Los hombrecitos son tantos que me los encuentro en cualquier parte de la casa y, como son diminutos, en varias ocasiones los he pisado sin darme cuenta, y he hecho llorar a más de un hombrecito. Sus lugares preferidos son los rincones más pequeños y oscuros en los que antes solo existía polvo.

El ulular de una sirena. El monótono quejido de la alarma de una casa o de un auto. El sinfín de gruñidos y borborigmos de la panza de una ciudad que no descansa: taladros, vendedores ambulantes, gatos ferales en celo, oligofrénicos escuchando música a todo volumen en sus autos. Los odiamos.

Cada medianoche Samuel Aguilar entra al baño y aplasta a la cucaracha. No muere. Cada medianoche a Samuel Aguilar lo despierta la necesidad de orinar. Es inconfundible.

Estaba parada con su espalda en el barandal de metal negro, con un cigarrillo apagado entre las manos, viéndolo por la ventana. Él buscaba un encendedor entre los cojines de los sillones, los papeles de la mesa de la sala y las basuras de sus bolsillos.

Ricardo Klement, acodado en la barandilla del buque Guiovanna C., sacó de un bolsillo de su gabán gris una libreta pequeña y leyó:
3 000 000 judíos polacos
530 000 judíos ucranianos
420 000 judíos alemanes
1 000 000 judíos rusos
125 000 judíos franceses

Había pasado el primer mes de embarazo, cuando mi mamá decidió plantar un guayabo. Ocho meses después nací yo y germinó la semilla.