«Una imagen, una visión.
Hasta que logre ponerla en palabras»
Diálogo con Julio Pazos Barrera, por Andrés Ruiz Amancha
Número revista:
10
«Trago lindo, trago mío
compañero de mis penas
taita dios nos puso el trago
el diablo inventó a las suegras»
(Copla tradicional recopilada en Versos y dichos de Tungurahua)
Julio Pazos Barrera, nacido en Baños de Agua Santa en 1944. Consiguió en el ’82 el premio Casa de las Américas con Levantamiento del país con textos libres. Premio Nacional Eugenio Espejo en el 2010, entre muchas otras distinciones. Investigador, toda la vida, de las comidas, de las tradiciones vivas y catedrático también; siempre activo en el hacer de la docencia.
Las dos principales vertientes de su trabajo confluyen en un solo cauce como investigador-poeta, que no se fabrica imposturas, tan frecuentes en ambos campos de trabajo, para en su lugar dejar que sus escritos broten y se levanten con autenticidad y, más importante aún, naturaleza. No naturalidad, naturaleza, autonomía del símbolo, del contenido interno, muchas veces en bruto, que tanto el investigador como el poeta deberán extraer desde las profundidades del cauce humano y trabajar para llegar a compartirlo oportunamente con los demás.
***
Andrés Ruiz (AR): Tengo entendido que el suyo fue el primer premio [del Aurelio Espinoza Pólit] que se entregó a la categoría de Poesía.
Julio Pazos (JP): Bueno, gané antes uno aquí, en la Universidad Católica. La Facultad de Jurisprudencia tenía un concurso, antes del Aurelio Espinosa. Yo mandé el texto y gané, se llamaba «Una alegre fatiga» o algo así; pienso que es el primer premio que tuve. Claro, los premios no son todo, pero sí son importantes, quizás, para levantar el ánimo del escritor. Luego, en el año ’71, la Fundación Conrado Blanco de Madrid hacía concursos dedicados a las ciudades americanas. Esa vez le tocó a Quito y yo mandé un poema que se llama Quito quinde; gané el primer premio y me dieron dinero, que era la primera vez, porque antes solo me dieron libros. Ese dinero creo que me lo gasté en la fiesta.
AR: Dando pasos firmes desde temprano. En las páginas de su obra, la vida cotidiana y sus sensaciones surgen con vigorosidad, tanto en su investigación como en su propia creación. ¿Por qué estas expresiones múltiples de una cultura tan compleja como lo es la ecuatoriana aparecen con tanta naturalidad en su poesía?
JP: Primero, no es del todo consciente; diría que gran parte es subconsciente, si se usara ese lenguaje. Porque quienes han estudiado o han hablado de la visión de mundo o «cosmovisión» dicen que no está solo en la mente de los grandes pensadores, en su producción o los grandes libros, sino en el mundo que nos envuelve. En la cotidianidad se incluyen temas diversísimos, desde la admiración por el paisaje, los poemas de amor, la cocina o las artes plásticas, en fin. Todo eso es la visión del mundo. He leído textos antiguos, dada mi cátedra de Historia de la Literatura Ecuatoriana, he revisado libros donde se habla mucho de costumbres, unas que han desaparecido y otras que se mantienen o han cambiado. Pero la cotidianidad, la proximidad, define al mundo en el que uno vive. No puedo decir que yo haya tenido una vida ajena a las experiencias en general a través de los libros; no he podido hacerlo con el deporte. No soy deportista ni he visto en mi vida un partido de fútbol. Es una pena, porque entiendo que eso también es parte de la visión del mundo. Pero, en cambio, he dedicado mucho tiempo a observar el arte, la obra plástica de autores extranjeros y nacionales. También, a entender la geografía que nos rodea y eso se debe, tal vez, al lugar donde nací. Un paisaje sorprendente: los Andes que se abren hacia la Amazonía.
AR: Esos contrastes…
JP: Cascadas, abismos, volcanes. Eso hizo, quizás, que yo admirara el paisaje, ya no solo de mi lugar natal, sino de las ciudades donde he permanecido más tiempo: Ambato, donde hice el ciclo básico; Riobamba, donde hice uno de los cursos; y luego en Quito, donde he vivido ya 57 años. Considero a Quito como mi ciudad y le he dedicado muchos textos cotidianos. Yo he salido del país para estudiar: estuve en Bogotá, en Madrid y luego fui invitado a la Universidad de Nuevo México como profesor. Pero no se me ha ocurrido quedarme en algún lugar, sino volver a Quito. Siento que es la ciudad donde estoy mejor emotivamente, tanto que me molesta que ahora se diga: «oye, la peligrosidad de la ciudad». Creo que ya se vuelve un lugar común, porque ciudades peligrosas hay en todas partes. En cierto sentido, es la idea de la visión del mundo como reflexión en la parte consciente. Yo he trabajado los textos siempre relacionados con los Andes, las costumbres de la población, el paisaje, mi procedencia racial (que siempre es discutida). Yo soy mestizo, pero la discusión va porque es tan variada la población de Ecuador.
