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Reseña Libro

Paideia, una aproximación

Andrés Ruiz

Número revista:

2

«El hombre solo puede propagar y conservar su (…) existencia social y espiritual mediante las fuerzas por las cuales la ha creado, (…) mediante la voluntad consciente y la razón.»

Werner Jaeger

 


Paideia es un término clásico griego empleado para designar el ámbito de formación total de un individuo para un desenvolvimiento orgánico en el seno de su sociedad. Este concepto, tan importante como logos o psique, es el objeto de estudio de la obra de Werner Jaeger que se titula precisamente Paideia: los ideales de la cultura griega. Los cuatro volúmenes de la obra, en su original alemán, se publicaron de manera separada a partir de 1933 y no verían la luz en un solo volumen en español sino hasta 1957. El texto estudia de forma minuciosa el origen, desarrollo y cristalización de este concepto educativo sin extirparlo del tejido social y temporal al que perteneció. Esto implica tomar en cuenta la influencia y mutación de nociones espirituales, morales y filosóficas que no se pueden percibir íntegramente solo desde una concepción moderna. El análisis de Jaeger parte del supuesto de que toda civilización organizada, al hacerse consciente de sí misma, comienza a crear una serie de mecanismos y saberes educativos para hacer perdurar su patrimonio cultural y mantener su orden social. Así, el rasgo característico de la cultura griega antigua fue ser la única civilización que acuñó un término tan específico como paideia para referirse a esta formación, no solo intelectual sino holística, porque atraviesa los aspectos físicos y espirituales al tiempo que se integra en todas las esferas de la vida humana. Esta perspectiva de una armonía entre el ser humano, su actuar individual y el cosmos que lo rodea será una piedra angular para el edificio de la cultura occidental. El riguroso estudio de Jaeger no pretende quedarse en un recuento histórico; la ambición del autor es emplear los recursos de la filología, que Jaeger juzga como una disciplina científica, para aproximarnos a los conceptos más altos y universales de la formación griega y actualizarlos, puesto que los considera pertinentes y vivos.

 

El primer ejemplo que nos interesa es la figura de Homero, tanto por su antigüedad como por constituir una base fértil para la religión mítica y el culto a los antepasados heroicos, importantes en la Grecia arcaica. Jaeger divisa ya una intención educadora en la obra atribuida a Homero. Primero, en la Ilíada, apunta que el recuento épico de la batalla heroica que enfrentó a la Hélade, míticamente unificada, con su contraparte asiática va trazando una lección latente de prudencia y necedad, siendo esta última causa de pena y, en último término, de una muerte trágica para héroes como Patroclo o Héctor. Posteriormente, Jaeger establece que la Odisea pinta nuevamente la tragedia humana ligada a su destino y el gobierno de los dioses, pero se realiza con una forma y un fondo más acabados. Para el autor alemán, el relato épico de Ulises en su regreso a casa se levanta como un alto conocimiento de la filosofía natural y la ética de su tiempo, ya que esta legalidad arcaica llegaba a delimitar las leyes del ser y del cosmos para su pueblo. El ejemplo es importante en el estudio puesto que se insiste en la importancia de la poesía como vehículo para sentar una tradición en saberes espirituales y filosóficos a un mismo tiempo, por esto accede a sitios donde la sola filosofía o la religión no llegan. A pesar de que la obra de Homero comparte esta y otras similitudes con otros cantos épicos antiguos, se eleva al representar los conflictos humanos de una manera tan íntima y universal que, tal como apunta Jaeger, lograría perdurar desde tiempos remotos hasta nuestros días de forma ininterrumpida, inclusive llegando a crear una ciencia, la filología, que desde la antigüedad estaba dedicada a estudiar y contrastar las versiones de la obra homérica.

 

En un segundo momento histórico, es importante la aparición de los primeros filósofos griegos con su correspondiente descubrimiento y aprehensión del cosmos. Jaeger establece que el motivo fundamental para el desarrollo de la filosofía griega fue el aplicar progresivamente el pensamiento racional para moldear la cosmovisión y concepción del mundo, que desde tiempos arcaicos se había asentado en la religión mítica. Lo interesante de este movimiento es que, a pesar de aplicar una observación empírica o la pura reflexión metafísica, sigue teniendo al mito vivo y agazapado en el interior de distintas concepciones filosóficas, incluso en trabajos posteriores y desarrollados como los de Platón o Aristóteles.

