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Piedra del adiós siempre ahora

Edmundo Mantilla

Número revista:

3

Si bajo las manos convexas del cielo

muchas son las moradas en que habita

y encuentra caminos, el sol, para el descenso,

sobre la roca negra de la montaña,

por la imaginación frondosa del árbol,

“hallaré un rostro mío”, dice la piedra,

“que poner en el vientre cóncavo de la tierra”.


Si un pensamiento ciego se desenrolla

con la suavidad de la caricia del viento,

enredado en los cabellos de una niña

y en la Torá, bebida y jarro—

si cruzaba la luz de las aguas del cielo

por treintaidós calles desconocidas

con un libro, un ábaco y una historia

que depositar en una roca con sus labios,

que cubrir, como el cielo, con las manos,

sobre el pecho cóncavo de su hija,

fue porque desplegó así, con paciencia,

pulsando su fibra terrible y la grieta,

Reb Alcé su tristeza.


«Piedra, tu oscuridad es tanta:

no duermes, ni reposas, herida invisible

detrás del escondite de tus alas,

atada a la vida con la cuerda de tu alma,

colgada de la muerte en el cuello de la hija,

descenso hacia el extravío del reposo,

hondura del comienzo y profundidad del fin.

De ti nació la luz y llenó el aire

con el aliento robado de los labios del fuego,

ahora ceniza de los ojos, de la vista y del sol.


»Ya es tarde para que brote de las orejas

el oído, para que estalle en la escucha

el espacio, para que alivie la medida

el manto de piel y que en ella siembre

los vellos que son plantas y árboles,

como el corazón es la mente y la mente,

la luna, que como un ombligo palpita

para mover las olas y el vientre

de una tierra cuyo ardor no llega

a ti, a la superficie que se escurre

por manos y pies, semejante al agua

y a la voz, esa gran Nada en el recuerdo,

como una roca resbalando por el cuello.


»Que recuerde esta piedra el alma

de tu madre, las palabras en el rostro

del maestro: Sara y Yukel.

Que esta piedra una tus ojos

con los de Abraham: todavía cuenta las estrellas.

Que esta piedra una tus labios

con la risa de Isaac: tocaba, afectuoso, las pieles de los cabritos.

Que junte tu piel amada

con la de Sara: los duros viajes la hicieron más bella.

Que repare tu dolor

en el de Rebeca: sus lágrimas como arcoíris en sus pestañas.»


De las amplias calles regresa

Reb Alcé y su sombra crece

como la llama protegida por las manos

y así el cielo manda su consuelo odioso

al hombre que colgó una piedra del cuello de la hija

como el lastre para hundir al condenado.


Los dedos que tomaron esa piedra

recuerdan su forma: era pequeña,

pero cuán pesada bajo la luz azul en la morgue.

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