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Temblor

Rudolph Wurlitzer

Traducción de Luis Borja Corral

Número revista:

7

Fui arrojado de la cama. El espejo cayó de la pared y se hizo añicos sobre la cómoda. El suelo se movió de nuevo y el techo se combó hacia mí.


Era el amanecer y yo estaba en el Motel Tropicana, en Los Ángeles. Otro estremecimiento atravesó el cuarto y algo que sonaba como cables dando chicotazos y ventanas rompiéndose. Entonces hizo mucho silencio. Me acosté en el suelo y cerré los ojos. No tenía ningún apuro. Hubo un alto grito prolongado en la piscina y luego un chapoteo y luego otro grito, más corto. Me puse de pie y levanté mis brazos sobre mi cabeza y traté de tocarme los dedos de los pies, un ritual mañanero que no cumplo nunca. La pared al lado de la cama se movía como si estuviera viva y entré al baño.


Me senté sobre el filo de la tina. La puerta se abrió de golpe en el otro cuarto y una lámpara se estrelló contra el suelo. Un hombre pequeño en calzoncillos negros de seda gateó hacia mí. Su pelo negro estaba partido por la mitad y había una mancha de nacimiento oblonga del tamaño de un huevo de avestruz sobre su hombro izquierdo. Logró llegar al umbral de la puerta del baño antes de desplomarse. Después de un largo gemido comenzó a llorar.


“El techo me cayó encima”, susurró. “Mis caderas están trituradas. Mi pierna está rota y algo malo está pasando adentro. Tienes que ayudarme”.


Se apoyó contra la puerta, sus ojos llenos de rabia y conmoción.


“Soy del cuarto seis”, dijo. “La siguiente puerta. Los teléfonos están muertos. Está yendo muy rápido. Parece un terremoto. Estoy asustado, man. Todo está yendo muy rápido”.


Se estaba formando sangre a un lado de su boca. Su cabeza se inclinó hacia atrás. Luego vomitó en violentos espasmos cortos. Cuando terminó, se limpió la boca con el dorso de su muñeca y me miró de nuevo.


“Va a ser un día largo. Pero si no estamos muertos ahora, probablemente no lo estaremos. Tengo una hemorragia o algo. Esperaré aquí. Pero no te olvides de mí. Me olvidas y vendré detrás de ti. Todo está en mi billetera. Cuarto seis. Tengo tarjetas de crédito”.


Se hundió en el piso y puso sus brazos sobre su cabeza. Se había enrollado sobre sí mismo como un bebé. Estaba muy quieto. Me arrodillé a su lado. Estaba muerto. Pasé sobre él y caminé hacia la cama. No podía encontrar mi pantalón y arranqué una sábana y me envolví en ella. Entonces fui afuera. No había luces encendidas y podía escuchar el dial de una radio portable siendo rápidamente movido de una estación a otra. Las cabañas estaban acomodadas en dos hileras alrededor de tres lados de la piscina con forma de riñón. El lado abierto daba hacia el Boulevard de Santa Mónica, donde una cañería principal de agua rota soltaba un chorro de más de seis metros y un poste de teléfono se balanceaba hacia delante, como si estuviera a punto de caer a través del largo de la calle. Las cabañas eran de un azul y blanco borroso y las puertas cafés de tríplex estaban partidas y manchadas de maletines dando golpes y botas insistentes, la ley y su contrario. Era un motel de precio razonable, casi barato, plástico y transitorio. Excepto para mí. Estaba haciéndome conocer como un habitual. Había caído hacía tres meses desde Nueva York y estaba esperando a que mi dinero se acabara. Entonces hubiera pedido prestado más o lagarteado un poco e ido de paseo, San Francisco o Las Vegas, no importaba. No estaba por encima de la mendicidad, espiritual o su contrario, extra de película, carpintería de fin de semana o refinado contrabando. Pero Nueva York era diferente a L.A. Me había tomado un tiempo cacharlo, acostumbrarme a un juego diferente de rituales y corrupciones. Pero justo entonces todo eso no ya importaba. Caminé hacia el trampolín del lado de las cabañas de la piscina y gateé hasta el final. Quería sentarme en el espacio más precario disponible, como para probarme a mí mismo que el evento ya se había terminado. No había nadie alrededor, excepto un cuerpo al otro lado de la piscina acurrucado bajo una toalla de baño sobre una tumbona amarilla. De pronto todo estaba muy tranquilo, como si la tierra nunca hubiera temblado en lo absoluto. Me acosté sobre mi estómago a lo largo del trampolín, mis brazos colgando sobre el agua.


Un pie se frotó contra mi tobillo al final del trampolín. “O me dejas entrar o me das la puta llave”.