AR: ¿Su formación profesional como educador, en qué manera configuró esta visión del mundo?
JP: A veces he dicho que tuve suerte. Escogí la carrera de maestro desde muy joven, yo soy profesor normalista. Luego vine directamente a la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Católica. Mi trabajo como maestro en esta universidad es de 35 años. Eso quiere decir que me he sentido muy a gusto como profesor.
AR: En su elemento.
JP: Sí, con la suerte de ser profesor de Literatura. Es decir, del arte que he ejercido toda mi vida desde temprana edad, que es escribir. Van relacionadas. Entonces, de alguna pedagogía aprendida en el Normal y luego en la Facultad he aplicado para enseñar o aprender, como sean los ángulos que se planteen.
AR: El doble filo [de la educación].
JP: Sí, creo que no me ha ido mal [tampoco] en eso. Por las expresiones de personas que me lo han dicho. La suerte es haber unido la carrera, la profesión, con el arte literario.
AR: El libro Elogio de las cocinas tradicionales del Ecuador recoge una anécdota que me pareció increíble. Cuenta que cuando vino al Ecuador el entonces vicepresidente [de Estados Unidos], Richard Nixon, lo recibe el presidente Galo Plaza Lasso y le convida este bollo que nosotros conocemos como «humita». Después de que Nixon se lo sirve, le consulta Galo Plaza sobre qué le pareció la humita y Nixon le dice: «La masa es exquisita, pero la lechuga estaba muy áspera». La cocina, así, es una cosmovisión. ¿Cómo ha sido para usted la relación poesía-cocina, y cuál ha sido su importancia?
JP: Primero fue una cosa accidental, si la palabra es adecuada, porque, como dije, yo estudié en la Universidad Católica y ocurre que esos años de licenciatura eran esencialmente europeos. Europeizantes en todo. Leíamos sus autores traducidos, los que podían leerlos en francés, qué bien, porque nos exigían también francés, inglés. La idea era haber tenido unas secundarias enciclopedistas, salvo en mi caso de ser maestro. Digo salvo, porque para ser docente había que pasar una temporada en una comunidad indígena de Chimborazo que se llama Guaslán y es un centro de formación de líderes. Los que éramos maestros teníamos que ir allí para estar en contacto con las comunidades indígenas. Me impresionó, porque yo había visto a los indígenas en mi pueblo, pero solo como personas que venían a la fiesta de la Virgen de Agua Santa. En carnaval, todas las comunidades indígenas del país iban allá. Entonces yo siempre los veía bien vestidos y cantando y bailando. No tenía idea de cómo era realmente la vida del indígena. Entonces, ir a Guaslán sí ayudaba a ver la situación. Precisamente en el año en que estuve en Riobamba estudiando hubo una primera manifestación de Monseñor Proaño y su pensamiento, porque él había retirado la parroquia de Santa Rosa —como pertenecen a los arzobispados— de los padres dominicos, porque «hacían muchas fiestas». Priostazgos, la parroquia era todo el tiempo bebiendo y bailando.
AR: Aparentemente, sus investigaciones histórico-culinarias terminan convergiendo una y otra vez con su obra poética. ¿Dónde se entrecruzan? ¿Dónde se separan?
JP: Esta falta de identidad hizo que yo me dedicara a estudiar cosas de Ecuador, entre ellas la cocina. Cuando escribí este libro, Levantamiento del país con textos libres, en esos poemas aparecen referencias a la comida. La razón va más allá; yo me sentía —o soy— mestizo como muchos. Yo participé de mi familia materna y del pueblo chico donde había nacido, participaba de las fiestas, de las comidas y los bailes. Todas estas cuestiones muy bonitas, porque Baños es un santuario que todo el tiempo está en fiestas. Ya no religiosas, ahora son de quién sabe qué. En mi tiempo no, era tradición lo que había, que las fiestas de la Virgen…
AR: Cada festividad tenía su plato tradicional: el Corpus Cristi tenía el champús, y otros.