 

El curso que la civilización griega sigue es el de una asimilación racional del universo, partiendo de la realidad natural exterior y alcanzando el centro humano con Sócrates y Platón, es decir, el alma como punto más íntimo del mundo. Siendo la región de Jonia la tierra donde surgieron los primeros pensadores dedicados a aprehender el universo y explicar su origen con base en razones demostrables. Estos primeros filósofos, influidos notablemente según Jaeger por un Oriente cercano, fundarían su campo de estudio y argumentación en la realidad natural empírica. Así, Tales y Anaxímenes fundan el origen del cosmos en el agua y el aire, respectivamente. Incluso en el caso de Anaximandro, que funda su cosmovisión en el apeiron (lo indefinido/ilimitado), su razonamiento parte de una observación del devenir natural de las cosas, llevándolo a afirmar que las cosas se generan y se destruyen en un mismo punto, pagando así su sentencia con el tiempo. Esta idea es fundamental para el desarrollo de la filosofía, ya que Anaximandro extrapola términos tradicionales del derecho y la legalidad griega. Jaeger identifica que el movimiento es el siguiente: Anaximandro extiende la dike, legalidad divina inmanente al devenir, según la define Solón, fuera del límite humano y establece una norma cósmica. Esta idea se relaciona con el aporte más importante de Pitágoras a la paideia, el concepto de armonía como una relación proporcionada de las partes con el todo. La aplicación de la matemática a la teoría musical revolucionó el ámbito educativo griego y salpicó toda la tradición posterior desde la arquitectura hasta la ética con el ideal de una relación armónica. Así es como la legalidad cósmica se establece con la influencia de Anaximandro y Pitágoras como una nueva relación armónica del ser humano con el mundo. Jenófanes de Colofón fue el nexo entre estos conceptos primeros y su desarrollo posterior. Fue un poeta que se dedicó a transmitir el espíritu naturalista de la escuela milesia en verso. Si recordamos que para la época el banquete o simposio suponía el máximo lugar de formación, equivale a decir que la filosofía natural entra por primera vez al circuito tradicional con la poesía de Jenófanes. El salto es incalculable, pues queda asentado de forma clara que el ideal tradicional de areté ya no se circunscribe al ámbito de proeza física, como en la epopeya heroica y a partir de ese momento la areté se referirá a la educación espiritual. Este ánimo sentaría un punto de partida para la conocida escuela eleática, representada principalmente por Parménides, quién retoma la noción de dike de Anaximandro, pero otorgándole una función opuesta al identificarla como la fuerza divina que mantiene las cosas fijas en su existencia y que impide el devenir. Jaeger destaca a Parménides como el primer filósofo del que nos queda un corpus de textos altamente organizado y argumentado de forma lógica y abstracta; también acepta que su influencia será notable en la posteridad al plantear por primera vez el problema del método científico, decidiéndose por el razonamiento puro antes que por cualquier experiencia perceptiva. En este momento, en que una nueva visión del cosmos natural se ha forjado, incurre la culminante aparición de Heráclito como consecuencia lógica en la formación de la primera filosofía. Heráclito se apropia de la noción del devenir natural de su tradición jónica, pero se destaca por hacer de su filosofía un estudio del alma humana antes que un estudio meramente natural o racional. De esta manera Heráclito entiende al logos como el cosmos consciente de sí mismo que conduce a las personas despiertas que lo tienen, frente a quienes no y actúan dormidos. Este conocimiento hace referencia, más que al intelecto a la vida, al fuego del alma. En su fragmento <<El ethos es el demonio del hombre>>, Jaeger observa que se incluye ya lo insondable espiritual que se escapa del análisis de Parménides. Heráclito sacude su tiempo porque reconcilia el conocimiento de la primera filosofía, volcada totalmente sobre el mundo exterior, con las creencias órficas del alma que se desarrollaron paralelamente. Esto supone colocar al ser humano como ser cósmico, insertado en la cartografía del mundo que habían desarrollado hasta entonces los pensadores que lo precedieron.