Miré sus zapatos blancos rotos con una sola uña rosada visible y sus jeans azules descoloridos. Cinco centímetros de su estómago redondeado estaban expuestos entre su cinturón y su pálida camiseta anaranjada.


“Tú no eres Jerry”, dijo ella. “Pensé que eras Jerry”.


Me di la vuelta para mirarla a la cara. Pocos metros detrás y a su izquierda, un hombre gordo descalzo en un pantalón de bastas apretadas y camiseta interior blanca dio dos pasos fuera de la cabaña siete, luego un tercero, rápido, y sopesó el amanecer. Una pequeña mujer macilenta en rulos y una bata azul abierta que exponía un seno desinflado caminó lentamente detrás de él. Estaba llorando y rascándose la cadera con una mano y tratando de rodearlo con la otra. Él no le hizo caso, prefiriendo doblar sus brazos alrededor de su pecho hundido y mover la cabeza de atrás hacia delante como si tuviera el eje suelto. La chica sobre el trampolín me pateó la pierna.


“Parece que estás en shock”, dijo. Y luego de nuevo. “Parece que estás en shock”.


Levanté la vista hacia ella. Su camiseta estaba más que llena por su pesados senos y su cuello era corto y estaba acuclillado entre sus hombros, como si estuviera a punto de quebrarse. Sus rasgos estaban acomodados en un extraño orden geométrico, una especie de oasis en medio de sus salvajes rizos cafés, que salían disparados de su cabeza inusualmente pequeña. Tenía alrededor de dieciocho.


“¿Se cayó el techo encima tuyo?”. Me dio pinchazos en el pie. Comencé a sospechar que no estaba del todo en control.


“Pude salir todo bien”, dije. “No pasó nada.”


Retrocedió unos pasos y fijó su mirada al otro lado de la piscina. Parecía incapaz de moverse a ningún lado. Un hombre joven en un terno moteado de dorado y café, sin camisa o zapatos, salió bruscamente de la cabaña doce. Hizo bocina con sus manos alrededor de su cara blanco leche y gritó a lo largo de la piscina.


“7.6 en la escala de Richter y ustedes deberían bajarse del trampolín. ¿Escucharon lo que dije? 7.6 en la escala Richter”.


Como si se estuviera largando caminó hacia nuestro lado y se paró cerca de la administración. La chica dejó caer sus brazos y luego levantó una mano y le enseñó un lento dedo del medio rotativo. Él la miró con la boca abierta, los dorsos de sus muñecas apoyados sobre sus caderas como una chica. Dos mujeres robustas, de pelo blanco, salieron volando de la cabaña veintitrés y se inclinaron sobre la baranda de acero encima de él. La de la izquierda llevaba un short azul cortito, la de la derecha un muu-muu con estampados blancos y negros. La del short cortito se inclinó más sobre la baranda.


“¿Dijiste 6.5?”. Su voz comenzó como un grito pero se quebró en un gemido. La otra mujer le viró la cara de una bofetada y luego la abofeteó de nuevo. El hombre en el terno moteado de dorado y café avanzó un poco y levantó la vista hacia ellas.


“7.6”, gritó. “Se puede ir todo el Valle de San Fernando. Tienen una represa ahí afuera y si la presión crece aunque sea un poco pueden irse olvidando de todo”.


La chica se cruzó de piernas sobre el trampolín.  Era una posición extraña para ella, pero parecía determinada a mantenerla.


“Que se jodan”, dijo. “Presión. ¿Qué saben ellos de presión? No me importa si todo el estado se va. Estoy hasta aquí. En lo único que puedo pensar es en todos los peces dorados cayendo de todas las peceras. Debe haber ocho millones de peces dorados en esta ciudad”.


Yo no me estaba mirando a mí mismo, por decirlo así, sino la acción alrededor de la piscina. De algún modo sentía la necesidad de retrasar mi propia reacción tanto como fuera posible.


El mánager del motel salió dando trompicones de la administración. Era viejo y tenía el pelo blanco y llevaba una holgada piyama amarilla de franela.  Caminó alrededor de la piscina con sus ojos sobre el cemento, buscando resquebrajaduras. Cuando hubo regresado a la administración se detuvo y, haciendo visera con la mano, miró hacia el Boulevard de Santa Mónica. Se mantuvo así largo tiempo hasta que abrió la puerta y desapareció.


