos pasos de él. Yo la pude observar en ese momento desde cerca. Era difícil saber si era guapa o aterradora. Usaba un bastón y tenía los dedos de las manos retorcidos por una esclerosis avanzada, la cual torcía también la parte inferior de su rostro en una mueca desgarrada de sus labios finos y petrificados. Pude notar cierto escalofrío en Fernando cuando la vio. Entonces se saludaron con un gesto y él la invitó a sentarse, pero ella dijo que necesitaba pedir primero una habitación, pues ya había comido algo en el camino. Él quiso saber si iba a quedarse un tiempo y ella le dijo que no lo sabía. «Todo depende», añadió. Yo vi la maleta de la mujer: la había dejado junto a la puerta, como quien está acostumbrada a que le sirvan y le carguen las cosas. Manuel regresó hasta la cocina, soltó el limpión y fue por la maleta, luego llevó a la señora hacia la habitación tres, cuya ventana da hacia las ramas del jade y tiene un lavabo junto al ropero. Ella apoyó una de sus espantosas manos deformadas en mi hombro y me ordenó que le ayudara a subir las escaleras. Había algo en esa mano huesuda y fría que me ocasionó temor, pero obedecí inmediatamente, como si me sometiera a un poder oscuro e incuestionable. Una vez terminado el ascenso, lento y cuidadoso, llegamos al corredor de tablas y avanzamos hasta la habitación tres, donde Manuel había dejado la puerta abierta y colocaba en ese momento una toalla sobre la cama. Luego de explicarle que el agua para las duchas estaba caliente desde las seis hasta las nueve de la mañana, pidió permiso para retirarse, a lo cual la mujer accedió con un gesto tembloroso de su labio superior. Yo me quedé fija sobre el piso, mirándola. Ella se dejó caer sentada al filo de la cama, apoyándose con dificultad en uno de sus brazos, cuyo codo se doblaba en sentido opuesto al normal de una manera inquietante.
—¿Tú eres Rosita?
—Sí, señora.
—Me dijo Fernando en un mensaje que estás tocando el acordeón, y que le sorprende el sonido que le sacas al aparato, en tan poco tiempo y a tus años. ¿Te gusta la música?
Yo asentí sin dejar de mirar con temor su porte hierático. Ella se inclinó y estiró una mano, la extendió malamente y la colocó sobre mi pecho, como se posa la garra de un ave sobre su presa.
—¿Y sientes cosas aquí?
Mi corazón saltaba como loco. Nuevamente asentí con la cabeza. La mujer fijó en mí las dos bolas dolorosas que remataban su calavera e insinuó una sonrisa desgarrada.
—Entonces has sido tocada por la mano izquierda de Dios.
3
Por la tarde, tras el almuerzo, Fernando subió a la habitación de la señora, donde se quedaron conversando hasta el anochecer. Era extraño, pero aquella mujer me fascinaba y al mismo tiempo me irritaba, deseaba que se fuera y dejara al músico con nosotras, para nosotras, como había sido antes. Este malhumor se acrecentó el fin de semana, cuando él la ayudó a dar lentas caminatas por los senderos. Tomaron un almuerzo junto al río, para lo cual Manuel tuvo que hacerles una canasta con comida y una botella de vino. Aunque me dejó su cuarto abierto, junto con el permiso para coger el instrumento, tocarlo ya no me produjo el placer de antes. Ensayé una pequeña melodía napolitana que me había enseñado y la encontré tonta, aburrida. Luego aplasté el fuelle con fuerza y dejé el acordeón sobre la cama. ¿Habían dormido juntos o separados? A pesar de que tenían habitaciones diferentes, ella parecía tener una larga complicidad con Fernando y la capacidad de someterlo a una atmósfera de tristeza y resignación debilitantes. Como una especie de ser que se alimentase de la alegría de los otros, hasta chuparla por entero y transformarla en una sustancia espesa, dentro de su sangre y sus pulmones sibilantes. Solo con respirar, despreciaba al mundo.
Molesta por estas sensaciones perturbadoras, nunca antes experimentadas, me entregué de nuevo al vicio secreto de espiar en los cajones. Revisé el pasaporte de Fernando y una cajita con mancuernas doradas y plateadas para camisa, como las que se usaban antes, una pluma fuente y un paquete oculto de cigarrillos, aunque nunca lo había visto fumar. Y fue al pasar la mano por el fondo de uno de sus cajones de ropa cuando sentí algo frío en la yema de un dedo. Lo aparté con la uña del fondo y lo saqué. Para mi sorpresa, se trataba de la aguja que Fernando había conseguido junto al suizo con cara de mono en aquel sitio cercano al río al que nunca me habían permitido acercarme, bajo severas advertencias. Escuché atentamente hacia el interior del hostal para comprobar que el segundo piso estuviese en total silencio y metí la aguja dentro de mi vestido, luego salí de ahí y me dirigí a la habitación de la mujer. Moví cuidadosamente el pomo de la puerta, pero lamentablemente estaba con seguro.
