Reseña libro
Habitando el espacio de un libro
Andrés Ruíz
Número revista:
5
“My small self... like a book amongst the many on a shelf”.
Eddie Vedder
Cuando me ofrecí para realizar una reseña de Vivir con libros lo primero que pensé fue: “diantres, Andrés, ¿qué haces?, tú eres pésimo para la literatura nacional”, defecto por el que me disculpo. Lo memorable es que luego de leer ya las primeras páginas de Vivir con libros, publicado por la editorial independiente Bello Gesto, pude darme cuenta de que verdaderamente uno debería tener el corazón de piedra para no empatizar con este entusiasmo; y es que es un cariño muy similar al que le pueda tener un hincha a su equipo o, mejor, cualquier aficionado a su pasatiempo, quizás incluso el de alguien que disfrute realmente su trabajo, con la particularidad de que este objeto de cariño (el libro) sea en sí vacío. Los libros no significan nada por sí mismos, son las lecturas que se hacen de ellos el material que termina marcando la vida de muchos. Espejo de la realidad, espejo de uno mismo, el libro en cada lectura se convierte en una vivencia, metáfora del universo, por eso destaca entre los tantos objetos de consumo que nos rodean actualmente. En palabras de Margarita Borja: “Al adquirirlo nos llevamos a casa un ser con el cual iniciaremos una larga e íntima convivencia”.
Los cuatro testimonios (uno de ellos matizado como relato epistolar) que conforman este libro confluyen —y era obvio que lo hicieran— en puntos esenciales y, aún mejor, sensibles. Tanto para Gilda Guerrero como para Edmundo Mantilla o Margarita Borja, quienes trazan su relación con los libros a partir de sus biografías, la lectura se convirtió ya desde temprano en una patria, cuya pertenencia les parecía mucho más verídica o al menos con mayor sentido que el entorno que los rodeaba. “Donde haya libros, ese será mi país habitado, realmente vivido”, sentencia Gilda. Esta noción del mundo interior de los libros como un espacio, casi físico, es sencillamente simpática. Refugio y hogar; la lectura se convierte en un lugar que acoge y protege a sus lectores, tal como lo expresa Gilda: “El lector es un amado y un amante […]. Tiene lo mejor de ambos mundos”. Constituyéndose la lectura para ella tanto como un acto de amor como un sitio para el ágape.
Otra arista donde convergen los autores es la de los libros que se constituyen en piedra angular para su existencia en este mundo; las posibilidades de una vida tejida a través de la lectura toman en esta obra cuatro caminos, donde ciertos tramos se entrecruzan. Los libros se convierten en testigos o en detonantes de exilios, encuentros y despedidas. Una bocanada de aire, una chispa que aviva los avatares más singulares del vivir y modifica de forma definitiva cómo uno habrá de relacionarse con el mundo ya sea como quien descifra jeroglíficos con la piedra Rosetta o como quien busca un hilo para salir del laberinto. Aquí considero memorable la alegoría del gurú con una profunda crisis espiritual que protagoniza el relato epistolar de Salvador Izquierdo, pues resulta entrañable que incluso un maestro dedicado a sanar y guiar a los demás tenga una crisis espiritual, entonces, claro, estamos todos perdidos. Reflejo muy humano, ficción que dice la verdad, el Gurú Alejandro confiesa que su sostén en estos momentos inciertos son los libros, punto de partida donde uno se asienta o, en los términos de la metáfora de Izquierdo, punto de llegada por donde uno comienza su andar.
El libro es también un momento para la disolución del yo en algo más grande, ese mar rico en símbolos que ha poblado nuestros sueños desde nuestro origen. El punto de partida en este mundo siempre será uno mismo, “es imposible narrar sobre libros sin hablar en primera persona”, comenta Gilda para introducirse a su vez en estos dominios. El deseo que entraña leer, ya sea como afán de descubrimiento o voluntad de ensoñación, siempre es el impulso de una singularidad, una consciencia personal que a través del viaje que emprende al leer se trabaja a sí misma en búsqueda de lo general, de lo humano. Edmundo Mantilla en su parte explora el fenómeno; “¿por qué no […] desear que nuestro sueño sea también el de otros y que los sueños de otros sean los nuestros?”, se interroga cuando revisa su experiencia. Sucede que los mundos que se abren ante nosotros en las páginas de los libros llegan a conmovernos de tal manera que equivalen a las vivencias reales o experiencias de vida. “Todo libro es una vida y su duración en el tiempo”, comenta Edmundo al tiempo que recuerda la vivacidad de aventuras literarias como las de Julio Verne, el Mahabharata o Las Mil y una noches. El retorno del individuo a las fuentes últimas de su base colectiva es una de las aristas del leer, una consecuencia. “Para leer hay que eliminarse”, concluye Edmundo mientras evoca las voces colectivas del pasado, que se mantienen aún ahora como referente.
Todas estas experiencias entrañan un aprendizaje que, si bien no es estrictamente análogo a la instrucción académica, sí sintoniza con el conocimiento que se adquiere al vivir, al crecer. “Todo gran libro no es resultado de la opinión de su autor, sino una expedición durante la cual nos vamos […] adentrando en un territorio fascinante […]: la condición humana”, expresa Margarita Borja cuando hace un recuento de las lecciones aprendidas en su vivir y, por supuesto, en su convivir con los libros. La vida, rebosante y plena, se duplica gracias al espejo de la lectura; todo, hasta el caos, cobra su sentido cuando se refleja en las páginas de un libro. “Por eso leo, por eso colecciono libros, […] vivo rodeada por ellos, porque le dan sentido a mi vida, a la vida”, comenta Margarita. Precisamente las lecturas que hacemos y cómo éstas influyen nuestras vidas se suman para construir nuestro conocimiento sobre nosotros mismos y el universo; o tal y como lo define Margarita: “la lengua mística en que se van escribiendo nuestras vidas es una que podemos aprender a descifrar desde el arte: desde la imaginación, la intuición y el presagio”. Así es como el libro no es solo un producto humano, una señal de vida, sino también una experiencia humana en toda su sencilla complejidad.
La experiencia de leer este libro que a su vez relata las experiencias sinceras de sus autores leyendo y creciendo con estas lecturas es bastante particular. Tiene un encanto similar al de entrar en un laberinto de espejos, porque las lecturas y los sueños pueden multiplicar sus contenidos infinitamente y, claro, dejarlo a uno alucinado, abandonado a la voluntad de la resaca del “mar de todas las historias”, como lo nombra Edmundo Mantilla, donde uno es feliz de sumergirse como Gilgamesh bajando a las profundidades del mar de los muertos para tomar el alga de la vida. Para decir la verdad, no tenía una experiencia así desde que leía Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino, novela que borra lúdicamente las diferencias entre el mundo ficticio de los libros y la realidad circundante, a un tiempo que entrevera disparates con seriedades. Al igual que en la metáfora del infinito que Borges plasmó en su Biblioteca de Babel, la cual podía contenerse fácilmente en un único libro infinito sin página central; Vivir con libros a su vez encierra aquella librería capitalina localizada en la planta baja de una casita de ladrillos. Un libro como continuación de un espacio y la lectura como una nación materna. Leer como quien habita en su hogar, algo necesario y justo porque tal y como lo dice Gilda: “No se puede vivir sin belleza”.