JP: Así es, yo comía los alimentos, saboreaba los cuyes y todo lo que es la cocina tradicional. En ese ambiente yo veía que éramos completamente diferentes al Chulla Romero y Flores de [Jorge] Icaza. Cuando leo la novela, yo decía: «qué cosa tan rara, tal vez en el tiempo de Icaza había este problema del personaje», quien dice que en su interior luchan dos sangres: la de su madre y su padre, y eso lo vuelve de una personalidad opaca. Yo no me sentía así para nada. Y eso fue lo que escribí. Eso es el Levantamiento del País, salen la cotidianeidad y los sentimientos con esa visión de: «¿por qué tiene que haber esa opacidad en el hombre ecuatoriano?». No tiene que haber esa tonalidad, los ecuatorianos deben enorgullecerse de lo que tienen y de lo que son.
AR: Aquí lo tenemos, Levantamiento del país con textos libres, ganador del Premio Casa de las Américas.
JP: Que era un premio muy importante en esas épocas. Como la poesía lírica, que en términos muy generales, es la expresión de sentimientos y, sobre todo, emociones. Carlos Bousoño habla de las emociones como un colapso de sensaciones y sentimientos, me gusta mucho eso, dice que aquello choca en una emoción y estalla. Eso me ocurre en todos los escritos líricos que hago.
AR: ¿Podríamos pedir que nos recite este poema de Levantamiento?
JP: Bueno, que lo lea nada más
Costumbre
Y me decías que el pan
caliente y vaporoso,
bien cubierto con los manteles
no se enduraba nunca.
Así se ha hecho.
Y cada vez que veo el pan y los manteles
me parece que te oigo decir estas palabras de la gente
antigua.
Cada vez encuentro el pan caliente y blando.
Y tus palabras también me salen al paso
sin lluvia agotadora
ni viento amarguisimo
Así vivimos.
AR: Todo lo contrario al Chulla Romero y Flores, sin lluvia ni amargura. Es una encrucijada en la que convergen tantas cosas este poema: el pan, la vida, la memoria y la perpetuación de la tradición. ¿Cómo fue llevar a este cruce, esta explosión de vivencias y emociones?
JP: Usted lo dice, no lo digo yo.
AR: Lo interpreto, claro.
JP: El gran problema de la lírica que se suele plantear es que se trata del arte literario más misterioso con relación a los otros géneros y, por tanto, tiene muchos elementos inexplicables.
AR: Uno lo toma y se escapa, uno cree que lo tiene…
JP: Entonces resulta muy difícil poner en prosa, en la lengua que hablamos, el texto [poético]. Un defecto suele ser la traducción como «hablar de» en lugar de leer el texto. La razón es que si se lee el texto y le emociona a uno, ¿qué va a decir? Que uno está emocionado, como dice Bousoño, está revuelto. No puede decir nada.
AR: No cabe más, [el texto] está ya completo. Además, el poema tiene esta constitución de ser como el pan, un alimento que a uno le vivifica. Como dice Roque Dalton, la poesía y el pan no se le niegan a nadie. Siempre han sido una bocanada de vida.
JP: Lo que ocurre también, lo he dicho, es que todo ser humano sin excepción tiene emociones y, por tanto, se entusiasma con la música, con la poesía, con las artes. Tal vez [solo] las mentalidades deformadas, paranoicas, se gozan de cosas terribles. Pero, en general, la simple visión de un riachuelo es emocionante.
AR: También es revelador. Estas sensaciones, estas visiones nos revelan cosas. Creo ese ha sido un motivo desde muy temprano, como en La ciudad de las «visiones», [ha sido] casi como una clarividencia, o volver a ver con claridad. Y creo que es importante en su obra tener esta capacidad para conmoverse con lo más pequeño, que no es tal, universal podría llegar a ser.
JP: Como lugar común, he dicho: «de filosofía no entiendo absolutamente nada». Porque claro, la filosofía es la sabiduría, pero tal vez no es la emoción.
AR: Se dice que poetas y filósofos son enemigos naturales.
JP: Aunque hay filósofos que hierven el seso, como Nietzsche, y hacen poemas.
AR: Se deschavetan.