 

Un tercer momento clave en el desarrollo de la Grecia antigua comienza con las invasiones del imperio persa a las colonias helénicas en Jonia. Este hecho junto a la intención de someter por completo a las entonces dispersas polis griegas, desembocaría en décadas de conflictos armados que unificarían heterogéneamente a las ciudades estado griegas, en torno a Lacedemonia (Esparta) y Ática (Atenas). Tras una serie de victorias de la alianza griega a lo largo de la primera mitad del siglo V a.C., como Maratón, Salamina o Platea, se hace definitiva la independencia de la Hélade, ante el Imperio persa aqueménide, su dominio en el mar Egeo y el conflicto por la supremacía interior, disputada entre Esparta y Atenas. Este momento marca un punto de quiebre, por un lado, Esparta representa el ethos tradicional, aristocrático y bélico; por el otro, Atenas observa una innovación integral por el surgimiento de la sofística, la tragedia y la democracia. Adicionalmente, Atenas con su poder naval lleva su influencia democrática a las polis rescatadas del dominio persa, alzándose como líder de la Liga de Delos. Como personificación de tal encrucijada Jaeger identifica a tres ilustres atenienses: Tucídides en lo histórico-político, Sócrates en la filosofía y Eurípides en la tragedia. Siendo este último, según Jaeger, quien mejor refleja el conflicto de su época entre tradición e innovación, al apropiarse de temas y formas clásicos de la tragedia y redefinirlos desde sus cimientos. Con Esquilo la tragedia había alcanzado el gran arte que antaño fuera la lírica y puebla sus obras con un fuerte acento religioso, en tanto que con Sófocles el arte dramatúrgico alcanzaría un carácter universal en su representación de la trágica relación entre divinidad y ser humano, cuyo desenvolvimiento hace del castigo del héroe una legalidad cósmica. Con este precedente, Eurípides significa una ruptura; si bien se apropia del mito para formar sus dramas, sucede que lo vacía por completo de su aura divina para representar temáticas de la vida burguesa. El ejemplo de Medea es notable. Por primera vez en siglos el arte griego toca la vida matrimonial y las costumbres sexuales de forma directa, siendo este un problema típicamente burgués, como acota Jaeger. A un mismo tiempo esta obra revisa de forma crítica la figura de Teseo, quien clásicamente sería un héroe reconocido, a pesar de su vida marital. En este estilo aparecen los dioses clásicos del mito, pero su influencia divina ya no moldea las vidas de las personas a manera de dike; esto fue trastocado por Eurípides quien introduce por primera vez la noción de injusticia divina. La tyche (fortuna) es aquella que gobierna la vida de las personas sin ninguna consideración en su teatro. Jaeger ilustra cómo tales cambios le supusieron el desagrado e incluso la repulsión de parte del público de su época, el cual no deja de señalar como, tal vez en su media, mucho más culto que cualquier otro público teatral posterior. A pesar de esta impopularidad, Eurípides sigue empecinadamente su proyecto. Por un lado, utiliza las formas líricas clásicas como las arias de forma impecable, pero por el otro introduce la sofística, dándole a la tragedia una profundidad en su contenido sin precedente. Un ejemplo notable de esta influencia es el discurso de la nodriza en Hipólito que no solo defiende el adulterio, sino que lo justifica si está alineado con la pasión amorosa. La legalidad en esta retórica deja de ser natural y divina, se acerca a la legalidad basada en la subjetividad que practicaban los sofistas, que en tiempos de Pericles amenazó con toda posibilidad de determinar inocencia o culpabilidad. Jaeger establece que es difícil identificar decididamente a Eurípides con postura alguna de su tiempo, pareciera que el dramaturgo ateniense hubiera preferido imitar la realidad, realizar una cartografía del momento que le tocó vivir, un choque entre épocas. Este conflicto hace de su obra algo desconcertantemente moderno. Estudia desde lo racional la irracionalidad humana, actitud que según apunta Jaeger lo hacía vivir en un mundo sin fe, amoral, recordando en algo al pensamiento apasionado de Nietzsche. Esta postura fue tan desasosegante para su tiempo que llevaría al propio Aristófanes, en su obra Las Ranas, a verse obligado a revivir a Esquilo antes que Eurípides, como guía espiritual para su pueblo. Eurípides deconstruye hasta la médula a la tragedia griega y la capacidad de un pueblo de reflejarse a sí mismo; destruye la tragedia para su tiempo, pero en cambio, en la posteridad será reconocido como el trágico antiguo por antonomasia, según considera Jaeger quien también recuerda que los teatros helenísticos de piedra que hoy admiramos fueron construidos para representar sus obras.