“Regresé tarde”, dijo la chica. “¿No te importa si hablo así, o sí? ¿No estás haciendo nada, o sí? No voy a poder hablar mucho más. Puedo sentirlo. Esta es mi ráfaga ahora. Todos estaban hueveando ahí adentro con sus casetes de video y yerba y experimentos en algún tipo de ciencia. Son ingleses. Cuarto dieciocho. ¿No te importa, o sí? Todo lo que hacen es poner música y criticar todo. Jalar coca, putear por el aire acondicionado, mirar la tina. Es una vida. Su grupo hace pan. ¿No te importa si sigo así? Bueno, mierda, soy de Montana. Del norte de Montana. No los necesito. Je, je. Yo estaba sentada ahí y el agua me golpeó y me despertó. Estaba con miedo. Estaba tan loca que corría por ahí tratando de meter el agua de nuevo en la piscina. Ya sabes, responder. He estado aquí tres días. Cuatro días, contando con hoy. Puede ser que vaya a Londres. Ellos tienen una casa en Londres. Nunca he estado en ningún lado excepto tres semanas en Londres. Quiero decir, en Denver”.


Fijó su mirada al otro lado de la piscina. Hubo un pequeño estremecimiento y hundió sus uñas en la planta de mi pie. Solté un alarido.


“¿Es esto?”, gritó. “¿Entonces, es esto? Esto es esto, ¿o no? Pero aquí tienen de estos todo el tiempo, ¿o no? Tienen algún tipo de falla debajo, ¿o no? Puedes responderme. Todo bien. No me hagas relajo, ¿ok? Ya pasó. Creo que ya pasó”.


“¿A ti qué te importa?”. La empujé con mi pie. Mi voz me sonaba muy alta. “¿Y qué si todo se desmorona? ¿Quién eres tú para tomar partido? No puedes ir a ningún lado. Estás totalmente barajada como estás”.


Se encogió de hombros. “Sí, tienes razón”.


Observé el costado de la piscina.


La forma bajo la toalla de baño se estiró lentamente y la toalla cayó por la parte trasera de la tumbona de plástico. Apareció una cabeza masiva y leonina, con rizos dorados arremolinándose sobre unos estrechos hombros escuálidos. Una barba totalmente rubia cubría la mayor parte de la cara con forma de granito pero sus ojos, incluso desde el trampolín, eran de un rosado eléctrico y un azul penetrante.


“Lo he visto por aquí”, dijo vagamente la chica. Me miraba ansiosamente. “Toca el bajo en algún lado y conoce de hongos y Kundalini”.


Su postura era rígidamente mesiánica mientras estaba de pie con las piernas separadas y los brazos abiertos como un águila. Su largo cuerpo era pálido y macilento. Llevaba un terno de baño de nylon azul y unos pesados zuecos de ducha blancos. Comenzó a cantar un mantra de la mañana, su voz grave y melodiosa, sus ojos apretados.


“No estoy interesada en la hostilidad”, dijo ella.


“Yo tampoco”, dije.


“Yo creo que sí. Solo un poquito”.


“¿Cómo así?”, pregunté.


“Porque me quieres fuera de esta tabla”. Su voz subió repentinamente a un tono más alto. “Estás sobre esta tabla como si fueras su dueño. Muy mal. Muy mal. Estoy harta de ese tipo de actitud. Estoy hasta aquí con ese tipo de mierda. Solo la manera en la que estás jorobado ahí encima y cuelgas un pierna a un lado y te envuelves en esa sábana me pone enferma. Me dan ganas de vomitar. No soporto a los tipos como tú. Puedes ver que necesito ayuda y tú solo sigues estando ahí como pensando que eres algún tipo de estrella local relajada…”


Paró. Yo quería deshacerme de ella pero no sabía cómo proceder. Si hubiera tenido la oportunidad de escoger con quién compartir esta mañana particular no hubiera sido con ella. Hubiera podido ser alguien con el tipo de represión sospechosa que se requiere para compartir un espacio pequeño. Alguien un poco mayor.


La puerta de la cabina nueve se abrió y dos chicas en calzones rojos y sostenes negros dieron largos pasos vacilantes hacia la piscina y luego se sentaron. Fueron seguidas por un hombre negro con short blanco y un bividí azul. Miró fijamente sus rubias cabezas rizadas y entonces regresó a la cabaña. Un hombre viejo con una toalla envuelta alrededor de su gruesa cintura salió de la cabaña diez y susurró algo a las dos chicas que fijaban su mirada en la piscina. Su largo pelo blanco estaba atado detrás de su cabeza con un lazo rosado y golpeaba una antena de televisión contra su muslo. Esperó un momento largo pero las chicas sostuvieron su mirada. Entonces caminó hacia el filo de la piscina, a la izquierda del trampolín, y gritó a alguien en el extremo opuesto.


“Es un puto terremoto. Puede ponerse peor. No puedo moverlas. Se asustaron mucho y están como enajenadas”.