Volvieron a eso de las dos de la tarde. Ella estaba descompuesta. Al parecer había rechazado los alimentos y tenía escalofríos, por lo que mamá subió y bajó varias veces las escaleras, llevando compresas calientes y obedeciendo órdenes que la señora daba con su voz seca y autoritaria. Fernando parecía abrumado. Sus ojos pasaban sobre mí sin mirarme, a pesar del peinado nuevo que llevaba, con una gran bincha en forma de mariposa. Cerca de las seis pude asomarme al filo de la puerta y verla. Sentada en la cama, mi madre la sujetaba por la cintura. Ella vomitaba sobre una toalla colocada en un cajón de madera, sobre su regazo. Lo hacía en cortos espasmos, sujetando con sus manos retorcidas el filo del colchón hasta caer de regreso sobre la almohada. Entonces me miró con su rostro yerto y serio, sin decir nada, mientras mi madre le decía que iba a llamar a un médico.
—No necesito tu ayuda, y menos aquí. ¿O no es esto un moridero?
—Este es un hostal para turistas, señora.
La mujer sonrió con sorna.
—Y apesta, atrae a las moscas como un cadáver. Eso es lo que hacen ustedes, acechar como buitres a los que vienen para echarse sobre sus sobras cuando mueren. El otro día en el mercado de Baños vi un tenderete con cosas de esa gente, y te aseguro que daba horror mirarlo. Así que no te hagas la santa conmigo. Anda, déjame sola, y dile a Fernando que suba.
A la tarde, Fernando no bajó a la mesa del jade ni pidió que le subieran algo a su habitación. Mamá me necesitaba en la cocina, pero Manuel, que había ido a limpiar la ducha del primer piso, se detuvo en el pasillo con el trapeador y escuchó algunas frases cruzadas por la pareja en la habitación. Mientras se ocupaba del sartén, donde habíamos puesto a freír algunas rodajas de plátano verde, mamá prestó atención a su ayudante:
—Algo malo está pasando ahí, señora, porque él le reclamó que haya venido para decirle algo semejante. «¿Quieres conocerla?», le dijo, «entonces anda al convento de las Martinicas y mira en los nichos: dieciséis años de vida, puedes contar. ¿Y ahora te interesa saber algo de ella?». Y él casi se volvía loco. Y ella le decía más cosas que no se entendían, pero se veía que se burlaba de él, la debe de haber sujetado fuerte, porque ella se rió y lo desafió. «Vamos, golpéame como te gusta, no te contengas», decía. «Ya basta, Odette, deja de perseguirme para decirme cosas odiosas, tú solo arruinas el alma de las personas», dijo él. Por un instante creí que había un forcejeo, porque algo se cayó al piso. Yo no sabía si entrar, pero él salió de golpe y casi nos dimos de frente.
—¿No está aquí, entonces? —preguntó mamá a Manuel.
—Se fue por ahí a caminar, vaya usted a saber.
Después de poner los platos y los cubiertos en la mesa, corrí hacia la calle y deambulé apresuradamente por el pueblo, me asomé al sendero del río y regresé. Había abandonado la búsqueda cuando nos topamos en la bocacalle de la tienda, donde estaba sentado en la grada de una casa oscura, haciendo unos trazos sobre la tierra con un palo. Yo lo miré con el corazón en vilo.
—¿No vienes a comer? —le pregunté.
—¿Te mandaron a buscarme?
Yo negué con la cabeza, observando su expresión miserable y triste.
—¿Es por tu hija?
Fernando sonrió con tristeza.
—¿Le ha pasado algo?
Él sacudió la cabeza.
—A veces las personas sufren por cosas que no existen, y crean su vida alrededor de un agujero donde no hay nada más que huesos o humo, o un fantasma. Pero eres muy pequeña para esto, es mejor que vayas a la casa, ya voy. No se preocupen por mí. Solo estoy descansando un rato. Disculpa que no te haya ayudado con el acordeón… ¿Cómo va esa melodía napolitana? —preguntó con una mueca sonriente.
—Va bene —dije repitiendo una gracia que él me había enseñado.
—Eso es… Mi pequeña acordeonista —dijo acariciando mi mejilla mientras me miraba vagamente, como si sus ojos pasaran a través de mí y se perdieran en algo profundo e ignorado como un sueño—. Anda ahora, vuélvete y no digas que me viste aquí, ¿está bien? —me pidió con un guiño de complicidad.