 

En este mismo contexto de crisis del espíritu ateniense surge Sócrates, cuya figura se ubicará en el centro de la tradición filosófica y perdurará en el tiempo como símbolo, aunque valorado de distintas formas a lo largo de la historia. Jaeger señala que, durante la Edad Media, Sócrates fue reducido a mártir precristiano por haber sido capaz de sacrificarse por sus convicciones. Durante este período histórico, Sócrates no pasará de ser una referencia erudita que aparece en la obra de Aristóteles o Cicerón. Jaeger destaca que no será hasta el advenimiento del Renacimiento que la figura del filósofo ateniense alcance ese protagonismo que evolucionó hasta nuestra actualidad. Al acabarse la Edad Media, por un lado decae la figura de Aristóteles, campeón de una escolástica que había hecho del pensamiento una teología cerebral y ensimismada; por otro lado, Sócrates emerge como profeta de una nueva religión terrenal, encarna la gracia adquirida por la fuerza interior del ser humano y su perfeccionamiento incesante. De esta manera Sócrates es la resurrección de dos ideales helenísticos: la razón y la naturaleza. Para Jaeger el proyecto que se plantea aquella época cristiana es hacer brotar una religión moderna que amalgame los principios del cristianismo con el ideal helenístico del ser humano. Así es como Sócrates atravesó cada época, incluyendo la Ilustración, caracterizado como un anima naturaliter christiana hasta la aparición de la crítica nietzscheana que lo identificó como la personificación del estancamiento escolástico. Nietzsche buscaba rebeldemente unificar la dualidad apolíneo-dionisiáco, que según su pensamiento estuvo idealmente unificada en la armonía helénica presocrática y cuya escisión se dará por la preferencia de Sócrates a la porción apolínea del pensamiento, causando con esto el moralizar, escolastizar e intelectualizar la cosmovisión trágica griega. Jaeger añade que para el filósofo alemán la figura de Sócrates constituía el máximo de naturaleza que puede aceptar un hombre en su concepción cristiana, pero que paradójicamente anuló la naturaleza helénica de la antigüedad. Jaeger apunta que esta crítica apasionada, que revuelve una vez más su figura, es un indicador de la vigencia de Sócrates y de su constitución como el punto que más amenaza al superhombre moderno. Sucede también que ya desde la antigüedad el asunto socrático presenta repetidas vacilaciones, partiendo del hecho de que Sócrates rehusó sentar por escrito su pensamiento al considerar que la conversación oral era clave para su método. Por esta razón, el primer testimonio por el que accedemos a él es por sus discípulos: Platón, Jenofonte y Antístenes. Esta necesidad de quienes lo acompañaron de perpetuar su figura, tanto por su nuevo concepto de areté representado por su propia vida, como por la naturaleza de su muerte, ha causado siempre que se tracen paralelos con la literatura cristiana sobre la vida y doctrina de Jesús, semejanzas que Jaeger apunta como notables. Desde este punto surge el problema socrático, pues los testimonios de sus seguidores apuntan a direcciones distintas. Jaeger contrapone la concepción de Sócrates en Jenofonte y Platón, considerando que la primera no abarca del todo la figura de su maestro mientras que la segunda añade elementos a esta caracterización. En el caso de Jenofonte, su obra las Memorables pinta un Sócrates que encarna los ideales morales como ciudadano patriota y piadoso. Los problemas que genera esta representación son primero que un individuo así de correcto difícilmente habría sido condenado a muerte, pues la aceptación del maestro ante su sentencia es un claro indicio del nivel de compenetración que tenía con sus conceptos de virtud sin importar lo incómodos que resultaron para su época, y segundo que Jenofonte conoció a su maestro por un breve lapso de tiempo hasta embarcarse en su famosa expedición relatada en las Anabasis. Por lo que su representación de Sócrates aparentemente está mediada por los relatos de otros discípulos como Antístenes. En el caso de Platón, su creación del diálogo Socrático parece representar una realidad del propio método de su maestro por definir conceptos generales mediante la dialéctica. La crítica que se le ha hecho a Platón, ya desde Aristóteles, apunta al uso de su maestro como sustento y cauce para la elaboración de su teoría sobre las Ideas. Jaeger extrapola este conflicto hasta estudios contemporáneos, que también representan a Sócrates de forma antagónica tanto como referente de la autarquía moral como padre de la metafísica occidental. Para Jaeger el hecho de que Sócrates haya admitido desde la antigüedad hasta su tiempo estas representaciones es el indicio de que la contradicción está presente ya en el mismo Sócrates, quien se constituiría como un nuevo hombre griego todavía en proceso.

