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CIUDAD EN ALTO VUELO

Francisco Trejo

Número revista:

4

ÉLITROS


He pensado siempre que hay algo de esquirla en mi nombre.

Si libertad significa en sus enjambres,

no siento un par de élitros cuando alguien lo pronuncia.

Siento un golpe en los huesos, porque me rompo al escucharlo:

dudo tanto de portar

la máscara que buscan.





DOLORA


Esta soledad sequísima,

esta forma de ser silueta encorvada

por buscar un corazón en toda madriguera,

esta sed de sed, esta mengua

en la rotura,

esta grietud de estatua melancólica,

esta lengua en la sin miel

de los sonidos, esta boca en la poesía

a falta del resto de la cara,

esta vivienda de metales derrotados,

esta cobija con tábanos ocultos,

esta pared salífera,

esta habitación con moscas necias,

esta fruta de semillas grises,

esta mano sin el peso de monedas,

esta forma de correr

para que suenen las llaves en el bolsillo,

esta ixionida pregunta por la muerte,

esta cáscara del ser,

esta hora flaca, sin minutos,

esta oquedad en lo dudoso,

esta comezón en las manos,

esta sal, pese a todo,

esta canción, medida de pobreza,

esta gotera iracunda,

esta mancha en todo laberinto,

esta vida de alas sin plumaje,

cuando es angustia cruda,

llámese —no dolor, a secas, ni hueco,

no sierpe, vendaval

o rumor elegiaco—

llámese, como dicta la carne:

«dolora»,

porque algo brilla en la palabra

y algo escucho de mis huesos

                                             cuando la suelto en el poema.





DISERTACIÓN DEL RECOSTADO


Cuando se tiene cerca, la cama es un mueble más del resto,

como decir un taburete o una mesa;

incluso un macetero sin planta

o un cajón con botones de repuesto para las viejas camisas.

Pero la cama, a distancia —lo sabe el trashumante—,

es una casa entera,

un piélago que busca el espinazo

para no abandonar su estructura en la ruta,

como abandonaría su dolor

el que avanza quejándose, canción adentro.

Busca la carne su forma en el colchón,

en la ternura

donde transcurre la noche

sin prisa, sin frío,

sin el sueño afuera de su vaso

para que no lo roben los sedientos

que nunca han vivido

en su garganta

y no se reconocen después de la sed y de la sed,

más allá, siempre hacia allá

del polvo

y las paredes diarias.

Y en la metáfora, la cama es animal,

se convierte en tlacuache,

marsupio de cobijas,

de donde resurge la luz,

porque recién nacidos despertamos,

con los ojos envueltos en su pupa:

más de dos veces

venimos al mundo a intentar

la vida que se amarra a la sombra

y se estira, y se quiebra,

y se vuelve a atar,

porque es nudo de bronce

condenado a reventarse

un día que.

Pero también busca la cama a su durmiente,

sabe que le sabe su cuerpo,

y le sabe en verdad a sal y a polen,

a cabello de aceites diurnos,

a piel de enfermo

que cubre con una telaraña,

previo a la tumba;

porque el colchón es hermano de la muerte

y no descansa

hasta hacer de la carne disección,

estatua para los corredores

de todo lo perdido.

Busca la cama a su durmiente —se dice—,

como busca un río

sus primeras piedras desplazadas,

porque ya son arenas,

porque son la forma de su angustia,

porque ya.





CIUDAD EN ALTO VUELO


Escribo para terminar de nacer,

porque he volado por las calles de mi ciudad

con el trino seco, en voz baja,

y el corazón atado a la madeja de su nido.

He de nacer de mi voz, antes de pintar

la rosa con mi sangre.

El mundo es vasto en sus formas

—lo percibo en la acrobacia de las letras—.

Todo aquel que nace, quiere asirse.

Y yo lo hago en la pregunta:

                                         ¿en cuál de las cornisas?

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