Cuando mi hermano fue un azteca
Natalie Diaz
Traducción de Luis Borja y Brian Seth Parker
Número revista:
10
vivió en nuestro sótano y sacrificaba a mis padres
todas las mañanas. Fue horrible. Imperdonable. Pero ellos siguieron
regresando por más. Lo amaban, es todo lo que podían decir.
Comenzó con él tambaleándose en la Avenida de los Muertos,
mis padres caminando detrás como años viejos en una procesión
él pudiendo arder hasta las cenizas en cualquier momento. Ellos no sabían
qué más hacer excepto estar ahí para recogerlo cuando muriera.
Olvidaron quién estaba muriendo, quién estaba ya muerto. Mi hermano
dejó de usar camisetas cuando un carnaval de mujeres de pechos sucios
lo hizo su líder, siguiéndolo escaleras arriba-bajo ̶ ̶
Ellas eran acróbatas, moviéndose, fasciculándose como serpientes ̶ ̶ Ellas lo alimentaron
Con diamantes molidos y fuego. Él engulló los regalos. Mis padres
le rogaban que les sacara los ojos. Él pensaba que era
Huitzilopochtli, un dios, mitad-hombre mitad-colibrí. Mis padres
a sus pies, madreselvas destrozadas, él reposó su boca-espada
atracándose de ellos, drenando color hasta que sus cejas emblanquecieron.
Mi hermano los reventaba y los descuartizaba ante sus festivales del sótano ̶
exhibía sus corazones temblorosos en sus puños,
mientras perros pulgosos recorrían arriba-bajo las escaleras, lamiéndose el culo,
haciendo de las suyas. Los vecinos se asombraban de que sus corazones volvieran
a crecer una y otra vez ̶ Eso decía mucho acerca de mis padres, o de los corazones de los padres.]
Mi hermano los lanzaba en cenotes, los arrojaba de barrancos,
cascaba huecos en sus cráneos como frascos o floreros inútiles,
los rompió en pedazos y los dio de alimento a los dioses que dominan
las entrepiernas cochinas de las putas de feria con caras hechas lluro
abriendo los muslos en hoteluchos sin luz. Él dormía
en ropas inmundas apestando a fósforos y duraznos podridos, se enamoró
de las cucharadas chispeantes con las que las mujeres-perro del carnaval lo alimentaban. Mis padres
perdieron su apetito por la comida, por los hijos. Como todos los malos reyes, mi hermano,
llevaba una corona, una gorra verde de béisbol para atrás
con una bandera mexicana bordada en ella. Cuando la usaba
en el patio de enfrente, al que trataba como su zócalo personal,
todo su reino sabía que él tenía el poder ese día, tenía todas las joyas
que un rey podía comer o fumar o inyectarse. Las esclavas venían
a la verja y comían de sus manos. Él les daba maíz
a través de los huequitos. Mis padres miraban desde la ventana,
llorando por su casa convertida en un zoológico, por su hijo que era
ahora una jaula oxidada. El azteca celebraba corte en la arboleda del cedro salado
al otro lado de la calle donde vivían pavos reales. Mis padres cruzaban los dedos
para que no regresara nunca, encendían velas de novena
para que lo hiciera. Siempre regresaba a casa con plumas turquesa y jade
y apestando a mierda de pavo real. Mis padres reunían
lo que él había dejado de sus cuerpos, tratando de pararse sin piernas,
tratando de defenderse de sus golpes sin brazos, buscando sus dedos
para rezar, para escapar trepando de cualquier oscura barriga a la que mi hermano, el Azteca,]
su hijo, los haya dado en alimento.
When My Brother Was an Aztec
he lived in our basement and sacrificed my parents
every morning. It was awful. Unforgivable. But they kept coming
back for more. They loved him, was all they could say.
It started with him stumbling along la Avenida de los Muertos,
my parents walking behind like effigies in a procession
he might burn to the ground at any moment. They didn’t know
what else to do except be there to pick him up when he died.
They forgot who was dying, who was already dead. My brother
quit wearing shirts when a carnival of dirty-breasted women
made him their leader, following him up and down the stairs—
They were acrobats, moving, twitching like snakes— They fed him
crushed diamonds and fire. He gobbled the gifts. My parents
begged hum to pluck their eyes out. He thought he was
Huitzilopochtli, a god, half-man half-hummingbird. My parents
at his feet, wrecked honeysuckles, he lowered his swordlike mouth,
gorged on them, draining color until their eyebrows whitened.
My brother shattered and quartered them before his basement festivals—
waved their shaking hearts in his fists,
while flea-ridden dogs ran up down the steps, licking their asses,
turning tricks. Neighbors were amazed my parents’ hearts kept
growing back— It said a lot about my parents, or parents’ hearts.
My brother flung them into cenotes, dropped them from cliffs,
punched holes into their skulls like useless jars or vases,
broke them into pieces and fed them to gods ruling
the ratty crotches of street fair whores with pocked faces
spreading their thighs in flophouse with no electricity. He slept
in filthy clothes smelling of rotten peaches and matches, fell in love
with sparkling spoonfuls the carnival dog-women fed him. My parents
lost their appetites for food, for sons. Like all bad kings, my brother
wore a crown, a green baseball cap turned backwards
with a Mexican flag embroidered on it. When he wore it
in the front yard, which he treated like his personal zocalo,
all his realm knew he had the power that day, had all the jewels
a king could eat or smoke or shoot. The slave girls came
to the fence and ate out of his hands. He fed them maíz
through the claims links. My parents watched from the window,
crying over their house turned zoo, their son who was
now a rusted cage. The Aztec held court in a salt cedar grove
across street where peacocks lived. My parents crossed fingers
so he’d never come back, lit novena candles
so he would. He always came home with turquoise and jade
fathers and stinking of peacock shit. My parents gathered
what he’d left of their bodies, trying to stand without legs,
trying to defend his blows with missing arms, searching for their fingers
to pray, to climb out whatever dark belly my brother, the Aztec,
their son, had fed them to.