Reseña libro
'Taco Bajo' y la estética de lo innecesario
Andrea Armijos Echeverría
Número revista:
6
“Esta variedad es innecesaria dado que soy un hombre innecesario, que es aquel que no necesita fundamentalmente de los otros sino para servirse de ellos. El hombre innecesario es amo, porque su voluntad no está atada, simplemente actúa sin más. Algunos lo llamarán desdén o desprecio. Para mí es del orden de un discurso establecido. Los otros están locos por ser escuchados, por ser valorados. Darles una dosis de valora sus vidas los hace libres por un instante. Es el respiro del condenado, como cuando van a la iglesia y se arrodillan y descargan. Esa función de la religiosidad es la misma que la del hombre innecesario. Aquí hay un sentido, podría decirse, pero no se equivoquen. Es un sentido utilitario.” (Vizcaíno, 82)
Al leer Taco Bajo, al ver a Willy, y sobre todo después de este fragmento, he empezado a pensar en eso que hace de este personaje lo que es, o, mejor dicho, quien es. Es un hombre innecesario. Es un hombre marginal. Su historia se enmarca, por eso, en una estética de lo innecesario. Se me viene a la mente esta idea e intento delimitarla a través de Willy porque al final él es el dueño de la ficción, su soporte, su protagonista, pero también su condición. Taco Bajo no puede ser más extenso porque no necesita serlo. En los átomos explosivos que son sus capítulos se encierran también escenas atómicas que como estampas establecen la fugacidad de un tiempo que se hace al azar y que es capaz de alterarse y decidirse en dos segundos cuando Los Burros Cansados entran al billar de la Calle Quito a despedirse porque van a buscar oro en Ibarra y Willy dice “voy con ustedes. Porque sí. Porque no sé nada de minas, pero sé hablar”. Y así todos evitan, sin querer, un terremoto.
Una estética de lo innecesario es poder ver, a través de la brevedad de la historia de una vida ruin, desordenada, convulsa y real, las vidas de todos y todas quienes leemos para así reconocernos en esas estampas de miedo, de odio, de perversión, de erotismo, de asco, de anhelo, de nostalgia, de amor, de deseo, de esperanza, de desolación y de muerte. Es fácil desencariñarse con Willy y decir: este man es extremo, este man no soy ni sería yo. Pero de vuelta, con condescendencia, vergüenza curuchupa y humor también pensamos, esta vez no decimos, sino que pensamos para nuestros adentros: en realidad sí soy el borracho, el man que odia tanto su trabajo que decide hacerlo en modo zombie, el que insulta a su jefe en la cara y le bota las cosas del escritorio, el que mira con una mezcla de asco y placer los cuerpos de otros, deseándolos y repudiándolos; sí soy, ese, esa que manda nudes por aburrimiento para asquearse y satisfacerse de una conversación estúpida e incompleta, el que llora por dentro la muerte inesperada de alguien que no podemos admitir haber amado y odiado. Somos ese man.
Es así que Willy, una alegoría que se desarma, se contradice y se ríe de sí mismo y de todo en cada capítulo, cataliza nuestro reflejo en la novela, ese acto reprochable pero necesario de vernos como no queremos en la caracterización de un personaje que está bien con ser todo eso y más: “Toda la vida he luchado por ser odiado. Que me odien era una especie de triunfo. Detesto la gente que busca el agrado del otro. Yo buscaba el odio como forma de desobediencia. Yo buscaba el odio porque había odiado mi infancia. Me ha costado perder la infancia” (109). Pero también es con Willy que reconocemos las trazas de condicionamientos humanos patéticos. Esas escenas de adolescencia en el colegio militar, entre las masturbaciones olímpicas y la penalización de siquiera pensar en cómo se piensa que las mujeres piensan, junto a las escenas del colegio de los estudiantes adictos a la H establecen una visión crítica y grotesca de un sistema educativo decadente, un sistema de valores patriarcales arrasador. La travesía de un cristo cubierto de oro hurtado por dos hombres que se entregan al “poder hablar” y “poder pensar” que Willy les ha hecho creer que posee (mientras ellos no) es otra de esas micro fábulas que desmantelan las bases de una idiosincrasia que se persigna mientras maldice, que se encomienda a ese mismo objeto divino mientras lo comercializa debajo de la mesa. Estamos en Ecuador y estas cosas pasan, son cosas que nos hacen reír y nos incomodan. Como lectores tenemos la certeza de que en Crucita “la Bella”, cuatro hombres viajan con un cadáver en descomposición, toman una lancha, se adentran al mar para arrojarlo, disparan de seco a uno de ellos y que lo echen también al mar será, como dice Willy: “no el crimen perfecto, pero lo que hay”, y que eso que hay no vaya nunca a ser descubierto. Que la complicidad de la muerte, de la violencia y el crimen sea un secreto a voces porque estamos en Ecuador.
Que sea un hombre innecesario el que nos presenta esta realidad rota, de la que él es un producto, también me ha permitido ver en sus personajes femeninos o feminizados una reacción al paradigma de su representación. Mireya y Sharon, en tanto, no aparecen en la narración como tipos de “femineidad” únicos, sino como sujetas completamente disímiles, complejas, personajes que son capaces de volcar la trama hacia sí mismas, personajes que dominan y llevan a Willy de la mano de vez en cuando. Son personajes que llenan el espacio, tanto el de ficción como el formal. El capítulo de la carta de Sharon es una apropiación de una voz acribillada por esos mismos sistemas penalizadores a los que Willy renuncia a diario, entre borracheras y partidas de billar. Sharon debe ser la subjetividad más sincera de Taco Bajo, la más potente, y posiblemente de ahí sus apariciones esporádicas comentan la visibilidad esporádica, menguante de lo diferente que aún dentro de lo femenino, como trans, es disidente, problemático, digno de ocultar porque, otra vez, no olviden que estamos en Ecuador, el país de los cristos bañados en oro.
El trabajo reflexivo, por último, de la acción de narrar, se inscribe en esta estética de lo innecesario a través de la posibilidad o posibilidades de acusar a la misma literatura de impostar la realidad. En medio de sus divagaciones certeras, Willy se encuentra pensando que “La historia del ser humano es la gran historia de la negación de la realidad. Contar por ende es convertir en ficción. Lo que uno dice es sólo una versión sesgada. Mi versión jamás es igual a la tuya. Mi fin es la realidad de lo que narro, y en ese esqueleto no entra nada más. No hace falta forzar la realidad.” (74). ¿No es esto la literatura? parece estar apuntándonos Willy en la cara, para que borremos esa línea imaginaria que desde la escuela nos hacen dibujar entre ficción y realidad, entre arte y realidad, entre fondo y forma, entre vida y obra. Escribir es mucho más, pero también muchísimo menos, no hay una metodología sublime de separar esos campos al escribir, y aunque Willy no existe, no esté en Crucita apostando, otros Willies sí están ahí y aquí todo el tiempo.
Un viaje de auto desde la calle Quito a la ciudad de Quito para ir a ver el cadáver de un padre al son de Don Medardo es la estampa con la que quiero terminar esta serie de impresiones de una novela que está hecha desde y casi por un personaje, pero desde él, para todas las posibles miradas que entiendan por completo, reprochen por completo, condesciendan por completo, rechacen y no sepan qué hacer de sus vidas con ese mismo personaje. Claro, Willy el antihéroe es también un anti personaje que expone con claridad y naturalidad todos los complejos que evitamos sobre ser ecuatorianos, sobre ser habitantes de este siglo, y sobre ser humanos. En fin.