—Le decía, si hoy es miércoles y es 13, tuvo que haber sido alguna tarde de la semana pasada. No puedo ser más preciso porque mi memoria, en especial a corto plazo, ya no es la misma desde que decidí relajarme y trocar al menos parcialmente el alcohol por otras cosas.

No sé cómo lo logro, por eso lo advierto. Llevo cuarenta y cinco noches sin dormir y lo primero que hago esta mañana, tras observar los primeros rayos de sol, es entrar en el baño y constatar mi reflejo. Sé que suena un tanto ingenuo —y hasta ridículo—, pero es lo que siento. Sentada sobre el inodoro, frente a un espejo de 2x2, no veo más que una abrumadora cantidad de sueño; acumulado, inducido, frustrado.

Llegué a Bruselas con la ilusión de cambiar de vida. Era verano, o lo que allí llaman verano. Estaba agotada. Aquella luz tenue del fin de tarde acompañada de un viento apenas perceptible me dio la impresión de que la ciudad era el espacio acogedor que necesitaba en aquel momento de mi vida.

Cuando desperté, me di cuenta de que los ratones me habían comido la lengua durante la noche. Quise retorcer mis piernas, llevar mis manos a la herida, gritar. Pero mi cuerpo permaneció inerte.

El auditorio de la Universidad Católica estaba a reventar, incluso las gradas de acceso habían sido ocupadas por los estudiantes, quienes ansiosos esperaban la conferencia del novelista y profesor Carlos Lujan, a propósito de los diez años de la publicación de su primera novela, Las horas ausentes, con la cual ganó el premio Biblioteca Breve en 1999.

Todo pareció comenzar en la costa, cuando un grupo de pescadores se apartó del poblado del que eran originarios y se vinculó de una manera poco frecuente, singular, abyecta, con los mamíferos marinos de esas regiones. Por eso fueron considerados los apestados, los enfermos, los que estaban condenados a seguir un destino alejado de los demás.