Yo asentí, me retiré del umbral de aquella casa y corrí hacia el sendero de la cascada, como alma llevada por el diablo. Mientras corría, sentía nacer en mi interior un vivo odio. Me detuve y cogí un palo, luego caminé con él (plié, arabesque y fouetté), decapitando flores, cantando la tonada napolitana que me había ensañado Fernando, solo que ahora no sonaba alegre y caprichosa, sino burlona y maliciosa, como la mueca del mono suizo. Al ver las flores que volaban a palazos, se me ocurrió hacer un buen ramo de ellas, y me dediqué a escogerlas de todos los colores, hasta sentirme satisfecha de su aspecto. Había ya caído la oscuridad como un pesado manto sobre el bosque cuando volví al hostal, con el ramo en las manos. Los turistas estaban en la mesa, pero yo di la vuelta a la casa para mirar atrás, junto al árbol de jade. Recuerdo que los grillos sonaban con su estridente locura desde el espesor. Solo, frente a la mesa, Fernando miraba melancólicamente al vacío, frente a una botella de vino, al parecer la misma que llevó al paseo. Su quietud, su mudo tormento me acongojaron. Hubiera querido besarlo y decirle que yo estaba ahí para su consuelo, ¿pero cómo una niña podía hablar de esa manera? «Son para ti», le dije. Él miró las flores y las sujetó con sus dedos, sin cambiar la expresión. Era un hermoso ramo. En su interior, escondida en un papel de color plateado, estaba la aguja, larguísima y brillante, como un doloroso mensaje de mi alma.
Cerca de las cuatro de la mañana me despertaron los sonidos discretos que solían anunciar un deceso en el hostal. Mi hermano y yo fingíamos dormir, pero los conocíamos de sobra: la voz apagada de mi madre y de algún pensionado. Los pasos que se dirigían por las escaleras hasta alguna de las habitaciones. Los murmullos y las llamadas telefónicas desde el comedor, desde el cual se marcaba a la Funeraria Campos de Paz, haciendo los arreglos necesarios para el entierro. Esta vez los pasos en el piso de arriba y el chirriar de la puerta me dejaron claro que se trataba de la habitación número tres. Entraron y salieron varias veces, y finalmente se hizo el silencio. Después de que mi madre hablara por el teléfono y diera el nombre de la occisa y su número de cédula para el certificado de defunción, se retiró a su cuarto y conversó con mi padre, quien había llegado la noche anterior de su trabajo. Papá solía molestarse con estos incidentes, sin llegar nunca a cerrar el hostal a causa de los ingresos que nos procuraba. Entonces miré debajo de la litera y vi a mi hermano tendido, con los ojos abiertos. Debía de tener miedo (siempre lo tenía, era muy sensible a los fantasmas), así que bajé de mi cama y me pegué a su cuerpo, para que se tranquilizara, pero dentro de mi pecho había una tensión electrizante, cercana al paroxismo, que amenazaba con volarme en mil pedazos.
A eso de las nueve de la mañana, mientras el señor Jaramillo y su hijo vestían con elegancia el cuerpo de la mujer, yo ingresé al cuarto de Fernando y me senté en la cama, para tocar el acordeón. Él se ajustaba una corbata frente a la ventana, con el rostro abotagado. Luego se dirigió al lavatorio y se afeitó. Tenía un rostro pálido y señorial, muy hermoso. Me gustaba la forma en que le caía un bucle sobre su frente. Yo dejé el acordeón y me metí a gatas bajo la cama, de donde saqué sus zapatos negros. Silenciosamente, él se sentó en una silla y me dejó acordonárselos. Luego de mirarnos en silencio, me besó y me dio unas palmaditas cariñosas en las mejillas.
—Ya hablé con tu mamá para ver si quiere mandarte a Quito, al Conservatorio Nacional. ¿Te gustaría venir, con una beca?
Yo asentí.
—Ok, ok. En ese caso, yo voy a ser tu maestro. Ya sabes cómo trabajo, y tú eres dedicada, así que no creo que tengamos problema.
Sin decir otra cosa, salió del cuarto.
Yo dejé el acordeón sobre la cama y miré por la ventana. En la vereda del frente, el suizo con cara de mono le gesticulaba a un perro, con numerosas muecas.
Adolfo Macías Huerta (Guayaquil, Ecuador, 1960)
Ganador del Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara por su libro de cuentos El Examinador (Contexto, 1995) y por la novela El grito del hada (Eskeletra, 2010). Ha publicado también las novelas Laberinto junto al mar (Editorial Planeta, 2001), El dios que ríe (Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2007), La vida oculta (El Conejo, 2009) y el libro de cuentos Cabeza de Turco (Editorial El Antropófago, 2011). Su obra Pensión Babilonia fue galardonada en el 2013 como mejor novela por el Concurso Nacional de Proyectos para el Fomento y la Circulación de las Artes. Con el sello Planeta ha publicado: Precipicio portátil para damas (Seix Barral, 2014), Las niñas (Sexis Barral, 2016) y El Mitómano (Seix Barral, 2018). En 2017 ganó el premio Pichincha de la Prefectura de Pichincha por su libro de cuentos Amados terrícolas. Su última obra publicada fue el libro Geografía del asombro (Seix Barral, 2020), novela de trama compleja basada en el proceso de luto de una familia marcada por la muerte de la madre y la enfermedad mental de un hijo a causa de una psicosis religiosa de extrañas características.