 

Los únicos discípulos de Sócrates, cuyos escritos fueron preservados significativamente hasta nuestros días son precisamente Platón y Jenofonte. La Paideia de Jaeger estudia vastamente al primero dedicándole una buena parte de sus libros tercero y cuarto. Sin embargo, para este comentario se ha optado más bien por referirse a Jenofonte, además de cuestiones de espacio, por considerarlo un ejemplo singular por sus experiencias y su vida intrigante. Jenofonte surgió del mismo estrato ateniense que Isócrates, sufrió las mismas dificultades que él y que Platón hacia el final de la guerra del Peloponeso. Como varios jóvenes de su época fue atraído por Sócrates, sin embargo nunca llegaría a contarse formalmente entre sus seguidores, a pesar de esto preservaría la memoria de su maestro en sus obras. Jaeger establece que su encuentro con Sócrates no sería el punto decisivo en su vida, sino más bien el propio gusto de Jenofonte por la aventura y la acción bélica es el factor que lo acercaron al círculo íntimo de Ciro el joven, príncipe persa que contrató una expedición de mercenarios griegos para enfrentarse a su hermano Artajerjes II por el trono. La experiencia de la vida militar, el contacto con la nobleza persa y unas condiciones de vida durísimas en tierra desconocida terminarían forjando al joven ateniense. La influencia que tuvo su encuentro con la cultura oriental en su concepción de paideia es destacable. En su obra Ciropedia se dedica a relatar la vida y formación educativa de Ciro el Grande, fundador del Imperio Persa. Jenofonte extiende el antiguo concepto de kalokagathía, como ejemplo de formación espiritual y nobleza, llevándolo hasta el rey persa, reconociendo de esta manera que la virtud no es inmanente de una cultura o etnia, sino que es fruto del proceso formativo. Jenofonte siente una filiación enorme por la educación del príncipe en Persia y traza paralelos con el caso de Esparta, en ambos casos el Estado se encarga de educar desde una edad temprana a individuos preparados para vivir en guerra permanente. Jenofonte rescata al concepto más tradicional de areté de ambas tradiciones educativas para establecer que las cualidades de un guerrero que se mantiene sereno y entero ante las dificultades de la batalla y consigo mismo en su interior constituyen el más alto desarrollo de la nobleza. Como parte de este proceso, considera que es muy importante el desempeño de tareas agrícolas para forjar el carácter, como era costumbre oriental y pretende reconciliar a la educación con la vida rural, que había sido relegada a segundo plano desde los tiempos de Heródoto. Otra actividad clave para Jenofonte es la caza, abordada específicamente en su obra la Cinegética. Jenofonte establece a la caza como una tradición iniciada por el centauro Quirón y transmitida míticamente a cada héroe posterior. Jaeger señala que el concepto de paideia en Jenofonte se cristaliza precisamente en su referencia a la caza, pues esta actividad entrena físicamente para el ejercicio militar y representa el proceso educativo verdadero que es formarse a través del ponos, es decir, aprender mediante las penalidades.

 

Los ejemplos referidos arriba constituyen únicamente una fracción del total de la obra de Werner Jaeger, quien en su análisis de la formación griega antigua parece no dejar ni una piedra sin voltear: desde la tradición educativa espartana o la religión órfica, que se remontan a épocas arcaicas, hasta las contribuciones más acabadas de Platón, Isócrates o Demóstenes, que comprenden el preámbulo al helenismo. La valoración de esta rica tradición es doble, por un lado se reconocen las bases históricas y conceptuales que sostienen nuestra cultura occidental, como lo son la noción de armonía cósmica o el estudio racional del universo y el alma humana. Por otro lado se considera que muchos ideales griegos son todavía pertinentes y necesarios para enfrentar las encrucijadas que el laberinto contemporáneo nos ha planteado; tal lo reconoce Jaeger cuando aborda estos conceptos griegos de virtud como la sofrosine, la areté o la propia filosofía. El reto que nos plantea el modo de vida de la Grecia antigua es formarse, no solo en un aspecto espiritual o físico, sino desarrollarse en ambos y hacer coincidir la acción con la palabra a un mismo tiempo. Este ideal armónico se nota en el estilo de la Paideia, ya que la obra de Jaeger conjuga fondo y forma, constituyendo siempre un relato muy ameno de la antigua Grecia y una lectura agradable para adentrarse en la filología clásica.


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