JP: Eso, pero otros filósofos, en cambio… Voy a contar una anécdota. El padre Malo, que fue rector de la Universidad [Católica], me dio el trabajo de tiempo completo porque yo había hecho el café-teatro. Yo también me dediqué un tiempo al teatro, y tuve un excelente padrino: Francisco Tobar García, gran actor y escritor de teatro. Entonces, yo había pedido montar este espacio, pero la ayuda no fue tan importante y por eso me demoré. Era en el edificio antiguo de la Universidad, en la parte baja se adaptó un espacio. En eso, me tocó ir a Europa y cuando volví, el rector ya no me dio [a cargo] el café-teatro. Me dijo: «no, vos no, se lo he dado al señor Pájaro Febres, que por razones diversas se va a hacer cargo. Mientras tú, Julio, te vas a la Facultad de Ciencias de la Educación y vas al Departamento de Letras y Castellano para ser profesor». Claro, yo ya no trabajaba aquí, ¿qué más podía hacer? Y puede que me haya hecho bien. Algún rato, yo lo invité [al padre Malo] para que diera una charla sobre el «mito» como parte del ciclo doctoral de Literatura. Porque él leía griego clásico y traducía directamente. Nos encontramos después en el coctel y saludamos, yo le pregunté cómo estaba y él me dijo: «Yo bien, pero yo no entiendo a los poetas, no te entiendo, no quiero saber nada [de ti]». ¿Qué le iba a decir? Con que me diera trabajo era suficiente, no importaba que me entendiera o no. Él me dijo eso, pese a que era una paradoja, porque los grandes dramaturgos griegos son poetas —Sófocles, por ejemplo—. Pero ¿cómo le iba a discutir a alguien que hablaba griego antiguo? No, no me hacía falta que me entienda.
AR: Hasta cierto punto se necesitan, porque el filósofo interpreta, analiza, y el poeta es un creador, continuamente está creando mitos.
JP: Eso lo dijeron los mismos griegos, ποίησις (poiesis) era la palabra que usaban. Sí, pero como todos los seres humanos tenemos eso, entonces algunos nos hemos desviado en el camino. Bueno, no puedo decir que yo sea paranoico ni nada por el estilo, pero tal vez sí.
AR: Al respecto del poeta como creador; se dice mucho que el Ecuador, como país, tiene una crisis de identidad, pero, al mismo tiempo, tiene una gran cantidad de poetas, muchos de excelencia. ¿Cómo se explica que haya tanta gente creando, simbolizando, a pesar de que se tenga esta idea del país?
JP: Yo creo que tiene mucho que ver con el paisaje. Este paisaje en el que vivimos es a veces engañoso. Por ejemplo, si uno baja por una calle en Quito, cree que el Panecillo está ahí, que ya se lo puede tocar, y no es así. Son todos esos «efectos lumínicos» de los que hablaba Alejo Carpentier, lo que creo que es muy abundante en Ecuador. La relación que tenemos con este paisaje hace una personalidad diferente a la de, por ejemplo, un brasileño con esas enormes extensiones o un argentino con la Pampa. Además, ¿cómo vivir en una especie de oasis? No me permito comparar con el Perú, que la mitad es desierto. Esta relación hace que nuestra percepción sea bastante poética. Es un fenómeno de percepción. Tenemos pensadores, claro, como Juan Montalvo, quien no es un filósofo del todo…
AR: Pero muy metódico, en todo caso.
JP: Digamos que más bien es un pensador libre: un ensayista. También está Juan León Mera…
AR: Tenemos este sobrecogimiento ante tantos estímulos [naturales], me parece que afloran [en su obra] los paisajes, las costumbres, oficios. ¿Qué otros elementos han sido claves?
JP: En mi caso, las artes plásticas. Yo tuve profesores excelentes, por ejemplo, el padre José María Vargas, un experto en arte quiteño. También un jesuita, el padre Esquivias, su método era relacionar la poesía con las artes plásticas; por ejemplo, Lorca y los guitarristas de Picasso. Era muy lindo. Debo agradecer a esas personas el haberme orientado hacia la apreciación del arte. Los cursos que yo he dado por mucho tiempo fueron de esa materia.
AR: Está lleno de esos motivos: cuadros de Chagall, el estudio de los portales de las Iglesias del Centro Histórico.
JP: Las puertas, ese es mi libro 26 puertas patrimoniales. Si ya se ha acabado el libro, ya no hay [más].
AR: Todo lo que publica lo agota, Julio.
JP: Enseguida se ha agotado. Sí claro, y los textos que he escrito motivado por Caspicara, Goríbar, Miguel de Santiago y por la arquitectura de los conventos. Es otra línea que me ha movido mucho.
AR: Ha fomentado esta creatividad. La experiencia del otro ha sido otra búsqueda constante en poemarios como Oficios o Mujeres; este último es muy elocuente en este encuentro con la femineidad o la alteridad. ¿Cómo describiría usted esta poética del otro, la poesía del que no es uno?