Una voz sibilante respondió de vuelta. “Solo sácalas de la entrada. Olvídate de la cita. Es solo una luca. Solo sosiégalas. No me importa cómo. Dales unas rojas si tienes que hacerlo”.


El hombre miró dentro del agua. Luego movió su mirada hacia el final del trampolín y habló vagamente hacia nosotros.


“Todos están tan rayados porque no saben manejar los desastres. Alguien les dice morir y van y meten sus cabezas debajo de la cama. Nunca he visto nada por el estilo. Este es el peor antro de mierda que he visto en mi vida. Al comienzo no lo ves por todas las palmeras y todos los bares de jugo de naranja, pero deja que algo pase y verás cómo se ponen. Puede haber un millón de muertos y mutilados ahí afuera en las carreteras y nadie prestaría ninguna atención. Te lo juro por dios. Mírense ustedes dos; toqueteándose y boludeando ahí como si fueran estrellas de cine. Todo lo que necesitan es una televisión a color y unas goofballs y estarían aullando. ¿No es la verdad? Voy a sacar a mis niñas de aquí así tenga que ponerles una correa y arrastrarlas”.


“Sí, tienes razón”, dijo la chica.


El hombre golpeteó la antena contra su muslo y pasó por delante de las dos chicas, que tenían clavadas sus miradas en sus pies. Azotó la puerta de su cabaña.


Él me había recordado que estaba sobre un trampolín. Lo había olvidado y ese no era ningún logro pequeño. Tal vez necesitaba otro temblor para poder bloquearlo todo de nuevo. La chica se había sacado su camiseta y estaba frotando vagamente su seno derecho con la mirada fija al otro lado de la piscina. La sábana se había caído de mis hombros y amontonado alrededor de mi cintura y mis piernas. Me apoyé sobre mis codos. Los bordes de la sábana se habían caído al agua de manera que ahora sentía un ligero peso tirando de la parte baja de mi cuerpo. El sol estaba saliendo por debajo del letrero de neón del motel. Su presencia casi me relajaba. Unos pocos carros se movían sobre el Boulevard de Santa Mónica y lo tomé como un buen augurio. Y sin embargo había algunos muertos por ahí. Había incluso uno en mi baño.


Una joven pareja de labios apretados, tostada, con sombreros cowboy de paja y shorts kaki sacaron sus maletas de la cabaña veinticuatro. Las arrojaron a mi derecha, al filo de la piscina. Las maletas eran nuevas y baratas. Se sentaron sobre ellas y fijaron su mirada en blanco en la piscina. La mujer llevaba un largo collar de conchas al que daba vueltas lentamente entre sus dedos mientras su marido lanzaba una llave plateada en el aire. La llave recogía los rayos del sol y ocasionalmente caía a través de sus dedos para aterrizar con un frágil tintineo sobre el cemento. El área de la piscina se había congestionado. Gente entraba y salía de las cabañas, lanzando puertas y llamándose a gritos, mientras algunos estaban sentados en silencio, como adaptados a cualquier cosa que fuera a venir. Comencé a sufrir una náusea extraña, como si fuera jalado hacia un profundo lugar prohibido dentro de mí, un pantano que solo había alcanzado unas pocas veces antes. Estábamos volviéndonos desplazados de la piscina, de la calamidad que habíamos sido incapaces de confrontar.


“¿Cómo te llamas?”, dijo la chica.


“No sé”, dije. “Quiero decir, no sé cómo responder a eso”.


De repente sentía miedo de perder el anonimato que existía entre nosotros, como si una vez que supiéramos nuestros nombres el foco erótico en el que habíamos estado cayendo se disolvería. Doblé mi labio inferior.


“Estamos sobrecargados como estamos”.


“Sí, tienes razón”, dijo ella.


Un hombre de mediana edad en un blanco pantalón holgado y camiseta polo amarilla salió de la cabina ocho. Sacudió la cabeza, decepcionado de los alrededores. Contorneó dos veces la piscina, llevando un maletín de cuero negro y silbando sin melodía. Se detuvo y nos miró. Su pequeña cabeza pugnaz se torció en un gesto fruncido. Caminó hasta la administración y ladró una orden.


“Despejen el área. El temblor no ha terminado. Todos ustedes están en peligro ahí afuera”.


Una de las dos chicas fuera de la cabaña diez entró de nuevo.


“Esta es un área peligrosa”, chilló.


La mujer de los labios apretados y el sombrero cowboy de paja levantó la vista de su vigilia en la piscina.


“Ándate a la mierda, Jack”, dijo llanamente.




*Fragmento de la novela que será editada en español por el Centro de Publicaciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.

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