JP: Primero en términos teóricos, los poetas románticos siempre ponían «yo» al comienzo. [Después] la poesía del siglo XX, la vanguardista, entre otras, se aparta de esa forma de presentar. Ya no se presenta al «yo» en primer lugar, y, al no haber eso, está el «otro». Por eso, teóricamente, puede ayudar a entender por qué el otro está tan presente en los textos [de esta época] en general. Creo que solo en el libro Entre las sombras de las iluminaciones, publicado por la Universidad, aparece un «yo». El gran poeta Efraín Jara Idrovo había leído este libro. Fui a Cuenca, al Primer Congreso de Literatura de 1978. [Efraín] me dijo: «Leí tu libro y me parece que tienes que zafarte de eso, porque estás muy presionado». Yo lo había escrito en octosílabos o en endecasílabos, con métrica. ¡Záfate de eso! De ahí salió la ciudad de las visiones, del consejo de Efraín. Desde ahí comencé, no a delirar pero sí a cambiar lo que había hecho.
AR: Tomar otro rumbo , bien encaminado.
JP: Sí. A la postre, creo que la poesía lírica siempre habla de uno mismo, sino que, como recurso, se oculta el «yo», pasa a la otra persona.
AR: A propósito de este movimiento entre el otro y uno [mismo], pude encontrar este texto: La Identificación, del poemario Mujeres. Quisiera pedirle que nos lo lea.
La Identificación
Vas dentro de mí con tu cuerpo
y con tu confianza en la limpieza del horizonte.
Cuando estoy solo te hago decir las respuestas
y entonces me doy cuenta de la ciudad,
de los afectos
y hasta de la poca importancia que tienen los proyectos.
Por eso eres
mi compañera permanente
aun cuando me desgaje
a la manera de las orquídeas que lo hacen
sin sentirlo
aun cuando las hirientes noticias
me hundan sus manos en la garganta
y me dejen cuadrúpedo palpando el entablado.
Por eso eres mi parte fundamental,
mi otra mano,
mi exploración del antiguo vaso inca,
mi gozo del bocado, mi fragancia de los raros chigualcanes de aguamiel.
Es verdad que suelo sentirme muy cosa,
pero tú, hecha de unos sentimientos que apenas puedo imaginar,
me haces humano
y a veces triunfante.
AR: ¿Qué nos revela el otro? ¿Cómo es este volver a uno mismo después de haberse perdido/encontrado en el otro?
JP: A veces da coraje. No, pero el texto ya no me pertenece, ahora es de los lectores.
AR: Renace cada vez que se lo lee.
JP: Claro, [el sentido] lo dan ellos, los lectores. A ellos habría que preguntarles de qué manera, a su vez, piensan en sí mismos. Porque esta es una confesión, este poema es una confesión.
AR: Julio, toda su vida ha estado publicando libros. Recientemente, en el 2017 aparece una nueva edición del Elogio de las Cocinas Tradicionales; en el 2018 aparece Nómada, su último libro de creación pura y dura. ¿Qué ha encontrado toda su vida en la creación poética? ¿Lo sigue encontrando ahora, va a seguir escribiendo?
JP: Sí, voy a seguir escribiendo. Ahora estoy obsesionado con un tema —no diré tema, una imagen, una visión—. Hasta que logre ponerla en palabras, de eso se trata. Hago otras cosas, ensayos, pero eso está aparte. Incluso, escribo con tinta roja.
AR: Siempre las visiones, como un profeta.
JP: Eso, pero ya no tengo otra forma de enfrentar o afrontar la situación. Está flotando esa imagen de noche y de día. Cuando salgo a la calle y camino, todo el tiempo, y así me ha ocurrido con las otras visiones.
Julio Pazos Barrera (Baños de Agua Santa, 1944)
Poeta y catedrático ecuatoriano. Doctor en Literatura. Ha publicado 19 poemarios, entre los cuales destacan: La ciudad de las visiones (1979, Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit), Levantamiento del país con textos libres (Premio Casa de las Américas, Cuba, 1982) y Mujeres (Premio de Poesía Jorge Carrera Andrade, Municipio de Quito, en 1986). En 2010, obtuvo el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo. De su autoría son también: Versos y dichos de la provincia de Tungurahua; Arte de la memoria; El sabor de la memoria. Historia de la cocina quiteña y Elogio de las cocinas tradicionales del Ecuador.
Andrés Ruiz Amancha (Ambato, 1993)
Se graduó en Comunicación en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Realizó pasantías en la Casa de la Cultura Ecuatoriana y trabajó por un tiempo en algún periódico en línea. Actualmente es bibliotecario en la Universidad Católica.